Don Blanquito Lavadoro. Raquel Castro
Hace algún tiempo encontré un número especial de una revista de divulgación científica. Lo que tenía de especial es que estaba dedicado a los gatos. Tenía un artículo muy interesante acerca de cómo nos hemos ido domesticando mutuamente los seres humanos y los gatos desde hace miles de años, y otro acerca de cómo se han ido creando las distintas razas de gato, todo a partir de que el ser humano fomenta que los gatitos que más le gustan sean los que más se reproduzcan, de modo que ciertas características se extienden mientras que otras desaparecen.
Por ejemplo, a nuestros antepasados les gustaban los felinos que no maduraban; es decir, que a pesar de ya adultos mantenían características infantiles como la curiosidad, el gusto por el juego, la ternura. Por eso los gatos actuales se portan como bebés, aunque ya tengan edad de peinar canas (bueno, de lamer canas). Eso también pasa con los perros y otros animales de compañía: preferimos que tengan siempre un carácter juvenil.
Pero otro texto de la revista hablaba de una característica que no tienen ni los perros ni otros animalitos de los que conviven con nosotros: la de haberse domesticado sólo a medias y, al parecer, por decisión unilateral. O sea que no fue que la gente empezara a dejarles comida a los gatos a ver si se acercaban a vivir en sus aldeas, sino que los gatos vieron que en las poblaciones humanas había cosas que les convenían y decidieron quedarse ahí. ¿Sabían que los gatos salvajes no maúllan? Esa característica la desarrollaron especialmente para los humanos y, según los especialistas, precisamente para que digamos “aw, qué tierno” y nos dediquemos a darles por su lado. Dicho de otro modo, son manipuladores, astutos y un poquito salvajes. Y eso, precisamente, hace que a mucha gente le caigan mal y que otras personas los quieran tanto.
Este texto que les cuento explicaba, además, cómo fue que los gatos se volvieron compañeros inseparables de los monjes medievales. A primera vista, puede parecer extraño, porque los lugares favoritos de los primeros gatos domésticos eran los graneros y los almacenes de alimentos: ahí había más posibilidades de que encontraran ratas y otras alimañas de las que se alimentaban. Pero resulta que a los monjes medievales les encantaba tener libros, que en esos tiempos eran carísimos, difíciles de reemplazar y encuadernados en piel vacuna, por lo que a los ratones les fascinaba comérselos. A los libros, no a los monjes. Y entonces los gatos empezaron a meterse en los lugares donde los monjes copiaban a mano y guardaban los libros, esto es, escritorios y bibliotecas.
Y mientras estos gatos se daban la gran vida, mantenían a raya a los ratones y les evitaban pérdidas culturales y económicas a las abadías y conventos. Así comenzó la bonita amistad entre gatos y personas de la vida religiosa. Esto explica por qué los historiadores han encontrado pergaminos medievales con huellas de patitas de gatos, muchísimas ilustraciones de gatos en los márgenes de libros antiguos y ¡hasta un poema medieval dedicado a un gato! ¿No es genial? A la fecha no se sabe quién es el autor de ese poema, porque forma parte de las anotaciones de una especie de cuaderno que probablemente perteneció a un monje que seguro no perdía sus útiles escolares, por lo que no tuvo que ponerle su nombre. Esto lo digo porque yo, de niña, todo lo perdía; y mi mamá acabó poniéndoles a todos mis cuadernos, libros, suéteres y demás útiles una etiqueta que decía: “Si me encuentras perdido, llévame con Kiquel”. Claro que la mayor parte de la gente en la escuela no sabía que en casa me decían Kiquel, pero ésa es otra historia que dejaremos para otra ocasión.
Volviendo al poema medieval, lo que sí se sabe es que fue escrito en irlandés antiguo por ahí del siglo IX e. c., y que habla de la relación entre el monje anónimo y su gatito, llamado Pangur Ban. Según los estudiosos del tema, ban es “blanco” en irlandés antiguo, y pangur significaría “batán”: una máquina que se usaba para limpiar las telas en el proceso de hilado. Así que podríamos decir que, hoy en día, Pangur Ban sería algo así como “don Blanquito Lavadoro”, que suena genial para nombre de gato. Volviendo al poema, hay varias versiones en libros infantiles, pero me temo que aún no han traducido alguna al español, lo cual es una pena. Lo que sí hay es una película animada que hasta estuvo nominada al Óscar, y ésa sí se encuentra en plataformas de video doblada o subtitulada. Se titula El secreto del libro de Kells y se las recomiendo mucho.
