¿Extrovertidos versus introvertidos? (La vida hacia afuera o hacia dentro)

¿Extrovertidos versus introvertidos? (La vida hacia afuera o hacia dentro)

Jaime Mesa

¿En el principio fue el verbo o el silencio creativo? ¿Alguien se la pasó viajando por el mundo, en excursiones insólitas, asistiendo a fiestas y participando en diversas conversaciones y escribió un libro a lo Ernest Hemingway? 

O, al contrario, ¿alguien se encerró un año a ver cómo se llenaba de polvo la punta de su zapato y, entonces, sin más que sus pensamientos y quizá una que otra sustancia, escribió un libro a lo William Burroughs? 

¿Vivir hacia afuera o hacia dentro? ¿La creación literaria parte de ser extrovertido o introvertido? 

El asunto no se resuelve, de entrada, revisando los libros escritos según estos procedimientos. Se dice que, entre muchos, existen dos tipos básicos de escritores: el artista y el intelectual. Los primeros tienen una abundante vida interior, sobre todo establecida en la infancia y adolescencia, y tanto la estructura de sus obras como sus narradores (no se diga las historias) provienen de ahí. Los segundos experimentan un enorme interés por el mundo: investigan, hacen fichas, resuelven dudas externas… por lo que los elementos de sus obras ocurren afuera. Entre los escritores-artistas estaría, por ejemplo, Gabriel García Márquez, con su Aracataca, sus narradores orales (que son voces de su infancia) y la memoria: lo que le decían de niño. A Gabo le contaron muchas cosas: el romance de sus padres, que inspiró El amor en los tiempos del cólera, o los mitos de su tierra, presentes en Cien años de soledad; pero también las vivió, las sintió. 

Del otro lado, está Mario Vargas Llosa, cuya mejor novela, La guerra del fin del mundo, representa la cumbre de una investigación exhaustiva sobre un hecho de 1897, en el que diez mil soldados en Brasil y un grupo de rebeldes protagonizaron la guerra de Canudos. Las obras de García Márquez resultan un gran y hermoso monólogo que, sin embargo, a cada rato parece a punto de desbalagarse (que esto no ocurra es parte de su maestría); al contrario, las de Vargas Llosa gozan de la perfección arquitectónica de uno de esos edificios infinitos de Dubái.

Para algunos escritores, el involucramiento con estas historias es vital, familiar, emocional y, para otros, ocurre de manera mental, mediante las ideas y la razón. Sin embargo, llega un momento de confluencia en el que estas dos formas confluyen en la misma: la imaginación, que todo lo modifica, alarga, sintetiza y crea. 

¿Cuáles son mejores? No podría establecerse ni tampoco importa. Se trata de posturas tan diferentes como importantes en un contexto general. Pero intriga que ambas “literaturas” partan de un vórtice en común. Según Las cartas del Boom (Alfaguara, 2023) o incluso el melodrama de Los genios (Galaxia Gutenberg, 2023), el intento de Jaime Bayly de contar el altercado entre Gabo y Vargas Llosa en el que el primero terminó con un ojo morado, nos damos cuenta de que ambos escritores eran más o menos extrovertidos en el sentido en el que un escritor puede serlo: escribían cartas; iban a fiestas; viajaban; bailaban; se enamoraban apasionadamente; convivían con sus lectores, y participaban activamente en la vida social, cultural y hasta política de América Latina. Es decir, aunque sus formas de escritura se originaban en los extremos, sus maneras de afrontar la vida coincidían hasta cierto punto. 

Entonces, entiendo algo más. Acá hay una suerte de tensión entre estas dos maneras de escribir, que son también dos maneras de vivir. De acuerdo con los diarios y las cartas que he leído, una parte importante de la sociedad prefiere la extroversión. Sobre todo en tiempos en que se privilegia lo visual, cuando a un escritor o escritora se le pide que, además de escribir libros, comente los temas de actualidad, aviente bromas, salga bien en cámara y no parezca (prejuicio horripilante que nos han dicho) “un ratón de biblioteca”: callado, introvertido, quieto.

