Barcelona no se acaba nunca

Barcelona no se acaba nunca

Por Fernando Sanabrais

“Algún día visitaremos Barcelona”, le prometí alguna vez a una mujer. Éramos jóvenes y nos sobraban los planes, las certezas y los futuros posibles. Por supuesto que esa promesa nunca se cumplió. 

Hay ciudades que sólo se pueden visitar narrándolas. Barcelona no se recorre: se descifra. Es inagotable porque cada paso conduce a una página distinta; cada esquina guarda un eco, una frase, una sombra de alguien que la escribió antes. Barcelona no se acaba porque se reconstruye en el arte, en la mirada de quien la inventa.

A lo largo de los siglos se ha transformado como los escenarios en una novela. Fue puerto romano, capital medieval, taller modernista, refugio de exiliados, campo de batalla, vitrina burguesa y laboratorio de la melancolía contemporánea. Su historia no avanza: se reescribe. Quien la recorre ingresa en una biblioteca al aire libre donde conviven los siglos y los personajes; donde cada barrio es un capítulo y cada edificio, una metáfora.

Barcelona es una ciudad que exige relato. Su arquitectura, sus plazas y sus sombras parecen escritas por distintas manos: narrar la ciudad para que no desaparezca. 

Porque, en el fondo, toda ciudad es una obra en proceso. Cada barrio conserva su idioma y cada esquina ofrece una versión distinta del mismo sueño. Barcelona es un territorio de ficción y de memoria, un escenario donde las palabras sustituyen a los monumentos. Y al narrarla, la ciudad vuelve a inventarse.

La ciudad antigua: poetas, crónicas y mares

Antes de las novelas y los cafés literarios, antes incluso del catalán moderno, Barcelona fue un punto de partida. Los cronistas medievales Bernat Desclot y Ramon Muntaner la describieron como una ciudad abierta al viaje, base de las conquistas mediterráneas. De sus pergaminos emergen galeras, mercaderes y exilios: la ciudad se forja entre el puerto y la espada, entre la fe y el comercio.

Siglos después, el poeta Jacint Verdaguer la elevó a mito: la Barcelona fundacional como puerta hacia lo desconocido. Joan Maragall, por su parte, la retrató con una melancolía única. Advirtió que el progreso devora lo humano y que la velocidad moderna afecta el alma. Entre Verdaguer y Maragall se escribe una parte esencial de la naturaleza moral de Barcelona.

Antes de ellos, viajeros europeos como George Sand, Chopin o Hans Christian Andersen ya la habían intuido. Andersen, en su Viaje por España (1863), quedó fascinado por el puerto, donde presenció su inundación: un símbolo perfecto de esa ciudad que se desborda continuamente entre historia y deseo.

El Barrio Gótico: la piedra y la memoria

El itinerario puede comenzar entre las sombras del Barrio Gótico y el Born, en la Barcelona medieval de La catedral del mar  (2006), de Ildefonso Falcones. Santa María del Mar se alza como una catedral del pueblo, erigida con la fe y el esfuerzo de quienes cargaron sus piedras. Ellos encarnan el pulso obstinado de la ciudad: la voluntad de permanecer.

Caminar por la Plaza del Rey, la Calle Montcada, entre el eco de los gremios y los antiguos talleres, es adentrarse en la parte más vertical del tiempo. Allí sobreviven también los rastros de Cervantes, quien hizo de la ciudad un refugio cortesano y marino para su Don Quijote: “archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros”, escribe en el prólogo de Las dos doncellas (1613).

Cerca, en la Vía Laietana y la Estación de Francia, se despliega la Barcelona de posguerra que Carmen Laforet retrató en Nada (1945). Esa dualidad persiste: la mirada de Andrea, su protagonista, recorre una ciudad donde los tranvías arrastran su tristeza. En sus páginas no hay heroísmo, sino una lucidez silenciosa: la constatación de que crecer también es presenciar el derrumbe.

La ciudad de Nada es la misma que, unos años antes, George Orwell había recorrido en Homenaje a Cataluña (1938), durante los combates de mayo de 1937. En esas calles (Plaza de Cataluña, Las Ramblas, el antiguo Hotel Falcón) la literatura y la historia coincidieron por un instante en el estruendo de las barricadas.

El Raval: los márgenes y sus fantasmas

Hacia el sur, la ciudad se vuelve más áspera, más tangible. El Raval, antiguo Barrio Chino, conserva la severidad que el progreso nunca consiguió borrar. Aquí nacieron detectives, poetas y escritores que hicieron de la noche su oficio.

Francisco González Ledesma, en la serie del inspector Méndez, lo retrata como un territorio moral más que geográfico: un lugar donde la justicia parece más una rendición que una virtud. 

Jean Genet, que vivió en sus pensiones y callejones, escribió en Diario del ladrón (1949) la belleza de lo perdido: los cuerpos sin perdón, los gestos que no alcanzan.

En el mismo Raval, Manuel Vázquez Montalbán levantó su mitología urbana con el detective Pepe Carvalho: un excomunista que lee, cocina y, por supuesto, desconfía. En Los mares del sur (1979), Barcelona se convierte en una trama de desengaños donde el crimen es apenas un pretexto para hablar de la conciencia.

Y también aquí Carlos Ruiz Zafón imaginó su Cementerio de los Libros Olvidados. En las calles del Arco del Teatro o la Rambla de Santa Mónica, Daniel Sempere busca un libro maldito y, sin saberlo, busca también a la ciudad misma. Zafón convirtió el misterio en una forma de topografía: cada librería y cada portal son entradas únicas a la evocación.

