Benito Olmo: Tres notas sobre La maniobra de la tortuga

Benito Olmo: Tres notas sobre La maniobra de la tortuga

Benito Olmo:

Tres notas sobre La maniobra de la tortuga

  1. Durante 19 años fui policía. Creo que ése fue mi último trabajo honrado, porque desde hace seis años me dedico exclusivamente a la escritura. Aquel empleo me permitió nutrirme como persona y como autor; en mis novelas siempre trato mostrar la cara oculta de la sociedad: los desheredados son una impronta en mis obras y lo mismo sucede con la impunidad, con el poder que da el dinero. En España, a la cárcel sólo van los miserables y los caídos en desgracia, los que no tienen dinero para conseguir un buen abogado, para pagarse una coartada o quienes carecen de los contactos necesarios para salir libres en unas pocas horas. En cambio, los grandes criminales del país nunca van a la cárcel, como no sea para inaugurarla.

A pesar de la importancia que tiene, esa realidad no es lo único que nutre mis palabras. Un escritor no se trata de otra cosa que un lector voraz que, de alguna manera, devuelve en sus obras algo de lo que los libros le dieron. Yo soy escritor porque he sido un gran lector: tuve la suerte de crecer en una familia en la que había muchos libros, sobre todo novelas negras y policiacas. Yo me nutrí con eso y ahora, cuando me siento a escribir, resulta inevitable que brote una novela negra, aunque confieso que he escrito un poco de todo.

  1. Manuel Bianquetti —el protagonista de La maniobra de la tortuga y de otras de mis novelas— es un hombre que tiene cierto don no sólo para arreglar unas cuantas cosas, sino también para descomponer todo lo demás. El don que tiene para desajustar el mundo resulta brutal por el código que lo anima: él valora la lealtad, la dignidad y la justicia. No la justicia como una serie de leyes establecidas para poder vivir en la sociedad; Manuel cree en una justicia mucho más primitiva: se hizo algo malo, y él avanza como una locomotora que se lleva por delante a sus compañeros, a sus amigos, a los que dicen ser sus amigos, a su familia y, en ocasiones, a la propia ley. Yo siempre pienso que Manuel es el tipo de persona con la que no me iría a tomar una cerveza, pero que ante un problema me encantaría tener de mi lado. Ésa es una característica de cualquier detective de novela: ninguno puede ser un angelito ni puede ser bueno, químicamente puro: él debe tener un dark side.

Para colmo de sus desgracias, en esta ocasión lo mandé al puerto de Cádiz: una ciudad que representa una coartada perfecta para cualquier criminal. Manuel se adentrará en un puerto distinto del que se vende a los turistas: el lugar luminoso, alegre, colmado de gente muy simpática y con unas playas maravillosas no es el escenario de La maniobra de la tortuga. El Cádiz de mi novela resulta idéntico a lo que sucede cuando ves algo en un microscopio y lo acercas tanto que descubres sus costuras: Cádiz es una de las provincias con mayor desempleo de España; se trata de la puerta de entrada de la droga procedente de Marruecos, y, por supuesto, está marcado por la corrupción. Yo tenía una deuda pendiente con el Cádiz real, aunque sabía que corría un riesgo con esta novela: a nadie le gusta que se metan en su casa y muestren lo desordenada que estaba.

  1. En La maniobra de la tortuga también hay una denuncia: la existencia de víctimas de segunda que se transforman en cadáveres de segunda. Hasta en la desgracia existen categorías: la gente de primera se merece la portada de los periódicos y un despliegue sin parangón de las fuerzas policiacas; en cambio, las otras víctimas —como ocurre con los migrantes— sólo pueden aspirar a transformarse en un número sin rostro. El asesinato que abre la novela y desencadena toda la acción lo sufre una joven colombiana; ella me permite adentrarme en el mundo de los descastados, de los ciudadanos a medias y los que, inevitablemente, se han convertido en cadáveres irrelevantes. +

La maniobra de la tortuga

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Tras un desafortunado incidente, el inspector Bianquetti se ve obligado a aceptar un traslado a Cádiz, un destino presumiblemente tranquilo, en el que sus superiores creen que no podrá causar problemas, lo cual, dado su historial violento e imprevisible, es algo difícil de asegurar. El asesinato de una joven colombiana de dieciséis años lo hará salir de su letargo. Bianquetti se lanzará a la búsqueda del culpable e iniciará una investigación en solitario en la que tendrá que echar mano de todos sus recursos para dar con el asesino. A medida que pasan las páginas, la trama se volverá más oscura y absorbente, dejando al descubierto una peligrosa red de corrupción, violencia e impunidad.

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