Pero qué sucede: en principio, podríamos decir que una buena parte de los escritores y escritoras son tímidos, introvertidos; preferían, en la infancia, los silencios e imaginar a solas que salir al recreo o los concursos de oratoria. Esto tiene una explicación más bien práctica: leer, el primer ejercicio (que no la sustancia) importante para escribir, requiere quietud, alejamiento y silencio. Como señaló Juan Rulfo (uno de nuestros más grandes introvertidos) en la presentación de El llano en llamas: si uno lee, se vuelve flojo

 

…porque a todos los que les gusta leer mucho, de tanto estar sentados, les da flojera hacer cualquier otra cosa. Y tú sabes que el estarse sentado y quieto le llena a uno la cabeza de pensamientos. Y esos pensamientos viven y toman formas extrañas y se enredan de tal modo que, al cabo del tiempo, a la gente que eso le ocurre se vuelve loca. Aquí tienes un ejemplo: yo.

 

Lo contrario de esta manera de vivir y crear lo encontramos en Juan José Arreola, que también leía en silencio, pero adoraba declamar, además de que llegaba en motocicleta y vistiendo una capa a sus programas de televisión para hablar de cualquier cosa ante millones de espectadores. 

La introversión, que genera escritores en un inicio, puede hallar en los libros una forma doble de escape: crear desde el silencio para no tener que vivir, o al menos, para no enfrentarse a este mundo salvaje; o crear desde el silencio que luego se vuelve ruido para vivir más: porque otra de las grandes contradicciones que subyace en una idea básica de lo que necesita vivir un escritor para escribir, por razones casi de Hollywood, resulta en la aventura externa. 

Mi maestro, Daniel Sada, creador de una de las grandes catedrales del lenguaje, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (Tusquets, 2016), y un gran introvertido que se volvió extrovertido cuando se hizo escritor, zanjaba la predilección de las audiencias o la idea vaga de “tener que vivir mucho para poder escribir”. Él afirmaba que con lo que se escriben los buenos libros es con el demonio; por lo que resulta indistinto vivir aventuras o permanecer encerrado. Sada creía que si un autor tenía un mundo interior activo, aunque pasara cinco años enclaustrado, escribiría cosas prodigiosas. La vida también se puede imaginar. Es decir: la vida es lo que creemos que es la vida, lo que hacemos con la conciencia de que existimos: da igual si se desarrolla adentro o afuera.

En la bellísima novela Una desolación (Anagrama, 2006), Yasmina Reza presenta el monólogo de un padre que recibe noticias “alegres” de su hijo, quien ahora tiene familia, un trabajo que lo hace viajar por todo el mundo, aventuras y eventos sociales al por mayor. Es feliz. Está, como se dice, realizado. El padre confiesa que está avergonzado de esa inocencia soberbia. “El objetivo sigue siendo ser feliz”, le dice un “imbécil” al padre en una fiesta, y con paciencia y soltura le cuenta a su hijo que el mundo no está allá afuera, que no lo va a encontrar, que el mundo está dentro.

L. M. Oliveira (un introvertido) en su nuevo ensayo No puedo respirar (Taurus, 2024) escribe que, si bien ya hemos establecido que “los seres humanos somos distintos […] y nos gusta ser distintos, nuestras diferencias no requieren de un aparato moral diferente en cada caso para capturar lo que es importante en la vida de las personas; por más distintos que seamos los elementos fundamentales que dan valor a la vida humana son comunes”.

La historia de la literatura, la historia de sus escritores, no es más que un choque entre la imaginación y la realidad, entre vivir (aventuras, movimientos) y pensar (aventuras, movimientos); entre lo de afuera y lo de adentro. Pero en la química que resulta de ese choque, independientemente de las herramientas que elijamos para vivir, volvemos a un punto inicial: el libro, la lectura, y un lector introvertidamente extrovertido que se pasa horas viviendo algo que existe en la mejor de todas las verdades y realidades: la ficción literaria.+