En todo caso, desde los tiempos de Pangur Ban hasta los nuestros, los gatos no han escaseado en el mundo editorial, particularmente en los libros dirigidos a los lectores más jóvenes. Hay de todo: desde los ejemplares de páginas gruesas, dibujos llamativos y pocas palabras, que sirven más para jugar que para leer, pero que cumplen con la importante función de familiarizar a los niños y las niñas más peques con estos amados objetos, hasta las sagas de aventuras o los manga, tan populares ahora entre las y los adolescentes. Hay libros en los que todo gira en torno a un gato y otros en los que los mininos representan un pretexto para hablar de otros temas. Están los de ficción, pero también los de ensayo y poesía; y lo mismo podemos encontrar ediciones económicas que lujosas publicaciones en pasta dura e ilustraciones a todo color.
Yo, que me confieso admiradora absoluta de los gatos desde antes de haber aprendido a leer, disfruto mucho con estos libros. Me encanta ver cómo interpreta cada autor o autora las características más sobresalientes de los felinos: su independencia, que a veces es considerada como seguridad en sí mismos y a veces como frialdad; su astucia, que en algunas obras parece simpática y en otras, abusiva; sus siestas de 18 horas, que pueden ser prueba de un carácter zen o de flojera, al gusto de quien escribe. Me gustan los libros en los que los gatos son completamente gatos y los que nos los presentan antropomorfizados, pero, sobre todo, me gustan los libros ilustrados.
Uno de mis primeros favoritos fue Ningún beso para mamá, de Tomi Ungerer. De niña, yo tenía que ir a casa de una de mis tías para poder encontrarme con este simpático libro, que cuenta la historia de un niño-gato que siente que ya es grande y que, por lo tanto, ya no quiere que su mamá le diga “bollito de miel” o le dé besos cuando lo va a dejar a la escuela. Por supuesto, eso rompe el corazón de su mamá y se vuelve un verdadero problema, porque ninguno de los dos entiende el punto de vista del otro. Publicado originalmente en inglés en 1973, es un libro irreverente y divertido, que sintiéndose actual. Para mí, lo mejor de todo son las ilustraciones, hechas en carboncillo por el mismo Ungerer, con un grado de detalle tal que estoy segura de que al mismísimo Pangur Ban le hubieran gustado. Ningún beso para mamá se consigue de tanto en tanto, cuando a la editorial Anaya le da por reimprimirlo. Hay que estar al pendiente, porque sí es una joyita.
Y ya que estamos en el tema de los libros más antiguos, no quiero dejar pasar la ocasión de mencionar a uno de los gatos más famosos de la literatura infantil: el gato con botas. Este personaje nunca ha pasado de moda, quizá por su astucia o por su excelente gusto para la moda; pero, por si eso fuera poco, las películas de Shrek lo volvieron a poner en el imaginario colectivo recientemente (y nada menos que con la voz de Antonio Banderas). Sin embargo, su historia viene de muy muy atrás. No tanto como el poema de don Blanquito Lavadoro, pero casi. La versión escrita más antigua que nos ha llegado data de 1553: es el cuento “El gato de Constantino, el afortunado”, del escritor italiano Giovanni Francesco Straparola, publicado en el segundo tomo de su colección Las noches divertidas. Esta primera versión no es específicamente para niños y no tiene ni botas ni marqués de Carabás, pero fuera de eso, y de que el gato es en realidad un hada, resulta prácticamente idéntica a las variaciones que conocemos. Para quienes tienen gato en casa, uno de los mejores momentos de la narración de Straparola será cuando el hada con forma de gato baña a su amo con la lengua para dejarlo guapito y limpio. Al menos a mí me ha tocado ser sometida a ese tratamiento más de una vez.
