Corre, Rose, Corre. Capítulo 1

Corre, Rose, Corre. Capítulo 1

13 de diciembre 2022

AnnieLee llevaba una hora de pie al borde del camino esperando a que alguien la dejara subir en su coche cuando empezó a llover en serio.

«Era de esperar —pensó mientras sacaba de la mochila un poncho de plástico de esos que venden en las gasolineras—. Siempre pasa».

Se lo puso encima de la chaqueta y se cubrió la cabeza mojada con la capucha. Empezó a soplar el viento y unos goterones de agua enormes resonaban con un golpeteo rítmico contra el plástico malo. Pero nada de eso le arrancó la sonrisa optimista de la cara mientras golpeaba el suelo de gravilla del arcén con el pie al son de una canción nueva que se le estaba ocurriendo.

Is it easy?, cantó para sí.
No it ain’t. Can I fix it? No I cain’t

Llevaba escribiendo canciones desde que aprendió a hablar y creando melodías desde antes incluso. Para AnnieLee Keyes era imposible oír la llamada de un zorzal, el plic, plic, plic de un grifo que perdía agua o el rítmico ruido sordo de un tren de mercancías y no convertir cualquiera de ellos en una melodía.

«Las chicas locas hallan música en todas partes», le había dicho siempre su madre hasta el día que murió. Y la canción que se le estaba ocurriendo en ese momento le dio algo en lo que pensar aparte de en los coches que pasaban zumbando y en sus ocupantes, secos y cómodos en el interior, que ni siquiera disminuían la velocidad para mirarla.

Y no podía culparlos; ella tampoco pararía para recogerla, y menos con el día que hacía, seguro que parecía una zarigüeya ahogada.

Cuando vio la camioneta Wagon blanca que se acercaba, como poco, a treinta kilómetros por hora por debajo del límite de velocidad, cruzó los dedos para que fuera un amable abuelo dispuesto a llevarla. Había rechazado la ayuda de dos conductores pensando que tendría donde elegir, primero la de una señora que fumaba un cigarro detrás de otro y viajaba con dos rottweilers que gruñían y mostraban los dientes en el asiento trasero, y después la de un chavo que parecía que iba puesto hasta las cejas.

Era para darse de cachetadas por ser tan tiquismiquis. Con cualquiera de los dos habría avanzado unos cuantos kilómetros, oliendo a un tipo de humo u otro. La Wagon estaba a menos de cincuenta metros, veinticinco, y, cuando llegó a su altura, saludó con la mano al conductor amigablemente, como si fuera una celebridad en mitad del arcén de la autopista de Crosby en vez de una don nadie medio desesperada que llevaba todas sus posesiones en una mochila.

El viejo Buick se le acercó por el carril de los vehículos lentos y AnnieLee se puso a gesticular como una loca. Pero lo mismo habría dado que se hubiera para- do de manos y le hubieran salido arcoíris de las botas. El vehículo pasó de largo y fue disminuyendo de tamaño conforme se alejaba. Se puso a patalear como una chiquilla, salpicándose de barro.

Is it easy? —canturreó de nuevo. No it ain’t Can I fix it?
No I cain’t
But I sure ain’t gonna take it lyin’ down

Era pegadiza, desde luego, y AnnieLee deseó por enésima vez tener consigo su amada guitarra. Pero, para empezar, no le cabía en la mochila, y además estaba colgada en la pared de la casa de empeños de Jeb.

Si algo deseaba (aparte de salir por patas de Texas), era que quien comprase a Maybelle cuidara bien de ella.

Las luces del centro de Houston que se veían a lo lejos estaban borrosas y pestañeó para apartar las gotas de lluvia de los ojos. Si empezaba a pensar otra vez en la vida que había llevado allí, seguro que dejaría de desear que un coche se detuviera y echaría a correr.

A esas alturas llovía como no había visto llover desde hacía años. Como si Dios hubiera recogido toda el agua de Buffalo Bayou para echársela por encima de la cabeza.

Estaba tiritando, le daban pinchazos de hambre en el estómago y de repente se sentía tan perdida y furiosa que le estaban entrando ganas de llorar. No tenía nada ni a nadie en el mundo; no tenía un centavo, estaba sola y se estaba haciendo de noche.

Y ahí estaba otra vez esa dichosa melodía; le pa- recía oírla entre la lluvia. «Muy bien —pensó—, no es verdad que no tenga nada, tengo la música».

Y ya no se puso a llorar. En vez de eso, se puso a cantar.

Will I make it? Maybe so

Cerró los ojos y se imaginó subida a un escenario, cantando ante un público entregado.

Will I give up? Oh no

Notaba cómo aguantaba la respiración su público invisible.

I’ll be fightin’ til I’m six feet underground

Tenía los ojos apretados y la cara levantada al cielo mientras la canción crecía en su interior. De pronto oyó el aullido de una bocina y dio un brinco del susto que se llevó.

Ya le estaba mostrando el dedo medio con cada mano al camión articulado que acababa de pasar cuando vio que se encendían las luces de freno.