La guía de los baldíos para viajeros precavidos

La guía de los baldíos para viajeros precavidos

Sarah Brooks

El tren en sí es una maravilla de la época, un monumento al ingenio de la humanidad y a su afán voraz por conseguir domar el planeta. Tiene veinte vagones y es tan alto como el portón de la catedral de san Andrei, con torres en cada extremo: es una fortaleza blindada hecha para cruzar el gran sendero de hierro que, por sí mismo, tiene que considerarse una de las maravillas modernas del mundo, un milagro de la ingeniería que nos permite cruzar una vez más esta distancia casi inimaginable. La empresa Transiberia alcanzó el éxito donde tantos otros habían fracasado al embarcarse en un proyecto tan arriesgado que hasta los mejores ingenieros juraron que era imposible. Logró cruzar la zona que, desde finales del último siglo, se ha vuelto en contra de sus ocupantes; enfrentarse a unos fenómenos extraños para los que no tenemos palabras para describir; construir unas vías ferroviarias que nos ayuden a cruzar esos peligrosos kilómetros.

Es posible que el viajero precavido se achante ante la mera mención de las Tierras Baldías Siberianas, ante un espacio tan extenso e inhóspito con unas historias tan distintas a lo que a nosotros nos parece decente, humano y agradable. Sin embargo, la humilde meta de este autor es llevar al viajero de la mano y acompañarlo en todo momento durante el viaje. Si en alguna ocasión parece que flaqueo, debes saber que, por naturaleza y vocación, yo también soy precavido, y que ha habido veces durante mi viaje en las que los horrores de fuera amenazaron con sobrepasarme, en las que la razón tembló frente a la sinrazón.

En otros tiempos fui un hombre religioso, lleno de certezas. Quiero que este libro sea un registro de lo que he perdido por el camino, una guía para aquellos que pretenden seguir mis pasos, y lo escribo con la esperanza de que estos puedan sobrellevar mejor los días del extraño viaje que les espera y que duerman un poco mejor durante las noches intranquilas.

De La guía de los Baldíos para viajeros precavidos, de Valentin Rostov
(Editorial Mirsky, Moscú, 1880), Introducción, página 1

Parte I, días uno y dos

Me decidí a comenzar mi viaje en Pekín, en el primer aniversario de la inauguración del trayecto. Hay más de seis mil kilómetros hasta llegar a Moscú, y Transiberia promete que el viaje durará quince días, lo cual es poquísimo, comparado con las muchas semanas que hacían falta para cruzar los continentes hasta ahora. Claro que el tren en sí lleva mucho tiempo gestándose. La empresa propuso construir las vías en la década de 1850, medio siglo después de que se registraran los cambios por primera vez y veinte años después de que construyeran las Murallas y clausuraran los Baldíos (pues para entonces ya se los denominaba así). Decidieron que iban a construir los raíles desde China y desde Rusia al mismo tiempo, con unos trenes fabricados para tal fin que permitían seguir maniobrando sin que los trabajadores se expusieran a los peligros del exterior. Hubo quienes dudaron de la gran apuesta de Transiberia y quienes criticaron la soberbia de semejante intento. Aun así, por mucho que necesitaran dos décadas y muchos cientos de personas como mano de obra, Transiberia acabó cruzando los Baldíos y conectando los continentes con un hilo de hierro. 

La guía de los Baldíos para viajeros precavidos, página 2

La mentirosa

Pekín, 1899

Hay una mujer en el andén que tiene un nombre que no es el suyo, con el vapor dándole en los ojos y el sabor a combustible en los labios. El silbido chirriante y desesperado del tren se transforma en los sollozos de una niña que hay por allí y en los gritos de los vendedores de cachivaches que anuncian sus amuletos endebles que, según ellos, ofrecen protección contra la enfermedad de los Baldíos. Se obliga a alzar la mirada, a encararse a aquel vehículo, el tren que se cierne sobre ella con sus siseos y zumbidos, a la espera, vibrando por la energía incontenible que emana. Es enorme, de una solidez implacable, tres veces más ancho que un carro a caballo. Hace que los edificios de la estación parezcan juguetes en miniatura.

Se concentra en su respiración, en vaciar la mente de cualquier otro pensamiento. Dentro y fuera, dentro y fuera. Lo ha estado practicando, día tras largo día durante seis meses, en casa, sentada junto a la ventana mientras veía a los ladronzuelos y a los mercaderes de la calle y dejaba que todo le resbalara, despejando la mente hasta que acababa cristalina como el agua. Se centra en la imagen de un río, de aguas grises y movimientos lentos. Ojalá pudiera llevarla a un lugar seguro. 

—¿Marya Petrovna? 

Tarda un segundo más de la cuenta en percatarse de que el botones le está hablando a ella, por lo que lo mira con un sobresalto. 

—¡Sí! Sí —dice, en voz demasiado alta para enmascarar la confusión que reina en ella. No está acostumbrada a las sílabas de su nombre nuevo. 

—Su compartimento ya está preparado, y su equipaje está a bordo. —Unas gotas de sudor le cubren la frente y le dejan un redondel húmedo y oscuro alrededor del cuello. 

—Muchas gracias. —Se alegra al oír que no le tiembla la voz. Marya Petrovna no le tiene miedo a nada; acaba de nacer. Solo puede ir hacia delante y seguir al botones conforme él desaparece entre el vapor, mezclado con atisbos de pintura verde y letras doradas de unas palabras en inglés, ruso y chino. “El Expreso Transiberiano. Pekín-Moscú; Moscú-Pekín”. Deben de haber pasado los últimos meses pintándolo y puliéndolo todo, porque el tren brilla de cabo a rabo. 

—Por aquí. —El botones se vuelve hacia ella, se seca el sudor de la frente y se deja una mancha oscura y grasienta. Marya es muy consciente de la ropa que lleva, la que le irrita la piel por el calor, la seda negra que absorbe el sol. La blusa le rasca el cuello, y la falda le aprieta en la cintura, pero no tiene tiempo para preocuparse por su aspecto, porque el botones estira un brazo tenso y ella va por las escaleras que le indica para subir al tren, donde otro hombre con uniforme le da la mano con una reverencia y la lleva por el pasillo alfombrado con una moqueta gruesa. Ha subido al tren y ya no hay vuelta atrás. 

Delante de ella, un hombre con barba, unas gafas doradas y una voz de esas que tienen tanto ímpetu que apartan a los demás cuando habla se asoma por la ventana y grita en inglés: 

—¿Dónde está el jefe de estación? ¡Cuidado con esas cajas! Ay, disculpe. —Se apretuja contra la ventana e intenta dedicarle una pequeña reverencia a Marya cuando ve que ella se acerca. Por su parte, ella se limita a esbozar una pequeña sonrisa y a inclinar la cabeza y lo deja con sus bravuconerías. No tiene ganas de andarse con formalidades sociales ni de recibir las miradas curiosas y evaluadoras de los hombres que ya han visto su vestimenta negra de luto y han entendido que está sola. Que la observen a sus anchas. Lo único que quiere hacer es quedarse a solas.