
Amigos rusos que enamoran: cartas y grietas del siglo XIX

Por Brenda Ríos
Hoy quiero hablarte de unos hombres que me fascinan —sí, me fascinan—: los rusos del siglo xix. No sé si serían buenos para invitarlos por un café a través de una app de citas, pero son irresistibles para el alma. Hablo de Tolstói, por supuesto, pero sobre todo de Chéjov, cuyo eco resuena en una correspondencia con Gorki que me tiene atrapada. Publicada por Nórdica, esa edición es un tesoro: cartas de 1860 a 1904 que destilan cuidado, algo que nuestras pantallas rara vez capturan.
Me desarma leer la forma en la que Chéjov le pedía a Gorki una fotografía suya: “Querido amigo, mándame tu retrato para poder pensar en ti”. Cada carta es un abrazo de tinta: afecto, crítica, consejo. Chéjov, con esa claridad suya, le dice: “Deja de sobre-describir. Basta con decir que un hombre se levantó del césped”. Directo, con amor, sin adornos. Así deberían hablarse los amigos, ¿no crees?
La amistad, pienso, es una correspondencia de ideas, de desacuerdos, de distancias que se salvan con respeto. Porque incluso cuando Gorki defendió a un personaje antisemita, desatando controversias, Chéjov no lo dejó caer. Su amistad resistió, algo que hoy parece un lujo. En un mundo de emojis y likes fugaces, estas cartas son un recordatorio de lo que significa cuidar al otro.
Del otro lado de mi escritorio está Turguéniev, otro ruso que me sacude. El diario de un hombre superfluo, publicado por Funambulista, llegó a mí por tu sugerencia. ¡Qué joya! Ese hombre enfermo que se refugia en el campo, que se enamora de una muchacha, que revive por amor… sólo para descubrir que no es correspondido. Entonces, la muerte —no la del cuerpo, sino la del espíritu— lo reclama de nuevo.
Turguéniev pinta la vulnerabilidad masculina con una herida que sangra ternura. Su protagonista no es el héroe de salón que lo resuelve todo a puños. No. Observa, duda, ama, se quiebra. En tiempos en los que la masculinidad se tambalea entre estereotipos y crisis, leer estas grietas se torna un acto de rebeldía silenciosa. Un espejo para los hombres de hoy, tan presionados por mandatos que no siempre entienden.
Me pregunto cómo serían estos rusos en 2025. ¿Se escribirían aún, con la paciencia de la pluma? ¿Sostendrían amistades a pesar de diferencias ideológicas? ¿O el ruido de las redes los habría fragmentado? Lo pienso porque, aunque estamos más conectados que nunca, hemos dejado de escribirnos de verdad. Ya no llamamos. Mandamos un sticker y seguimos. Y el afecto, si no se riega, se marchita.
Pero volvamos a los libros, que son refugios. Leer a Chéjov con una taza de té humeante o a Turguéniev bajo una manta es encender una chispa. Algo se conecta: el pasado con el presente, el autor con el lector. Algo se dispersa también: ideas que no se atan, que flotan como semillas. Esta columna no pretende cerrar pensamientos, sino abrirlos, como una carta que no termina en punto final, sino en un: “Te saludo con una mano en el corazón”.
Chéjov y Gorki nos enseñan que la amistad es un arte de paciencia y franqueza. Turguéniev nos recuerda que la vulnerabilidad no es debilidad, sino humanidad. Y los tres, juntos, nos invitan a escribir, a conectar, a cuidar. Porque en un mundo de mensajes efímeros, las palabras que importan —las que se escriben con intención— son las que perduran.
Entonces, ¿qué hacemos con esto? Tal vez tomar un libro, una pluma, un momento. Escribir a alguien, no un texto rápido, sino algo que pese, que signifique. O leer a estos rusos que, si bien vivieron hace dos siglos, parecen entendernos mejor que nosotros mismos. Sus historias, sus cartas, sus dudas se alzan como un mapa para navegar este presente tan lleno de ruido y tan vacío de pausas.
No sé si estos hombres serían buenos para casarse, como bromeaba al inicio, pero son perfectos para acompañarnos. Nos desafían a ser más honestos, más frágiles, más presentes. Y en cada página, en cada carta, nos susurran que el cuidado —hacia los otros, hacia nosotros— es lo que da sentido a todo.
Así que, con té o manta, con Chéjov o Turguéniev, te invito a conectar. A dispersarte también. A escribir tu propia carta, aunque sea en la mente, y mandarla al mundo con la esperanza de que alguien, en algún lugar, la reciba.
Hasta la próxima lectura.+