Arquitecturas sensibles, arquitecturas proceso: hacia ecologías maquínicas

Arquitecturas sensibles, arquitecturas proceso: hacia ecologías maquínicas

8 de octubre 2022

Por Aura R. Cruz Aburto

Habitualmente se dice que el pensamiento sustentable tiene su origen a finales de la década de los ochenta, con la emisión del Informe Brundtland (1987), en el que se acuñará la idea del desarrollo sostenible: la satisfacción de las generaciones actuales sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras, tomando como base la buena gestión de los recursos del planeta, los cuales, para entonces, ya habían dado claros signos de agotamiento y desmesurada explotación. Posiblemente a nosotros, que hemos crecido en un mundo altamente permeado por visiones de occidente, nos parezca un proyecto noble y sensato. Sin embargo, si nos detenemos un poco, nos toparemos con un cuestionamiento fundamental: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de desarrollo?, ¿se trata acaso de un término transparente y que evoca una idea universal y atemporal? Aquí es justo donde comienza el conflicto.

Críticas al desarrollo, críticas al proyecto moderno

Desarrollo significa sacrificar entornos, solidaridades, interpretaciones y costumbres tradicionales en el altar de la siempre cambiante asesoría de los expertos. Desarrollo promete enriquecimiento. Para la gran mayoría ha significado siempre la modernización de la pobreza.
Gustavo Esteva

Actualmente es un ejercicio obligado recordar que todo concepto proviene de un espacio y un tiempo: está históricamente (y políticamente) situado. En pocas palabras: no hay concepto inocente ni neutral. El caso del desarrollo (así como las apuestas de la arquitectura moderna, con la que encontraremos paralelismos a lo largo de este texto) no representa la excepción.

El concepto de desarrollo nació tras la Segunda Guerra Mundial, como una noción guía que daría respuesta a la devastación de Europa y a la reconfiguración política y económica del mundo capitalista. Esta idea se convirtió en el sustento del proyecto económico planteado por Estados Unidos, el ganador del conflicto bélico. El correlato de dicho proyecto era el subdesarrollo como negatividad. Fundamentalmente, consistía en un plan de modernización cuya apoteosis será llegar al desarrollo, cristalizado en un modelo de mundo con características muy específicas, que incluso contarán con métricas y materialidades determinadas: crecimiento económico, bienestar (una manera muy particular de comprenderlo), acumulación y progreso.

La clave para cuestionar esta idea se encuentra en preguntarnos con precisión qué se entiende por cada una de estas características en concreto. Si nos aproximamos a uno de sus dispositivos, la arquitectura moderna, podemos dar cuenta de ello: una arquitectura en la cual la eficiencia será central; en el mejor de los casos, antropocéntrica; en el peor, centrada en la productividad económica del sistema capitalista, para el cual el ser humano deviene una subjetividad operativa, un “recurso” de explotación entre otros.

Si bien es cierto que el proyecto de desarrollo sostenible enfrentará la explotación desmedida, su eje conceptual seguirá estando en el desarrollo, que (como he expuesto de manera muy general) representa una idea pretendidamente universal, que más bien deberíamos asumir como colonizadora. El proyecto de desarrollo ha sido una estrategia para modelar mundos, entornos y subjetividades de tal suerte que queden alineados a un designio que beneficia a algunos en específico, al menos aparentemente, ya que, al final del día, sin planeta que lo sustente, ni el capital tiene oportunidad.

¿Desarrollo sostenible?

Ante la franca quiebra del planeta Tierra, el proyecto de desarrollo ha tenido una transformación en el conocido desarrollo sostenible, que plantea el mantenimiento de los recursos ambientales de tal suerte que se evite su agotamiento. Sin embargo, el proyecto envuelve aún la idea de desarrollo que, por definición, supone una lógica englobante dictada por el sueño del progreso moderno.

No en balde las tres esferas del desarrollo sostenible son la económica, la ambiental y la social… pero ¿dónde queda la diversidad cultural? La respuesta está en la superación misma del concepto de desarrollo. Es decir, hablemos de sustentabilidad sustantiva y no como calificativo de un modelo homogeneizador. Si se incorpora la dimensión de la diversidad cultural, se asume también la pluralidad de mundos y, más que pensar en un universo, podemos pensar en eso que Arturo Escobar llama pluriverso: un mundo donde quepan muchos mundos, como bien sostiene el EZLN.

