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Medio siglo del sueño de Mauricio

Medio siglo del sueño de Mauricio

08 de junio de 2021

Óscar de la Borbolla

“Soy portador de un saludo del pueblo búlgaro”. Nunca entendí esta frase con la que Mauricio Achar diariamente, durante años, llegaba a mi mesa de la cafetería de Gandhi a saludarme. Yo levantaba la vista con una sonrisa y, a veces, con cierto disgusto, pues a él le encantaba interrumpirme cuando me veía escribiendo más inspirado que nunca.

—Ya, ya —me decía—, sé que eres parte de las fuerzas vivas de este país; pero vengo a talonearte un café.

Y no había más remedio que ofrecerle una silla y disponerme a pasar una hora de carcajadas escuchando toda clase de anécdotas: que un moralista le había detenido un embarque de libros de los dibujos de Vargas en el Puerto de Veracruz.

—Y, ¿quién es Vargas? —le preguntaba.

—Pues el ilustrador de la revista Playboy.

—¡Cómo! —rugía yo— ¿El de las muñecas de belleza sobrenatural?

—El mismo.

—¡No es posible!

Y en ese momento, frente a él, me ponía a escribir un texto fulminante, que al día siguiente aparecería en el periódico Excélsior haciendo escarnio de la mojigatería aduanera. Otro día me contaba:

—Te digo que compré un contenedor de llaveritos, y en la junta del consejo me pusieron pinto.

—Pero, Mauricio, tu negocio son los libros, ¿en qué cabeza cabe comprar cientos de miles de llaveritos?

—Ya saldrán —me decía.

Y no sólo salieron, sino que se inauguró una de las fuentes principales de ingresos de todas las librerías de este país, pues a los llaveritos se sumaron tazas, rompecabezas, relojes de arena, títeres, pisapapeles y toda clase de objetos de ornato intelectual que ahora son infaltables detrás de las cajas registradoras de las librerías que se respetan.

Platicábamos de todo, aunque su debilidad mayor eran los chistes, principalmente los que él contaba, pues cuando a mí se me ocurría intercalar alguno que yo supiera, Mauricio se quedaba serio, como si no lo hubiera entendido, y, antes de poder explicárselo, ya me había surtido con dos o tres más. No eran chistes nuevos, pues le encantaba contar siempre los mismos, y como tenía una gracia natural para hacerlo, yo volvía a festejárselos con auténticas carcajadas, que lo animaban a seguir. Entre esos chistes había uno que me contó durante años y que era más bien una pequeña historia que le llenaba de una luz especial los ojos negros, grandes y redondos, como de moro. Me preguntaba:

—¿Sabes qué es el amor?

Y yo le respondía que no, para volver a darle pie a su relato.

—Ah —decía él, entusiasmado de poder enseñarme la más grande verdad metafísica del mundo—. Imagina —me decía— a una pareja que queda de verse en una estación de metro a cierta hora. Ella está arreglándose en el baño de la empresa en la que trabaja. Él mira el reloj en su oficina: aún hay tiempo, pero de pronto el jefe le pide que firme un montón de papeles. Ella llega a la estación y camina en el andén de un lado a otro hasta que, decepcionada, decide irse. Él llega a la estación, baja las escaleras en el momento en que el metro arranca. Ella lo ve por la ventanilla. Él le hace señas de que lo espere en la próxima estación. Ella entiende.

Y entonces Mauricio, poseso por la mismísima verdad, decía: “¡El amor es la distancia que hay entre esas dos estaciones!”, y la luz que le llenaba los ojos era el brillo de alguna lágrima furtiva.

En los tiempos de Mauricio, la Gandhi no era la librería Gandhi, sino simplemente la Gandhi. Un gran bastidor con la imagen del pacifista que liberó a la India estaba en lo alto de la escalera y, todos los días, docenas de escritores, de matemáticos, de pintores, sociólogos, filósofos, cineastas, economistas, biólogos, músicos y hasta geógrafos, de jóvenes con o sin revolución, de viejos con o sin recuerdos subían esas escaleras rumbo a la cafetería donde oficiaba Mauricio, encerrado en el mismo eterno juego de ajedrez.

Porque en esos años, larguísimos años, Gandhi, más que una librería, era un centro de investigaciones patafísicas en el que se desarrollaban toda clase de proyectos: en una mesa se planeaba una película; en otra se pergeñaba un poema; en otra se garabateaba una partitura; más allá, una revolución; en la mesa de mi Beatriz, una novela, y en la mía, montones de “Ucronías”, pues prácticamente en esos tiempos yo vivía de eso.

Gandhi era una biblioteca, un centro de reunión, un espacio cultural donde se podía, por el precio de un café o incluso sin consumir nada, pasar el día soñando, inventando, creando, produciendo ideas, dibujando bocetos… Y todos esperábamos diciembre, porque en ese mes, Mauricio —con su barba de Santa Claus— llegaba con un costal lleno de tortas de bacalao, que devorábamos como si nos las mereciéramos. Y nos las merecíamos, pues ese día todos habíamos producido algo que pasaría a la historia. Hoy veo los nombres de quienes figuran en el mundo artístico, científico o intelectual mexicano y a la mayoría los reconozco como exparroquianos de Gandhi.

Qué absolutamente abierta era la risa de Mauricio. Muchas veces lo vi actuando en las pastorelas o en las obras de teatro que ideaba Germán Dehesa. Bueno, “actuando” es mucho decir, pues a Mauricio en el escenario le ganaba la risa y, en lugar de soltar su parlamento, se justificaba saliéndose de su papel, aunque inmediatamente uno comprendía que él no actuaba un papel, sino que él mismo era el papel, la obra y el público, porque así de abierta era su risa. Una risa que nos envolvía a todos.

Mauricio fue un hombre afortunado, y no sólo porque alguna vez se mandó a hacer unas tarjetas de presentación en las que sólo figuraban su nombre y la elocuente palabra “millonario”, sino porque materializó todos sus sueños y, además, algo que muy pocos consiguen: realizar hasta sus ilusiones tardías.

Hoy, seguramente, en un universo paralelo, Mauricio Achar está sentado en el fondo de una pequeña librería de viejo, leyendo la novela que siempre amó, esa gran obra de Kazantzakis: Zorba el griego. La legión de sus amigos, porque tuvo muchísimos que lo quisimos, sabemos que, desde ahí, está celebrando la vida con nosotros. +

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