Historia de una hetaira
26 de mayo de 2021
Citlali Figueroa
Nací en Mileto. Mis padres eran ciudadanos libres de la polis. Mi padre y mi hermano mayor disfrutaban de las asambleas en el ágora; les gustaba opinar y tomar decisiones, mientras que mis hermanas y yo éramos educadas por mi madre, de una manera diferente a mi hermano.
Me gustaba salir de paseo. Disfrutaba de los atardeceres en los templos; en esas caminatas platicaba de filosofía, de medicina o de astronomía con mis hermanas hetairas. Sí, soy una hetaira.
Nací y crecí en una familia de ciudadanos. Nuestra riqueza era considerable. Teníamos unos cuantos hombres y mujeres de servicio en la casa, pero mi padre no me dejaba convivir con ellos. No importó. Era más divertido correr al río que pasar largas horas con mi madre aprendiendo cómo debe comportarse una esposa, cómo debe mantener un hogar. Afortunadamente aprendí a leer y a escribir, a hacer cálculos para atender las responsabilidades del hogar. Odiaba las compras y los intercambios. “Que lo haga otra, mamá”, siempre le reclamé.
Mi lugar favorito de la casa era el patio. Mi padre tenía muchos amigos, y a veces se reunían para discutir acerca de educación, gobierno, filosofía o sobre alguna innovación en el conocimiento; mis temas favoritos. Solía esconderme entre las cortinas, gruesas y pesadas. Ahí nadie me encontraba.
Pronto mis padres consideraron que mi belleza no correspondía con un matrimonio como cualquiera. Me llevaron con Targelia. Me recibió una anciana. La expresión de su rostro era dura, aunque sus ojos eran hermosos y unas líneas los rodeaban marcando la experiencia. Su cabello largo, que alguna vez fue rojo como el atardecer, ahora sólo tenía un leve tono entre mil cabellos blancos. Su voz era melodiosa, podía escucharla cantar todo el día, pero cuando me regañaba quería desaparecer. Siempre estaba bien vestida, con las telas más finas. Llevaba el cabello rizado y los labios rojos como las rosas del jardín. Olía a lirio y por la tarde el sudor le sobrepasaba.
De ella aprendí a caminar, a bailar, a hablar con sensualidad y a hacer el amor con destreza. También aprendí a ser una oradora capaz de invadir un salón y de que mi voz sonara de tal manera que nadie pudiera olvidar mis palabras.
Descubrí el poder que una mujer tiene sobre un hombre —vaya que somos malvadas—: podemos hacer que bailen, que amen, que odien; incluso somos capaces de hacerlos pelear por un capricho. Mi esposo era un hombre poderoso no sólo en Atenas. Pero eso ya se los contaré después; ahora quiero decirles lo que pasé para llegar hasta sus brazos.
Al convertirme en mujer, Targelia decidió que era momento de explorar el amor entre los brazos de un hombre. Eligió a un joven que ya había visto. Él visitaba regularmente la escuela. Era alto y de piel clara, casi reflejaba el sol. Su cabello tenía rizos dorados y brillantes; sus dedos eran largos y fuertes; su espalda denotaba el ejercicio de lanzar el disco que cada mañana practicaba preparándose para las Olimpiadas. Tenía vellos dorados en el pecho y la barba; sólo podía imaginar qué difícil era peinarse cada día. Sus ojos tenían una expresión sincera y densa. No lograba verlo directamente; me sonrojaba y tenía que desviar la mirada. Fue el único que logró causar esa sensación en mí. Su voz era grave. Cada que lo escuchaba hablar un escalofrío recorría mi espalda. Él fue quien me enseñó a hacer el amor.
Fuimos amantes por dos años. Era una concubina consentida y cuidada. Después de caminar por la casa, nos sentábamos a contemplar el atardecer y a hablar de filosofía, astronomía o arte. Pocas veces, muy pocas, hablamos de los problemas políticos. Para nosotros, ése era un tema aburrido y poco práctico. Pero, tal vez por la juventud que compartíamos, todo terminó.