Pero cabe ahora preguntar ¿por qué la diversidad cultural resulta deseable? En primer lugar, porque supone el acceso al derecho a la autonomía de los pueblos, al ejercicio de su libertad colectiva. Pero, poniendo sobre la mesa el asunto de la factibilidad de nuestra residencia en la Tierra, porque implica el acceso a visiones del mundo no objetivadoras, que compatibilizan la producción y la protección del entorno al hacerlos parte de un mismo ciclo, proceso hoy asociado a la idea de permacultura.

Desde este panorama, ¿qué arquitectura habría que poner en acción? En principio, hay que pensar en un proceso (y no tanto en un objeto terminado y de ciclo cerrado) que nace de los diálogos con las realidades concretas, con los famosos contextos, no sólo ambientales, sino también sociales, económicos y, por supuesto, culturales. Es decir, requerimos arquitecturas sensibles: responsivas a condiciones específicas, a mundos concretos, a singularidades.

Esta arquitectura, además, demanda pensar, más que en objetos, en máquinas, en el sentido propuesto por Félix Guattari: una entidad con entradas y salidas que, en ese transcurso, transforma y que, a su vez, se conecta con otras máquinas, dando lugar a una ecología maquínica. Es decir, hay que crear arquitecturas proceso, arquitecturas vivas más que dispositivos redundantes como aquellas piezas que, en ocasiones, aún lanzan en sus portadas quienes promueven el estrellato del gremio.

¿Y para qué crear arquitecturas sensibles, arquitecturas proceso? Porque el planeta ya no sólo requiere su sostenimiento, sino su restitución: necesitamos regenerar para poder encauzar la vida de nuevo. En esta medida, los seres humanos también tenemos que asumir que formamos parte de un continuum biocultural, lo que supone que nuestras acciones, nuestros artificios se engranan y remodelan el suelo en el que se posan. Pero, ciertamente, hay formas y formas de remodelar, ¿qué no, acaso, toda persona dedicada a la arquitectura lo sabe?

La última dimensión: ecología mental

El pensador Félix Guattari, quien siguió de cerca los movimientos ecologistas franceses desde los años ochenta hasta su muerte, planteará un concepto filosófico conocido como ecosofía. Bajo la égida de esta propuesta se articulan tres dimensiones transversales, que él considera indispensables para poder pensar y dar lugar a una transformación auténticamente ecológica: la ambiental, la social y la mental. Cada una de estas ecologías supone una relación con una forma de alteridad específica: la ambiental, con lo otro no humano; la social, con los otros, mis congéneres, y, finalmente, la ecología mental supone la relación con la alteridad que pulula en el proceso que cada persona somos.

Si bien es cierto que los modelos alternativos al desarrollo sostenible ya incorporan la consideración de la diversidad cultural, no ahondan en el proceso de la producción de subjetividades y su vinculación con el resto de las ecologías. Para pensar en transformar el mundo, es necesario operar en la transformación del sí misme, asumiendo que la idea del yo como una unidad inquebrantable y definitiva no es más que una ilusión, producto también de la cuna de Occidente y su platonismo. En palabras sencillas: si queremos transformar este planeta, restituirlo, tenemos que transformar nuestras mentalidades, restituirlas.

La arquitectura, sin duda, forma parte de la producción de subjetividades, basta tan sólo echar un ojo al interesante trabajo del filósofo francés Michel Foucault alrededor del panóptico, entre otros. Así, para explorar la constitución de un movimiento ya no meramenta ecológico, sino ecosófico, habrá que pensar en artefactos arquitectónicos que no sólo limpien el agua, restituyan el suelo, purifiquen el aire, sino que también liberen las subjetividades en pos del ejercicio de mentalidades críticas a partir de la apertura de la sensibilidad. No lo olvidemos: la arquitectura se produce en los cuerpos; la arquitectura no deja de ser mundo sensible y en éste existe la posibilidad de una emancipación completa: ambiental, social y mental; una emancipación estética, ética y política.

Continúa explorando el tema
¿Qué es la ecosofía?, de Félix Guattari (Cactus, 2015).