
La casa tiene ojos. Arquitecturas del mal en la literatura de terror

Pasé la mayor parte de las vacaciones de mi infancia en una casona del Desierto de los Leones. Era el hogar de mis primos junto a los que crecí; una construcción peculiar, levantada sobre una barranca, que tenía tres pisos y unas escaleras de servicio que llevaban a todos los niveles de la casa, las cuales funcionaban como el pasadizo secreto de nuestros juegos. Muchos años después, fue vendida y demolida, pero nunca abandonó mi subconsciente. Sueño con ella de manera constante: tiene túneles misteriosos que recorro sin saber lo que me espera del otro lado. Esa casona resultó clave en la formación de mi imaginario de lo siniestro, porque estaba encantada. Las presencias que la habitaban son tema de otro texto, pero la evoco para resaltar la importancia que la arquitectura y los espacios urbanos tienen en la configuración de las narrativas de lo sobrenatural.
En su autobiografía, titulada Mientras escribo, Stephen King recuerda cuando se mudó con su madre y su hermano a Connecticut. Cerca de su casa había un terreno enorme, una pendiente boscosa que tenía un depósito de chatarra, y unas vías del tren. “Es uno de los lugares a donde siempre regresa mi imaginación, una presencia recurrente en mis novelas y cuentos, aunque le cambie el nombre”. Los lectores de It saben que se trata de los Barrens, un territorio de mosquitos tan grandes como gorriones y arenas movedizas, según la leyenda del lugar. Los cierto es que está poblado por tuberías de desagüe que vierten aguas residuales en un río, arbustos espinosos, lodo y olores fétidos. Esa geografía desemboca en un cilindro de cemento de un metro de altura: la entrada a la red del alcantarillado de la ciudad de Derry, donde habita el payaso Pennywise, quien les obsequia globos a los niños antes de pronunciar su mantra maléfico: “Aquí abajo todos flotan”.
Sin embargo, el escenario macabro más emblemático en la vasta obra de King es, sin duda, el hotel Overlook —el sitio el en que transcurre otra de sus novelas icónicas: El resplandor—, a donde llega a trabajar durante el invierno el atormentado escritor Jack Torrance, junto a su esposa Wendy y su pequeño hijo, Danny. Enclavada en las montañas de Colorado, esta ominosa construcción, que data de 1909, tiene ciento diez habitaciones; ventanas que son parecidas a ojos, pues “reflejaban la luz del sol mientras guardaban dentro su propia oscuridad”; un jardín ornamental con arbustos recortados en forma de animales, y lo más importante: un coro de fantasmas que susurran como el viento invernal a través de “pasillos que se extendían no sólo por el espacio, también por el tiempo, sombras ávidas, huéspedes inquietos que no conseguían descansar”. En medio de esa atmósfera opresiva, aislado del mundo exterior por la nieve y a merced de sus demonios personales, es donde Torrance plasma en su máquina de escribir una frase repetitiva, reflejo del derrumbamiento de su cordura: “Tanto trabajo y poco juego hacen de Jack un chico aburrido”.
Toda semilla del mal tiene su origen en otro lado. El propio King ha señalado que una de sus grades influencias fue Shirley Jackson, la escritora que a mediados de los años cincuenta saltó a la fama con la publicación de su relato “La lotería”. Para la narrativa de Jackson, los espacios arquitectónicos eran fundamentales, principalmente las casas donde sus protagonistas eran forzados a vivir un encierro, ya fuera por un experimento (La maldición de Hill House), por el rechazo de la sociedad (Siempre hemos vivido en el castillo) o por la amenaza de un inminente apocalipsis (El reloj de sol).
