Plagas

Plagas

6 de septiembre 2022

Por Jesús Pérez Gaona

A veces pienso que si supiéramos todo nos sentiríamos mucho más agradecidos al marcharnos de este mundo.
Stevenson, Dr. Jekyll y Mr. Hyde

Chayo está que se desmaya de los nervios. Es su deseo llegar hoy al final de todo esto. La médium que contrató hace días ya tiene una hora de retraso, y cada minuto su paciencia disminuye.
Busca resolverlo de una vez y para siempre, y la médium es la única que puede ayudarla con el problema, al menos eso le aseguró Teresita, la esmirriada mujer que atiende la ferretería. También en otro tiempo se le murió un familiar. Y como le ocurre a la pobre de Chayo, no podía dormir. Mejor dicho, no la dejaban dormir. Porque el escándalo que armaban los espíritus en la casa era insoportable.
Quién sabe cómo dio Teresita con una profesional en estas cosas. Lo cierto es que luego que se enteró de lo desvelada y espantada que andaba doña Chayo fue a importunarla para recomendarle a la espiritista. La pobre viuda merece una ayuda. Y si no logra ayudarla, de menos le dará un consuelo, que es –dice– lo que necesita la mujer.

A Chayo se le murió Raimundo, o «el Vaquero» para más señas. Estaban por cumplir 45 años de casados cuando ocurrió aquel accidente que le quitó la vida. Una noche aciaga en un mundo raro.
Justo ahora va a cumplirse un mes desde el entierro del finado, pero ni una noche de los treinta largos días ha podido dormir. Los ruidos en la estancia trasera, y en el cuarto contiguo a la estancia trasera (la cocina), se han desatado desde lo del difunto.
Trastos que caen y se rompen. Arañazos a la pared. Enigmáticas pisadas. Gente como yendo y viniendo. Son algunas de las misteriosas suertes que la perturban, alarman y asustan.
En vida Raimundo le había advertido que se dejara de tonterías. «Ves, mujer. ¡Los fantasmas no existen!», subrayaba cada tanto para convencerla, sin resultados positivos. Con la genial idea que tuvieron los Escamilla de empezar un criadero de marranos, según él, arribaron al lugar los mapaches, las ratas y las cucarachas. Responsables de los rumores nocturnos en el traspatio del predio, en opinión del viejo.

Pero la mujer no quiso entrar en razón con la explicación de Raimundo, quien además solía detallar que la faena necesaria para ingresar al loable negocio de la crianza de puercos –y a la venta de carnitas– exige el sacrificio de dos mínimas virtudes. Para empezar, uno debe sacrificar la paciencia: al adivinar el olor y los malos hábitos de los animales, hay que aprender a ser estoico. Y dos, sacrificar la pulcritud, o sea ruborizarse de la escatológica dieta que los cerdos disfrutan en compañía de roedores y cucarachas, no va con el negocio. «La tierra caliente de las ratas del desierto y el tequila», como Jack Kerouac llamó a México, lo cual el esposo de Chayo ignoraba por completo y francamente le valía madres, tanto el escritor gringo como su concepto sobre nuestro país.
Como sea, aquellas razones fueron suficientes para que el Vaquero, poco antes de morir, tuviera serias dificultades con Leonardo Escamilla, el mayor de todos los Escamilla. «Ese hijo de perra», con esa y peores imprecaciones solía referirse al primogénito, así como a los demás miembros de la familia Escamilla, algunos que ni la debían ni la temían. Pero el Vaquero era un majadero que solía lanzar toda clase de maldiciones, al grado que de tanto en tanto –ni por conocerlo de toda la vida– sus insultos sonrojaban a doña Chayo, la mujer que más lo sufrió y quiso en este mundo.

El viejo incluso acudió al Palacio Municipal para reclamar. Dio todo un mapa en espacio y tiempo de lo que ocurriría. Al principio todas esas cochinadas se hospedarían cómodamente en el lúgubre y decadente sitio al que los Escamilla llaman «hogar», pero cansados del mismo paisaje y con una hambrienta familia en aumento, no tardarían en llegar a la asimétrica estructura de argamasa de su propiedad.
—¡Tienen que hacer algo! ¡Es su obligación! –alegaba, a grito pelado, rojo de ira.
—Lo siento, Vaquero. Están en orden sus papeles –fue lo que recibió por respuesta en el Palacio Municipal.
—¡Vayan a chingar a su madre, todos y cada uno de ustedes! –se desesperaba quien hace mucho, por no tener paciencia, se fue de bracero a los Estados Unidos.

