La estética de los pedazos
7 de diciembre 2022
Por Itzel Mar
Son bellos los sobrevivientes. Su encanto radica en lo que saben. Caminan, se recogen el cabello, beben un vaso de agua, se miran en el espejo y atraviesan el mediodía como si los desquebrajamientos no fueran lo contrario de la belleza. Dejan de parecerse a los que han creído ser y a lo que deseaban, y tras el amasijo del dolor inventan coartadas para conformarse, es decir, para concordar con la hechura, acomodarse con su cuerpo a la forma de lo que les va quedando. “La vida no es lo que esperaba, pero tampoco lo contrario”, dice Alejandra Pizarnik, y quienes permanecen vivos, tras la vida, lo comprenden.
Abandonarse a la certeza de que, por existir, lo que existe resulta incesante o nos pertenece de manera imperecedera es una reflexión surgida de la más absoluta ignorancia; perdón, quise decir de la más prodigiosa inocencia. Sinónimos, a fin de cuentas, pero el segundo término con un sonido más cercano al decoro, a la gracia de la infancia y al eufemismo. ¿Cómo se ensayan las resurrecciones tras el cataclismo de una guerra, una enfermedad, la bancarrota, el abandono, los destierros, la ausencia, una dictadura, la traición, el fallecimiento del ser amado, un terremoto, el desamor o la crisis de la edad a cualquier edad? ¿Cómo aprende el pez a respirar fuera del agua cuando un dios desconocido, con popote en mano, de un solo sorbo le arrebata todo el mar? La naturaleza de lo humano ―de acuerdo con la teoría de la Gestalt― percibe con mayor fuerza el todo y centra menos la atención en los pedazos y los faltantes. Se apuesta a la globalidad, al intento de alcanzar una comprensión estructural nueva de los sucesos. Es posible, así, que morir no siempre sea morir, y la recurrencia del dolor no se torne permanente.
La cartografía de las cicatrices narra la vida de un cuerpo: en dónde estuvo, de dónde viene. Kintsukuroi o kintsugui es el antiguo arte japonés de reparar, con polvo de oro o plata y barniz de resinas, toda clase de cuencos, vasijas y recipientes que le dan forma al vacío, y cuyo destino es el acogimiento de un algo. Estética de la reconstrucción, donde las fisuras cuentan digna y ostentosamente la insistencia de existir a pesar de…
Narra la tradición que en algún momento del siglo xv, un shogun (comandante militar) rompió accidentalmente su cuenco de té favorito. Sin resignarse a la pérdida, lo envió a China para su reparación; sin embargo, el resultado no lo satisfizo. Así, el preciado objeto terminó en manos de un artesano japonés, quien unió los fragmentos con una mezcla de polvo de oro y resinas que hacían resaltar las grietas, conmemorando el particular derrotero del recipiente, dándole el valor de una historia que merece ser contada.
¿Cómo puede algo roto celebrar la belleza? Lo hermoso tiene la cualidad de la infinitud ―según Pablo Fernández Christlieb― que inquieta y no termina de ser definido. Se pretende que el dolor, la tristeza o las roturas sean repulsivos, pero, a pesar de la insistencia cultural en la no reconciliación de los opuestos, resulta posible encontrar un absoluto sustento estético en aquello denominado como desagradable. En la literatura, la representación por excelencia de esta “belleza de la fealdad”, citando de nuevo a Fernández Christlieb, es el imprescindible Frankenstein, de Mary Shelley, quien con grotesca dulzura actúa la fuerza que emana del sufrimiento. Lírica alucinógena de la pasión y de la soledad existencial. Aspiración cumplida de la inmortalidad, donde el horror regocija. Paseo hacia los pedazos del alma. ¿En cuál de ellos nos reconocemos?
Más que un libro, Frankenstein representa una experiencia que exige ser leída con el cuerpo que somos y no con el que tenemos. Cuerpo cuantificable, sujeto a las leyes de la repetición y del deterioro. Cuerpo emotivo. Cuerpo marginado. Cuerpo numinoso. “El gran objetivo de la vida es la sensación. Sentir que sentimos, aunque sea en el dolor”, proclama Lord Byron.
Autodidacta. Determinada. Iconoclasta. Narradora exquisita: Mary Shelley esbozó una especie de autobiografía a lo largo de toda su obra. “La invención no consiste en crear a partir de la nada, sino a partir del caos”, escribió. A Frankenstein le seguirían seis novelas más, entre las que destacan El último hombre y Falkner, así como una vasta producción ensayística que le valió a la autora inglesa alcanzar un lugar respetable en el mundo literario de entonces. No intentó huir de su parentesco con la tragedia, a pesar de haber perdido a casi todos sus seres amados. A través de la escritura remendó un destino lleno de infortunios. Su maravillosa criatura de dos metros y medio de altura, piel amarillenta repleta de toscas costuras, rostro apergaminado, labios rectos y cianóticos, y ojos casi sin color ha sido destinada a la belleza por los siglos de los siglos. Belleza que emana de la coherencia del espíritu y de la única resiliencia posible: sobrevivir a todas las muertes; sobrevivir a uno mismo.