Al caminar por el Raval comprendemos que nada permanece: los bares cambian de nombre y los poetas envejecen. Sin embargo, persiste esa melancolía virtuosa y esclarecedora.

Gràcia: los refugios y la ternura

Más arriba, donde las calles se ensanchan, está Gràcia, el barrio que aún conserva su esencia de pueblo independiente. Aquí la literatura se vuelve íntima, profunda.

En la Plaza del Diamante, Mercè Rodoreda situó a Colometa, su heroína más vulnerable e implacable. La guerra y la pobreza la arrasan, pero sobrevive con una dignidad que sólo concede la ternura. Rodoreda convierte el barrio en un santuario de lo cotidiano.

Cerca, en el Guinardó y el Carmelo, Juan Marsé ambientó Últimas tardes con Teresa (1966). El Pijoaparte, un ladrón que se enamora de una burguesa idealista, encarna el salto imposible entre clases: la farsa de una juventud que desea más de lo que puede alcanzar. Marsé escribió la ciudad con la mirada de quien la conoce profundamente y la juzga con una admiración exhausta.

En Gràcia también resuenan los ecos de Ana María Matute, que en Los hijos muertos (1958) observó la infancia como un territorio de exilio. La suya es una Barcelona triste y luminosa, donde los niños comprenden más de lo que los adultos prefieren negar.

Eixample y Montjuïc: el escenario del progreso

Del orden geométrico del Eixample al horizonte abierto de Montjuïc, la ciudad cambia de escala. Aquí la Barcelona literaria se vuelve histórica, monumental.

Eduardo Mendoza, en La ciudad de los prodigios (1986), escribió la novela del tránsito: la Barcelona que pasa de la miseria a la ambición entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929. Su protagonista, Onofre Bouvila, asciende de repartidor de panfletos a magnate industrial, encarnando la fiebre de una burguesía que soñó con Europa. En sus páginas, la modernidad aparece como una forma refinada del hambre.

El Eixample, con su cuadrícula precisa y sus fachadas de hierro y piedra, fue el intento de contener la ciudad. Basta mirar la Casa Batlló o La Pedrera para entender que la simetría termina por rendirse ante la imaginación. Gaudí: el más literario de los arquitectos. Su trencadís, ese mosaico de fragmentos rotos, es la metáfora perfecta de la ciudad: todo se quiebra, todo se reconstruye.

Desde el Parque Güell, entre lagartos y columnas oblicuas, el arte se confunde con el juego. En la Sagrada Familia, la fe se convierte en arquitectura infinita: un templo condenado a la continuidad, como la ciudad que lo rodea.

Más allá, Montjuïc. Sus avenidas y pabellones modernistas, sus jardines y su cementerio condensan la mezcla de ambición y nostalgia que define a Barcelona: una ciudad que se eleva y se recuerda al mismo tiempo.

Del papel a la pantalla: Coixet y Bigas Luna

El cine tomó el relevo cuando la ciudad urdió nuevas metáforas. Isabel Coixet, con su mirada íntima y literaria, filmó la fragilidad de los sentimientos y la textura del lenguaje con una delicadeza casi escrita. Películas como Elegy (2008), La librería (2017) o Un amor (2023) nacen de esa sensibilidad hacia el poder de la palabra, hacia aquello que la literatura puede revelar incluso en silencio.

Bigas Luna, en cambio, filmó la carne como si fuera arquitectura. En Jamón, jamón (1992), Huevos de oro (1993) o La teta y la luna (1994), el deseo se convierte en argumento y el cuerpo en escenario. Su cine es excesivo, sensual, cínico.

Entre ambos, Barcelona oscila entre la confesión y la farsa, entre la intimidad y el espectáculo.

Viajar, perder teorías: Enrique Vila-Matas

En París no se acaba nunca (2000), Enrique Vila-Matas invirtió el mito del joven escritor en la capital del mundo para descubrir que la verdadera ficción era su propia ciudad. Desde entonces, toda su obra dialoga con ese hallazgo: escribir es regresar a los lugares donde uno nunca ha estado del todo, vivir dentro de la ficción hasta perder sus límites: viajar, perder teorías.

En Bartleby y compañía (2000), El mal de Montano (2002) o Doctor Pasavento (2005),  la literatura se convierte en una enfermedad luminosa: personajes que se desvanecen en los libros, narradores que dudan de su existencia, escritores que enferman de literatura. 

Barcelona no se acaba nunca, porque sigue narrándose a través de quienes intentan añorar aquello que posiblemente nunca sucedió. 

Algún día visitaremos Barcelona

En Barcelona, literatura y ciudad se confunden. Uno puede comenzar en la Plaza del Diamante y terminar en el Raval, pasar de la Edad Media a la Transición. Recorrerla es leerla, invocarla.

Caminarla es entrar en un escenario donde todo sigue respirando: los mercaderes medievales, los anarquistas de Orwell, los detectives de Montalbán, los amores imposibles de Laforet, los poetas errantes de Bolaño. En sus calles uno comprende que las ciudades no son territorios, sino lecturas sucesivas.

Quizá por eso, cuando uno cree haber llegado al final del viaje, Barcelona vuelve a empezar. No se agota porque no pertenece al espacio, sino a la imaginación. Su mapa no está en los archivos ni en los planos, sino en los libros, los cuadros, las películas y las voces que la reinventan.

Algún día visitaremos Barcelona.+