Joseph Conrad, ventrílocuo
A cien años de la muerte (3 de agosto de 1924) de Józef Teodor Konrad Korzeniowsky, conocido como Joseph Conrad, y a pesar de tantos estudios y biografías, da la impresión de que aún existe un aura de misterio a su alrededor. Desde siempre, su genio parecía venir acompañado de la dificultad para acercársele. Incluso cuando, en la última época de su vida, su reputación fue enorme en toda Inglaterra, no era popular. Sus libros eran consumidos con pasión por unos e ignorados con frialdad por otros. Tenía y tiene lectores muy jóvenes y muy veteranos; aquéllos, verdaderos púberes con ansia de mar y aventuras, y éstos, viejos lobos de la literatura que acudían a él para ignorar un poco menos de su propia condición humana, de su alma. ¿Y por qué la dificultad? Muchos coinciden en un diagnóstico interesantísimo: la belleza de su prosa establecía una distancia con los lectores, como una diosa imponiendo admiración, pero también respeto, manifestándose como esencialmente intocable.
Polaco de origen, parecía que Conrad había establecido con la lengua inglesa un pacto diabólico: el de jamás parpadear, el de articular con el mayor de los cuidados cada oración, cada enlace de sintagmas, ganando en esplendor lo que perdía en soltura y naturalidad. Uno abre sus páginas —escribió Virginia Woolf— y siente lo que Helena de Troya debió sentir cuando se miró a sí misma en un espejo y supo que era todo menos común y corriente. Así los dones de Conrad, autodidacta, con una deuda tan grande con su idioma adoptivo —jaloneado por raíces latinas y no sajonas— que parecía prohibido para él caer en la más mínima fealdad o ceder a un tropo que no fuera musical. Cito a Woolf: “Su amante, que fue su estilo, está a veces en un reposo soñoliento, pero cuando alguien le habla, ¡qué manera magnífica de reaccionar, qué color, qué triunfo, qué majestad!”.
Ahora bien, discutiblemente, Conrad hubiera ganado en crédito y popularidad si hubiera escrito lo que tenía que escribir, sin esa incesante preocupación por las apariencias. Se ha dicho en más de una ocasión que dichas apariencias de la lengua no hacen sino impedir el acercamiento, bloquear el contacto con los lectores, distraer. Conrad es demasiado consciente de sí mismo, apuntan los críticos, y el sonido de su propia voz le resulta más atractivo que la voz de sus semejantes. ¿Qué responderle a esa crítica salvo sospechar de su sordera? Es probable que el lector sordo se pierda en el significado de las palabras si no aprende a escuchar, antes, esa música sombría, orgullosa, reservada, diciendo con toda su programada integridad que es mejor ser bueno que malo, mejor ser fiel que traicionar, mejor ser valiente que cobarde. Y no es que la prosa de Conrad sea como una cartilla moral (de hecho, él prefiere describir una tormenta en el mar antes que enseñarnos ninguna lección), sino que esa integridad es la de la cadencia, y esa belleza trabaja contra la muerte. ¿Me explico? Si la música de Wagner nos impulsa a invadir Polonia, según Woody Allen, la literatura de Conrad nos invita a defenderla.
Resulta menos complicado, además, inspirar grandes sentimientos cuando nuestro antagonista no es un ejército ni otro ser humano, con toda esa carga de subjetividad, sino la naturaleza misma. La lucha contra la naturaleza engendra héroes que suelen ser ciegamente admirados por el lector joven que hay en todos nosotros. Hasta la publicación de Nostromo, los personajes de Conrad eran sencillos y heroicos, marineros acostumbrados al silencio y a la soledad. Estaban en paz con el ser humano, pero en conflicto con la naturaleza, y ésta hacía surgir en ellos la magnanimidad, la lealtad, el honor. La naturaleza ponía a prueba a esos personajes muchas veces oscuros, pero gloriosos en su oscuridad. Dichos personajes, favoritos de Conrad, eran (escuchémoslo) “difíciles de controlar, pero fáciles de inspirar, hombres sin voz pero lo suficientemente hombres como para acallar en sus corazones la voz sentimental que lamentaba la dureza de su destino. Ese destino era único y suyo, y la capacidad para soportarlo les parecía el privilegio de los elegidos”. Esos protagonistas (que morían en el mar, “libres de la amenaza de una tumba estrecha y oscura”) pueblan sus primeros libros, Lord Jim, El negro del Narciso, Juventud, Tifón. Pero, ¿cómo admirarlos si son taciturnos, mudos, sin uno poseer una voz que cante sus loas? Conrad, que también fue marino y capitán de navío, un hombre de mar, taciturno y mudo ante la vastedad, se desdobló en Marlow para hacerse de una voz.