Parece que la historia del gato que ayuda a su humano a conseguir riquezas y esposa era, antes de Straparola, una narración oral muy conocida por toda Europa, por lo que no sorprende que haya muchas otras versiones: la italiana de Giambattista Basile (1634), la francesa de Charles Perrault (1697) y, mi favorita, la alemana de Ludwig Tieck (1797), que está escrita como obra de teatro y es divertidísima. Cualquier edición que consigan será muy linda, sin lugar a duda, pero si hubiera que escoger sólo una, yo recomendaría la del Fondo de Cultura Económica: es un libro álbum con la versión de Perrault, en traducción de Francisco Segovia e ilustraciones de Gabriel Pacheco: una verdadera belleza a muy buen precio.
Me imagino que a estas alturas ya se habrán dado cuenta mis lectores de que soy una fan declarada de los libros infantiles, de los gatos y, muy especialmente, de los libros infantiles sobre gatos. Por lo tanto, supongo que a nadie le parecerá extraño el gusto que sentí cuando me encontré por primera vez con la editorial española Lata de Sal, fundada en 2012, y que comenzó publicando exclusivamente libros álbum relacionados con gatos. Desde 2018, más o menos, tienen otras dos colecciones: Vintage, que es de libros originalmente publicados hace más de 30 años, y Afortunada, con libros de diferentes lugares y culturas, pero la colección Gatos sigue siendo la principal. El primer libro de Lata de Sal que me encontré fue La caja más grande del mundo, escrito e ilustrado por Carmen Corrales. Éste cuenta la historia de una gatita que colecciona tantas cosas que se queda sin espacio (me recordó a mí misma, ay, que a veces me da por la acumulación). Es tierno, afable, y sus ilustraciones son muy hermosas: todo lo que uno puede esperar de un libro álbum infantil que se respete.
Pero la colección abarca también otros géneros. Por ejemplo, Macavity, de T. S. Eliot, ilustrado por Arthur Robins. Éste es uno de los poemas que Eliot incluyó originalmente en Old Possum’s Book of Practical Cats, traducido al español como El libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya por Juan Bonilla y publicado por Nórdica Libros en 2021 (¡con las ilustraciones originales que le hizo el gran Edward Gorey!). El poemario original, que fue la base de la obra de teatro musical Cats (y de la película fallida con el mismo título) tiene 14 textos y se ha vuelto un libro indispensable para los entusiastas de los felinos, pero puede resultar complicado de leer para los más pequeños. En cambio, el Macavity de Lata de Sal se trata de una buena alternativa para comenzar el acercamiento. Mucho mejor que la película, me permito insistir. Pero si la quieren ver, allá ustedes: no seré yo quien los detenga.
Otro poemario publicado por Lata de Sal es Podría hacer pis aquí y otros poemas escritos por gatos, de Francesco Marciuliano, traducido por Mariola Cortés e ilustrado con fotografías de diversos artistas. No son poemas “de verdad”, como los de Eliot, pero sí un juego literario divertido (¿de qué escribiría un gato poeta?). Siguiendo con Lata de Sal, actualmente le tengo el ojo puesto a su Alicia en el país de las miauravillas, también escrito e ilustrado por Carmen Corrales, en el que la niña sueña que es una gatita, y la gatita sueña, a su vez, que es otros seres y se encuentra con personajes clásicos de la historia original de Carroll. Al revisar el sitio web de la editorial para verificar algunos datos, me acabo de encontrar con otro título que me llamó la atención: Todo es gato (Cat Person), una colección de historietas de la artista Seo Kim. Nacida en Seúl, Corea del Sur, y emigrada a Canadá desde muy pequeña, la ilustradora vive en Estados Unidos. Su estilo, a la vez inocente y extraño, me pareció extrañamente familiar. Al investigar sobre ella, me enteré de que trabajó haciendo storyboards para Hora de aventura, una serie animada buenísima. Eso lo explica todo y hace que den más ganas de conseguir su libro.
