Pérgamo

Pérgamo

Jorge F. Hernández

La librería más antigua de Madrid cumple apenas un año. Me explico: Pérgamo es un milagro que se fundó como librería y papelería en 1946 en en el número 24 de la madrileñísima calle del general Oráa. Entre el confinamiento provocado por la pandemia o peste implacable, el asedio de los libros que llegan en paquetería instantánea desde la Amazonia o la desidia u olvido de no pocos lectores que han optado por no leer, o bien, sólo leer en pantallas y pantallitas, librería Pérgamo estuvo a punto de convertirse en pizzería, a pesar del heroico empeño de las hermanas Lourdes y Ana Serrano, hijas del fundador y ejemplar librero que estuvo incluso multado en tiempos grises por exhibir en el escaparate el Diccionario filosófico de Voltaire (censurado por el llamado Régimen) y quizá también por ser un pequeño oasis libertario para generaciones enteras de alumnos del tres veces H. Colegio “Ramiro de Maeztu” (una suerte de escuela del exilio interior… tantos niños y niñas que no salieron en barcos que salvaron vidas del polvo y la pólvora en la Guerra Incivil del siglo pasado).

Hace poco más de un año, un mexicano mitad gallego alquiló Pérgamo con la promesa de que seguiría su vocación de librería, con la guinda de ser ahora la más antigua de la villa y corte, porque han lamentablemente cerrado las que eran más antiguas y, así, hoy Pérgamo es relicario de tertulia continua y vermú los sábados en voz y vocación de una ensayista y lectora voraz que se llama María Treviño; las reseñas verbales y recomendaciones infalibles del también ensayista y además cuentista Pablo Cerezo, así como la música de pensamiento andante y alma de editante de Santiago Hernández o la ancha sombra de un escritor que ha resucitado vendiendo libros precisamente por el placer de leer.

La antigua fisonomía de Pérgamo mantiene intacto un hermoso bosque de madera añeja de cerezo y roble convertido en invaluable estantería, añadiendo una iluminación que volvió más diáfana la oferta de todos los libros posibles. Se informatizó la vieja manera de llevar la contabilidad, la administración y el acervo, así como se les añadieron ruedas a las pesadas mesas centrales, elegantes altares antaño inamovibles que ahora se abren hacia los extremos del salón para así abrir un ágora en pleno Pérgamo; un espacio donde caben hasta treinta lectores sentados y no pocos de pie para presentaciones de novelas y cuentos, lecturas de poemas y aforismos y talleres en lo que antes era una escuadra infranqueable, la de los tiempos en que se atendía a la clientela como en botica: uno llegaba y pedía títulos o ediciones específicas y el librero se encargaba de surtir cada pedido según la receta. Ahora entran y salen oleajes variados de lectores de todo sabor y tipografía, oteando como en paseo los libros que cada quien toma en propia mano para pasar a pagarlos.

Mención aparte merece la trastienda que en tiempos sin colores se llamaba El Infierno, ahora convertido en el espacio ideal para los libros de crónica y ensayo, así como jardín de primeras letras para toda la infancia que fielmente no sólo acude con sus abuelos de tarde en tarde (sus abuelos, los antiguos niños que se formaron como lectores aquí mismo), sino también a lecturas de cuentos en noches de brujas y calaveras o renos y reyes navideños. Aquí donde se escondían libros que venían de estraperlo de México o Argentina y se tenían que vender envueltos en papel de estraza, florecen ahora libros de colores y silabas de sabores, ensayos de pensamiento como enredadera o todo eso que no sea novela, cuento, teatro, historia, biografía y poesía que pueblan el salón acogedor de Pérgamo, una librería entrañable que mira pasar al mundo desde un elongado escaparate como de pastelería o joyería para salivación y antojo de todos los paseantes ―paisanos o parroquianos― de Madrid, como quien camina por la página blanca de un libro abierto… leyendo a través de la ventana el inabarcable espejo de la vida.