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La astronomía de llamarse Leonardo

La astronomía de llamarse Leonardo

7 de septiembre 2022

Infinitivos Cuerpos

Por Itzel Mar

Es una decisión mirar. De pronto, el mundo es mundo sólo si cabe en nuestro campo visual; el resto deja de existir. Sí, la visión, el más venerado de los sentidos, suele significar renuncia. La configuración de la historia es ocular. Miramos: inicio del encuentro con lo otro, es decir, todo aquello más allá del yo. A pesar de ser la vista un sentido distal, nos posibilita la proximidad, pues de cierta manera tocamos lo mirado. Pero algunos van más lejos de la sinestesia y no sólo intiman con lo que están mirando, sino que logran convertirse en ello: un cardumen de nubes, el horizonte, las ondulaciones del mar antes de anochecer, un tornillo, la idiosincrasia de una palmera. Sí: los contemplantes, quienes hacen de la visión un designio, un arte, al ser capaces de mirar sólo para mirar. El arte es algo que quizás no sirva mucho; excepto, acaso, produce emociones: sentir que sentimos. A este linaje pertenece Leonardo di ser Piero da Vinci.

Nació cerca de Vinci, población de la Toscana, entre Florencia y Pisa, el 15 de abril de 1452. Fue pintor, anatomista, poeta, ingeniero hidráulico, botánico, arquitecto, pájaro, matemático, inventor, cartógrafo, alpinista, planeta, escultor, curioso de las variaciones de la Luna. Observaba desde la voluntad de la sorpresa. Su pensamiento fue absolutamente visual. Se refirió a los sentidos como terrestres: “I sensi sono terrestri, la ragione sta for di quelli quando contempla”. Logró distinguir los cambios de ritmo en cada una de las cuatro alas de las libélulas. Describió la lengua del pájaro carpintero: ésta puede llegar a medir tres veces más que su pico; su extraña consistencia permite que se enrosque y sirva como una especie de cojinete que protege el cerebro del ave cuando golpea la corteza de un árbol con el pico, imprimiendo diez veces más la fuerza que se requiere para matar a un ser humano. Se interesó en la mecánica de la lujuria, de la risa y del esfínter anal; en los movimientos de los músculos que provocan fruncir el ceño; en la ubicación de la sede del espíritu; en la poética de las proporciones del cuerpo humano y de los azules; en la locomoción del descenso de las aves; en las decisiones que llevan al corazón a latir una vez más. Estaba convencido de que no todo conocimiento resulta útil, pero siempre genera un profundo placer. Su gran talento fue la curiosidad, ese asombro niño que se diluye comúnmente con el paso del tiempo y la repetición de los fenómenos.

De todas sus inquietudes, la mayor fue el temperamento de la belleza. Entendía ésta como lo más íntimo y enigmático que contiene cualquier forma o fenómeno. Eso que ejerce una enorme fuerza de atracción al no poder ser explicado del todo. Lo bello se experimenta generalmente en los ojos y desde ahí encuentra rumbos hacia otros territorios del cuerpo, como el abdomen, las manos, los vasos sanguíneos y el asombro. Así, la luz, no como conjunto de partículas (fotones), sino como afecto y puerta de acceso a la visibilidad y a la belleza lo fascinó. Da Vinci, el astrónomo, observó los cuerpos celestes más desde un afán estético, es decir, sensible, que desde un plano rigurosamente científico. Entonces, se dedicó sobre todo al estudio de los efectos de los astros en la percepción visual, no sin estar perfectamente al tanto del modelo ptolemaico de los movimientos planetarios. En su biblioteca contaba con una obra del astrónomo árabe Albumazar (Abū Ma’shar) y con el celebrado libro de Ptolomeo: Cosmografía.

En el Códice Leicester, compuesto por dibujos y escritos de Leonardo da Vinci realizados entre 1508 y 1510 sobre geofísica, física pura, el origen de los fósiles (en el que refuta que éstos sean reliquias del diluvio bíblico), las maneras de ser del agua y ciertos fenómenos atmosféricos, también aparecen deslumbrantes textos sobre el Sol y la Luna. Se cuestiona respecto al origen de la luminiscencia de esta última: ¿será que su superficie está compuesta de agua en movimiento o de algún material que fosforesce? Acertó finalmente al creer que esta luz es el reflejo mismo de la luz de la Tierra. En su pasaje más famoso, realiza una analogía entre el cuerpo humano y la Tierra:

  • Podría decirse de la Tierra que posee un espíritu del crecimiento, y que su carne es la superficie terrestre; sus huesos, los sucesivos estratos de roca; sus cartílagos, las rocas porosas, y su sangre, las venas de sus aguas. El lago de sangre que envuelve el corazón es el océano. Su respiración, fruto de las pulsaciones que hacen crecer y decrecer el fluido de la sangre, se corresponden en la Tierra con los flujos y reflujos del mar.

El Códice Leicester debe su nombre a Thomas Coke, conde de Leicester, quien lo adquirió en 1717. Sus descendientes conservaron el manuscrito durante dos siglos, pero terminan poniéndolo a la venta en la casa de subastas Christie’s el 12 de diciembre de 1980. El magnate estadounidense Armand Hammer lo adquiere por cinco millones 200 mil libras esterlinas, para rebautizarlo como Códice Hammer. En la década de los noventa, tras el fallecimiento del millonario, la fundación que lleva su nombre lo convierte en el libro más caro del mundo. El creador de Microsoft, Bill Gates, no escatima y paga por él 30 millones 800 mil dólares. Finalmente, el texto recupera su nombre: Códice Leicester.

Imagino a Leonardo da Vinci caminando, una noche, bajo el cielo despejado, vestido con su túnica corta, el pelo largo y la barba rozándole el pecho; su zibaldone (cuaderno de cuero) atado al cinto. De pronto, flexiona la cabeza hacia atrás y contempla el ruidero de las estrellas. Tiene la certeza de que, siglos más tarde, un poeta, al otro lado del mundo, escribirá: “Y si algo he amado, lo he amado a solas”.