Pero Lata de Sal no es la única editorial con libros ilustrados de gatitos, por supuesto. De hecho, hay varios sellos mexicanos que han caído en la tentación. Por ejemplo, viene a mi mente un libro álbum muy hermoso y bastante inusual que apareció en La Cifra Editorial: ¿Me has visto?, con texto de Kuo Nai-Wen e ilustraciones de Zhou Jian-Xin, ambos artistas taiwaneses. Ilustrada a lápiz, sin palabras (excepto un texto muy breve en la última página), se trata de una obra bella y melancólica sobre un hombre que encuentra en la calle un gato, lo recoge y luego lo pierde. Una anécdota sencilla, pero muy conmovedora por la manera en que está ilustrado el libro. Creo que incluso podría ayudarnos a los adultos a abordar con los niños el tema de una mascota que se pierde o muere.
Hablando de gatos que se pierden, otro libro que aborda este tema, pero con un tono más juguetón y alegre, es Óscar y los gatos lunares, de Lynda Gene Raymond y Nicoletta Ceccoli, traducido por Alvar Zaid para la editorial española Thule. Éste nos cuenta la aventura de Óscar, un gato al que le gusta tanto brincar que llega a la Luna, donde se encuentra con otros felinos que han olvidado que fueron terrícolas y que tenían niños que los querían. Óscar está a punto de quedarse con ellos, pero se arriesga a volver porque en casa hay alguien que lo extraña. No es una tarea fácil, pero ¿quién ha dicho que a los gatos les gusta lo fácil?
Y ya que estamos en el departamento de “gato + Luna”, me parece un buen momento para recomendar uno de mis favoritos: Luna de gatos, del maravilloso artista gráfico José Ignacio Solórzano, mejor conocido como Jis. Luna de gatos, el primer libro específicamente para niños de su autor, es una colección de láminas en las que se conjuntan el humor, la poesía y la filosofía. A ratos enigmático y sorprendente, a ratos alocado, es de esos libros que se quedan en la mente del lector mucho tiempo después de haber terminado de leerlos. Lo encuentran en la editorial tapatía Pollo Blanco.
Probablemente los amantes de los gatos integramos una especie de cofradía. Iba a escribir que quizá somos una sociedad secreta, pero de eso nada: a la menor provocación comenzamos a hablar de lo que nos sorprende y lo que nos irrita de ellos; compartimos anécdotas, fotos y hasta recetas (no para comer gatos, sino para prepararles alguna golosina). Si alguno de los reunidos resulta, además, entusiasta de los libros, saldrá muy pronto a tema el hecho de que Jorge Luis Borges era también team gatos y les escribió un poema, lo mismo que Pablo Neruda; o que la escritora mexicana Verónica Murguía tiene gatos en su divertida novela Ladridos y conjuros. Claro, también tiene perros. Y magia. (Y la encuentran en SM ediciones). O que en Roma hay una plaza donde se reúnen tantos mininos que el italiano Gianni Rodari les escribió un cuento que se titula “Me marcho con los gatos”. En éste, don Antonio es un anciano deprimido porque se siente un estorbo para su familia, así que se va sin rumbo fijo. Al llegar al lugar donde se reúnen los gatos, él mismo se convierte en uno. Y qué sorpresa se lleva cuando se entera de que otra de las gatitas que le ofrece su amistad es una maestra jubilada que también huyó de la soledad y el abandono. Juntos asisten a una charla sobre astronomía, en la que los gatos deciden hacer una manifestación porque entre las constelaciones hay osas mayores y menores, carneros y cangrejos, pero no gatos. Pero cuando van a marchar, don Antonio se encuentra a su nietecita, y se da cuenta de que ella sí se ha percatado de su ausencia y de que está triste y preocupada por él, por lo que tiene que decidir si se queda gato para siempre o intenta volver a ser un abuelo. Pueden descubrir qué hace en el libro Cuentos escritos a máquina, publicado por Loqueleo.
Para terminar, les quiero dejar una traducción al español del poema del que les hablaba al principio. Esta versión es de la poeta argentina Mirta Rosenberg (1951 – 2019) y viene en la antología El libro de los gatos, publicada en 2008 por la editorial argentina Bajo la Luna: