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La tentación de transformarse en perverso narcisista

INFINITIVOS CUERPOS
Itzel Mar

Lo desconocido tiene la forma del miedo, es decir, no tiene forma. La posibilidad de nombrar y otorgarle una imagen o hechura a lo que nos ocurre, le facilita a la mente -esa instancia donde reside la conciencia de la conciencia, las sensaciones, las ideas y las palabras– comprender y darle sentido a las experiencias; esto se traduce en un aceptable intento de certeza y homeostasis. Un ruido inesperado en medio de la noche puede generar confusión y toda clase de fantasías espantosas. Encender la luz y observar el ruido en forma del viento que se cuela por la ventana y agita la cortina, desvanece el efecto de sobresalto y nos devuelve la calma. El decir nos estructura y nos soporta, es el inicio de la disolución de muchos desconciertos.

Sigmund Freud (1856-1939), designado por Paul Ricoeur, junto con Marx y Nietzsche, uno de los maestros de la sospecha, fue un implacable inquisidor del comportamiento humano. Nació en Freiberg, Moravia (territorio que en el siglo XIX pertenecía al Imperio austríaco y en la actualidad es parte de la República Checa). Sus ideas sobre el desarrollo psíquico, la sexualidad y el inconsciente han influido el pensamiento de los últimos 120 años. Bautizar los sótanos de la conducta, la disección de las nervaduras de los sueños, así como la desmitificación de la infancia como periodo de inocencia y sumisión han sido de sus mejores y, al mismo tiempo, más odiadas aportaciones.

El padre del psicoanálisis se atrevió a denegar la razón; puso en cuestionamiento más de dos mil años de la tradición filosófica de Occidente que caracteriza al hombre, de forma optimista, como dueño de sus actos y deseos. Filósofos como Platón, David Hume e Immanuel Kant esbozaron, en su momento, la presencia de cierta sombra inherente a lo humano, una especie de yo anárquico. Pero no fue hasta la aparición de Freud cuando comenzamos a aceptar que las palabras perdieran los calzones y la virginidad, entonces –al fin– creímos en lo voluntario de lo involuntario y exploramos las acciones del cuerpo y de la mente, sin pudor. Hoy, a casi veinte años del comienzo del siglo XXI, las hipótesis del patrón de la psicopatología siguen siendo revisadas, tachadas, elogiadas, vitaminadas, santiguadas, pero vigentes. Somos, todavía, un cubil de huesos y arrebatos hecho a imagen y semejanza de las teorías de Sigmund Freud.

La perversión y el narcisismo fueron dos de las instancias que llamaron insistentemente la atención del fundador de la teoría psicoanalítica. Dedicó a estas muchas energía y una gran cantidad de palabras. Al término perversión lo rescató de la psiquiatría clásica y le reasignó significado, quitándole la carga peyorativa que le precedía y describiéndolo como una inclinación invertida, un componente más de la sexualidad humana.

Al narcisismo, como estructura psicológica, lo definió haciendo alusión al mito griego en el que un joven de ostentosa belleza, llamado Narciso, se enamora de la ninfa Eco. Antes de que puedan consolidar su amor, ella muere. Sintiendo un enorme desasosiego, Narciso traslada toda su atención hacia sí mismo y adopta la costumbre de ir a admirar su reflejo en el agua de un estanque. De tanto desear acercarse a su propia imagen, cae y se ahoga. En este lugar nace una flor bautizada con su nombre: Narciso.

El término perverso narcisista fue creado en la década de 1950 por el psicoanalista francés Paul-Claude Recamier, quien dice acerca de los perversos: “Son infiltrados que aprovechan cualquier excusa para atacar el placer de pensar y la capacidad de crear”.

El Dr. Carlos Biro –a quien recuerdo como un soberbio psicoanalista– repetía con frecuencia: “Sólo existen dos tipos de relación: de amor y de uso. Sabes que un vínculo es de amor, y no es de uso, cuando al otro le significan algo tus sentimientos”. En el perverso narcisista el amor es a la inversa; sus relaciones afectivas son utilitarias, le sirven para manipular y someter al otro. Carece de empatía. Puede fingir amabilidad y sensatez, incluso mostrarse servicial, siempre y cuando esto le facilite alcanzar sus objetivos. Suele encantar y seducir, y más tarde mostrarse frío, infiel o celoso. Vomita su ira y sus miedos a los demás. Actúa su angustia y la provoca en su interlocutor. Culpabiliza constantemente y se muestra como víctima ante sus víctimas. Acosa la integridad moral y psicológica de quienes entablan una relación. con él, vulnerándolos hasta el grado de impedir que se alejen. Al perverso se le dificulta reprimir sus pulmones en el inconsciente; proyecta un desdoblamiento.

En su libro Los perversos narcisistas, Jean-Charles Bouchoux, prestigioso psicoanalista francés, hurga minuciosamente en la cartografía de los mecanismos del ego magnificado y nos lleva a los subterráneos del asombro cuando descubrimos que todos poseemos la potencialidad de emplear dichos dispositivos psicológicos y no sólo el paciente que ha sido diagnosticado como perverso narcisista estructural.

Y cómo no caer en la tentación de ejercer, de vez en cuando, como perversos, si nos pa- recemos al lugar en donde habitamos, a sus instituciones, al Estado que se regodea acicalándose y mirándose al espejo sin considerar la alteridad.