En conclusión, nadie le hizo caso. Pero Raimundo sabía lo que en verdad ocurría en casa. Por eso repetía hasta el cansancio a la sugestionada de su esposa que no tuviera miedo de ir a la cocina. Piensa, le explicaba, con tanta porquería arrastrándose por ahí no hay espacio para la contaminación anímica de una sola alma en pena.
—Además, ¿qué espíritu chocarrero quiere compartir maldades con insectos y ratones?
—Ninguno. Seguro ni uno –dijo aquella vez Juan Francisco, respaldando a su compadre.
—Eso sólo pasa en las películas, mujer –remató.
Y no había error en el razonamiento del Vaquero, pero Chayo como que no quiso entender. Por lo que al despertar le exigía que saliera de la cama para encender las luces de toda la casa, si es que deseaba almorzar. Episodios cada vez más frecuentes, para variar, que encabronaban a Raimundo.

Una tarde, semanas antes de que muriera, por desgracia para esta comedia de enredos, se tropezó con otro de los responsables de aquellos disgustos: Moisés Escamilla, borracho y envalentonado (no se le conocía otra actitud cuando tomaba). Una entrevista en donde las palabras sobraron. Tanto así que fueron más allá de lo usual, miradas oscas y saludos fríos, o reclamos entre dimes y diretes, para pasar inmediatamente a un encontronazo de puños que no siguieron otro protocolo que golpear al de enfrente. Madrazos contra patadas, empujones contra zancadillas. Puerca coreografía que como nunca antes en la historia de la danza regional manchó de lodo y sangre el destino de una persona. En mala hora ciertamente para ambos y para tales encuentros.
Encuentros y apariciones diferentes a las que Chayo desea enfrentar esta noche, y que serían un deleite para Arthur Conan Doyle (otro tipo que decía que hablaba con los muertos).

Por el frío nocturno el agua para el café ya se enfrió. «Ahora se jode», piensa Chayo. Se jode si llega la ayuda. Pero si la viuda trae el alma en un hilo es por esta posibilidad, que con el transcurso de los minutos parece más una certeza. «¿O la que se joderá seré yo?». No le gusta la soledad, mucho menos la oscuridad. Tampoco le gusta que se combinen la soledad y la oscuridad.
Piensa en ello.
Piensa en que se preocupa más cuando piensa en ello.
En la bolsa izquierda del delantal halla el papelito que hace un mes le dio el que fuera su esposo. Una nota en la que se leen varios números de forma irregular en una tarjeta blanca. El teléfono del exterminador: «Burroughs & Zeta Acosta, controlamos sus plagas domésticas». Se lo dio la víspera de aquel fatídico accidente.
Nadie vio el automóvil, y nadie sabe quién fue el conductor.

¡Vaya confabulación! ¡Funesta conjura! Aunque ya les dieron una comisioncita a los policías para que apresuren las investigaciones, no han hecho nada. El inanimado cuerpo del Vaquero, envuelto en una sábana de moscas y hormigas, quedó tendido en medio de la carretera federal. Por ahí lo tiraron. El parte judicial dice que murió por un golpe muy fuerte en el tórax, que quebró costillas y reventó pulmones, causado posiblemente por el impacto directo de un vehículo de grandes dimensiones dirigido a toda velocidad. El viejo no aguantó, ya no aguantó, ¿y quién podría aguantar eso?
Bueno, esa es la teoría oficial. Cada quien sus reservas, y sospechas.
A Chayo menos que a nadie le importa quién fue. Ya se murió. Ya se lo quitaron. Ese es su punto. Y su pena. No pudo ni despedirse de su viejo. Siente dolor por no haberse despedido de su viejo. ¡Cuánto lo quiso! Aún lo quiere mucho. Siempre lo querrá. Lo quiere y lo quiso a la derecha, y mucho. Por eso, contra la probabilidad de que se sepa el nombre del asesino, y contra la posibilidad igualmente de castigarlo, a ella le da igual. No le preocupa. En realidad son sus hijos los que andan dando lata a la Policía para que resuelvan lo del viejo.