Un comerciante de Oriente llegó a Atenas. Un hombre con poco más de cuarenta años, alto y delgado. Los músculos se le marcaban incluso a través de las telas. Su piel delataba las arduas horas que pasaba bajo el sol del desierto. Tenía los ojos negros y profundos; el cabello oscuro y lacio; la piel de sus manos era demasiado áspera, aunque la sensación de sus dedos recorriendo los bordes de mi cuerpo parecía única. Me regalaba joyas frecuentemente, también vestidos y velos de telas finas. Él podía conseguir cualquier semilla, alimento, tela o metal que le solicitaran. Era muy poderoso. Nuestras pláticas versaban sobre el comercio o el pago por transportar de un lugar a otro.
Mis conocimientos se acrecentaron con la edad. La experiencia que dan los años es una recompensa de la vida, aunque envejecer se convierte en un castigo para las mujeres. Nunca tuve la idea de vivir eternamente, pero a veces anhelaba una combinación de la belleza y la juventud con la experiencia que traen los años.
Conocí a un hombre poderoso, en una reunión de las que Targelia hacía. En ellas siempre había mucho vino, mucha comida, muchos excesos, mucho sexo. Lo vi al otro lado del salón. Sus ojos tenían un color único, entre azul y gris, como el mar cuando está tranquilo. Tenía el cabello castaño y rizado, con un toque dorado. Era alto, y su cuerpo ágil delataba la rutina de nadar cada mañana. Tenía unos labios gruesos y rosados. Su voz podía encantar a toda Atenas, lo mismo que su sonrisa sincera y brillante, ¡vaya que me gustaba ese hombre! Pero lo más atractivo era su mente: su capacidad de pensar y cuestionar todo, su curiosidad y asombro ante cosas que otros considerarían banales. Con él podía hablar de música, de arte, de filosofía, de matemáticas, de geometría, de economía, de política. No había tema que él evitara, incluso aquellos que antes me hubieran parecido aburridos. La pasión con la que se expresaba era contagiosa; me invadía y sólo quería saber más.
Ser una hetaira tuvo sus ventajas. Fui una mujer independiente, poderosa, escuchada; mis opiniones tenían valor, aunque me parece absurdo que haya podido vivir esto por ser hermosa, una mujer —cualquiera que sea su apariencia— es una mujer. No importa si tiene el cabello negro o claro, si es alta o pequeña, si es hermosa dentro del canon establecido. No sólo servimos para los deberes del hogar: el marido es una persona capaz, no necesita nuestros servicios. Una pareja es un complemento no un impedimento.
Anhelo la libertad que ahora tienen muchas mujeres, y me entristece la que no pudieron vivir aquellas de mi generación.
Una hetaira representaba para los hombres a la mujer con la que podían hablar de cualquier tema. Ella tenía el conocimiento, la habilidad y los argumentos para ayudarle a reflexionar. También era una maestra en las artes de la seducción, lista para dar placer, siempre hermosa, siempre bien vestida y siempre lista para copular. Para una mujer, ser hetaira representaba la libertad que no todas lograban obtener. La opción de querer estar con alguien, de ser poderosa, independiente y escuchada por los hombres. A diferencia de una prostituta, nosotras, las hetairas, recibimos educación y conocimientos. Éramos mujeres diestras en las artes del amor. Podíamos ser concubinas del mismo hombre durante años y nuestro papel en la sociedad tomaba fuerza.
Haber vivido como hetaira en la antigua Grecia ha sido una experiencia completa. Me ayudó a crecer, a mantenerme actualizada. Nunca podría imaginarme como una esposa que sólo sirve para mantener el hogar y satisfacer las necesidades de un marido. +
Inspirada en el libro Gloria y Esplendor de Taylor Caldwell.
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