En sus memorias, llamadas Life among the savages, Jackson dedica buena parte del inicio a relatar la odisea de encontrar una casa cuando se muda a Vermont con su esposo y sus dos hijos. Tras descartar una serie de propiedades con desperfectos, visitan un lugar conocido como la casona Fielding, con doscientos años de antigüedad; construida en lo alto de una colina, y cuya fachada mostraba unos imponentes pilares blancos. Cuando Sam —un señor mayor que heredó la propiedad— les muestra el sitio, Shirley y su marido descubren en la cocina una taza llena de polvo y un plato con donas petrificadas. “¿Hace cuánto que nadie entra en la casa?”, pregunta la escritora. “Hace como cuatro años”, responde el viejo. A pesar de las circunstancias, la pareja decide alquilarla. El hogar tiene cuatro chimeneas, cinco áticos; uno de ellos es guarida de murciélagos. Durante un tiempo, Jannie, la hija menor, escucha una voz que le canta por las noches. “Era una buena casa vieja”, acepta Jackson con su peculiar humor macabro.
No es de extrañar, entonces, que ella fuera la responsable de actualizar el mito de las mansiones embrujadas en la mencionada La maldición de Hill House. Esta casona de aspecto victoriano, con sus torres, sus agujas góticas, sus gárgolas y, sobre todo, su mala reputación, es elegida por el doctor Montague para documentar una serie de fenómenos paranormales. Los voluntarios reclutados para dicha tarea se topan con un edificio cuya fachada parece viva, con una sensación de vigilancia que sale de las ventanas e incluso con gestos humanos, como el “toque de ironía en la ceja de una cornisa”. Pero lo más inquietante es que parece haberse formado a sí misma: “Una casa carente de afecto, no pensada para ser habitada, un lugar inadecuado para la gente, para el amor”. En suma, un lugar sin esperanza: “Los exorcismos no pueden cambiar el aspecto de una casa; Hill House seguiría igual hasta que fuera destruida”.
Para fortuna de los lectores, las capas del horror no conocen fondo. Debajo del hotel Overlook y de Hill House hay otra construcción fundacional, los cimientos de todas las casas malditas de la literatura moderna: la Usher, de Edgar Allan Poe. Cuando el protagonista sin nombre del relato llega cabalgando por invitación de su amigo Roderick a la mansión, lo primero que ve es un estanque negro y “las vacías ventanas como ojos”. Lo invade un desasosiego, pues respira una atmósfera “sin afinidad con el aire del cielo”. Antes de traspasar el umbral, el jinete describe el edificio: tiene una excesiva antigüedad, los muros decolorados e invadidos por hongos; el vestíbulo es una bóveda gótica y el interior está conformado por pasadizos en penumbra. Nada en el interior contribuye a disipar su congoja: hay oscuros tapices en las paredes, los pisos son de ébano negro, y tiene trofeos heráldicos que rechinan a su paso. Los muebles parecen incómodos, destartalados. Tiene, además, una cripta familiar que antes había funcionado como mazmorra. Roderick está convencido que sobre la casa Usher pesa una maldición que ha gobernado el destino de toda su estirpe, y que está relacionada con las piedras de la construcción, así como por los hongos que las cubren y los marchitos árboles circundantes. “Pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de ese orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque”. Antes de que la casa Usher se derrumbe, el protagonista descubre el principal espectro que ronda esa mansión condenada: el miedo, que consume la mente y el cuerpo de su amigo, convertido él mismo en un ánima incapaz de abandonar ese hogar que lo contiene como una tumba.
Lo que nos enseñan estas arquitecturas del mal es que son un reflejo de la mente trastornada. Por eso la recurrente metáfora de las ventanas como ojos: espejos turbios del alma, donde necesitamos mirarnos para entender la oscuridad de la que estamos hechos. A ese mismo linaje pertenecen el castillo del conde Drácula, en el que las pesadillas aguardan a quienes duermen donde no está permitido; el motel Bates, con su asesino travestido y su espeluznante madre momificada, y el edificio Bramford, a donde Rosemary se muda sin sospechar que ha llegado allí para cargar en su vientre con la semilla del diablo. Son, todos ellos, lugares en los que ha muerto la alegría. Como el propio Roderick Usher sentencia en un poema: “Y ahora los viajeros en aquel valle ven por las ventanas de rojo iluminadas vastas formas que se mueven fantásticamente al ritmo de una discordante melodía, mientras, cual rápido río fantasmal, a través de la puerta un odioso tropel sin cesar se abalanza y ríe… pero ya no sonríe”.
Bernardo Esquinca es escritor. Su libro más reciente es la novela La región crepuscular.