Ellos tienen algunos nombres, presuntos, que no se inspiran sino en antiguos rencores. Nombres como los del Cártel de los Escamilla. Nombres como el del Presidente Municipal, que ya había advertido un escarmiento ejemplar a los «alborotadores de los ejidos».
Y también tienen algunas teorías, que se basan en la llamada que recibió su padre en la tienda de Juan Francisco, y por la que salió corriendo –contra su costumbre– pasadas las diez de la noche. Teorías que apuntan a los líderes gobiernistas del pueblo de enfrente que vendieron sus tierras y ahora trabajan, en sus mismas tierras, para el cacique que se las compró. Y lo peor, ganando un dinero extra intimidando a los que aún no han vendido.
Señas. Rastros. Dichos. Nombres.
Pero nada de lo que poseen es definitivo, ni ninguna de las teorías que les llega a la mente es conclusiva, porque hasta pudo ser un borracho al volante que por atolondrado –en el acto mismo de su imprudencia– eclipsó la añosa figura de Raimundo Quintero, el Rai, autoridad moral de los ejidatarios de la comunidad, mejor conocido como el Vaquero, por esa habilidad para amilanar a tiro de pistola lo mismo a fieras silvestres que a los insidiosos esfuerzos de quienes quieren quitarles sus tierras de cultivo, sus hogares, su familia (autoridades municipales o delincuentes, cuya diferencia es materia para especialistas en separar siameses).

¡Ay, dios! Tantos recuerdos. Tanto sacrificio. Tanta vida que olvidar…
Como quiera, como resulte, como haya sido, la edad de doña Chayo le impide desvelarse, o hacer mucho esfuerzo, así como así. Tal vez, por esto, el sueño finalmente venció a los nervios, y no hay más fuerza para seguir recordando. Recordar es dolerse, delirar, divagar a la mala.
Mejor se va a dormir, a intentar dormir, porque nadie va a llegar. La médium le quedó mal, pese a que para el trabajo pidió un adelanto de la mitad del total.
Cierra los ojos y reza por un momento. Al cabo, de la nada, cuando sus manos alcanzan el muro del interruptor, una taza se quiebra. Esta vajilla está por acabarse de tanto quebradero. De nuevo ese estrépito de la cerámica haciéndose añicos contra el piso. Siente algo, a alguien. Siente que algo o alguien está en la misma habitación. Cerca. Detrás. Algo. Alguien. Pero no, sólo ve sombras y alrededor reina el silencio. No hay más ruido que el eco de sus pies y las plegarias que apenas parecen murmullos entre sus labios.

—¿Vaquero? –pregunta la mujer, hecha un manojo de nervios–. ¿Viejo?
Siente que algo sube por sus pantaletas. Atemorizada, mira.
¡Una cucaracha!
No es una, ¡¡¡son dos!!!
La segunda salió debajo de la estufa y casi la alcanza. Y no la alcanzó porque Chayito echó a correr cuando –ganando a las cucarachas en la primera impresión– una rata negrísima se mostró en la repisa, entre las veladoras y el lugar donde descansa la vajilla de barro.
Una risa en el Palacio Municipal interrumpe la mudez de la noche.
—Raimundo Quintero está muerto –habla alguien, un remedo de persona con dientes de roedor.
—Tiene treinta días en el otro mundo. Uno menos –confirma otro mapache al munícipe gordinflón.
—Por lo menos no te lo desaparecieron –dijo Teresita, a modo de resignación–. Chayo, mira, lo mataron, pero no te lo desaparecieron. A mí, ni eso.
Los muertos y los desaparecidos son ya una plaga en el municipio. Y aunque todos ofrecen su ayuda, nadie ni nada ha podido aliviar a las familias, todavía no. Tampoco a Chayo.
—Mi más sentido pésame –declamó el Presidente Municipal.
—Estamos con usted –dijeron los Escamilla.
—Lo que necesite, sólo pídalo –mascullaron los del pueblo de enfrente.

Esta noche, al otro lado del pueblo, Chayo, doña Chayo, nuestra doña Chayo García de Quintero, confirmó por su parte lo que ya sabía, lo que su viejo advirtió, lo que se negó a reconocer cuando vivía su viejo. ¡Y qué manera de llegar al final de todo esto!
Luego de tranquilizarse, antes de refugiarse en el frío cobertor de su cama, dejó el papel en la mesita con el dinero justo para que al amanecer haga la llamada desde la tiendita de su compadre Juan Francisco. «Esto es una porquería, y estamos rodeados», sentenció el Vaquero alguna de aquellas veces que ruborizó a Chayito por la sarta de sandeces y procacidades que acompañó con su veredicto. Gracias a esto, pronto vendrá aquí otra clase de exterminador, para hacer otro tipo de purga.

Al viejo José Luis