No estamos descubriendo el hilo negro: ahí donde Conrad resulta pura creatividad, Marlow representa el análisis. Conrad está, mentalmente y tal vez para siempre (a su pesar), mar adentro, y Marlow, en algún recoveco del Támesis, sobre cubierta, fumando, recapacitando, especulando, reconstruyendo en prosa lo que se vivió en lírica oceánica. La balanza es perfecta. Al cantor, al aeda, hay que recordarle que hay una vida de todos los días, y que en el corazón humano hay siempre atisbos de corrupción.
Marlow podía ver y entender las deformidades humanas, y las describía con lenta ironía y humor sardónico. Introspectivo, analítico, Marlow templa la voz del bardo y habla con y por él; habla de barcos, sobre todo de barcos, navegando en la tormenta, anclados; describe atardeceres y amaneceres; describe la noche, el mar en todos sus aspectos, el brillo chabacano de ciertos puertos orientales; describe a hombres y mujeres, sus hogares, sus actitudes; es un observador preciso y resuelto, educado en la absoluta lealtad a sus propios sentimientos, esos mismos sentimientos que, dice Conrad, “un escritor debe mantener al margen en sus momentos de mayor exaltación creativa”. Y, cada tanto, desde esa fidelidad absoluta a su alma, Marlow deja caer en la página palabras sombrías que nos recuerdan que somos pasajeros y que nacemos para morir.
En ningún libro se expresa mejor Conrad a través de Marlow que en El corazón de las tinieblas. Ese viaje al interior del Congo es, más que una crítica al colonialismo europeo en África, una inmersión en las aguas más indomables de la naturaleza humana. El aliento romántico de Conrad es atravesado, renglón a renglón, por el fatalismo y la crueldad que narra Marlow. No la crueldad amoral de la naturaleza, sino la del hombre lobo del hombre, personificado por el inolvidable Kurtz: “Su sola existencia era improbable, inexplicable y del todo desconcertante. Era un problema irresoluble. Era inconcebible cómo había existido y cómo había llegado tan lejos, cómo había logrado permanecer y cómo no desaparecía en ese instante”. La figura de Kurtz desconcierta porque ha tomado el lugar antagónico de la naturaleza y revela que hay tinieblas más oscuras que la noche, que el mal es obra nuestra y que el corazón humano también engendra creaturas terribles…
Vendrían otros libros después, novelas que se desarrollan tierra adentro, pero a Conrad siempre se le asociará con el mar; sus capitanes y contramaestres serán muy difíciles de superar en complejidad y sutileza. Conrad, el autor, desapareció en sus libros y permaneció él mismo como un misterio aún insondable. Tras su muerte hace cien años, Virginia Woolf escribió: “Súbitamente, sin darnos tiempo de ordenar nuestros pensamientos o preparar nuestras palabras, nuestro invitado nos ha dejado, y su desaparición sin despedida ni ceremonia es congruente con su misteriosa llegada, hace muchos años, para hospedarse en nuestro país”. Llegó y se fue en silencio, pero ese silencio se pudo mantener gracias a una absoluta locuacidad narrativa, altamente musical y a veces lírica, que la voz de su personaje Charlie Marlow supo templar a la perfección. Un gesto de suprema ventriloquía. +