Un retablo sobre la novela
8 de mayo 2023
§1. El señorío de la novela es extraño. Su poder avasalló a los otros géneros y los condenó a la marginalidad casi absoluta. Las consecuencias de su victoria son más que notorias: la poesía se esconde en los estantes más lejanos de las librerías y algo muy parecido ocurre con el teatro, el cuento o el ensayo. Por si esto no bastara, la novela despunta como la gran protagonista en las mesas de novedades, y los estantes que las contienen son los más grandes. Sólo de cuando en cuando los libros marcados por el escándalo o algunos textos de autoayuda ensombrecen su primacía en las listas de las obras mejor vendidas. Sin embargo, la venta de esos ejemplares casi siempre está determinada por el segundero de los medios masivos: las biografías no autorizadas de algún famoso o el reportaje que alumbra las cloacas apenas resultan una turbulencia para las novelas, que volverán por sus fueros en el preciso instante en que el escándalo envejezca. Debido a esto, no es una casualidad que los editores de ese tipo de libros hagan una apuesta precisa cuando los lanzan al mercado: un tiraje muy abultado y una serie de reimpresiones rápidas y cautas, pues tienen claro que su vida será muy breve en la medida en que a los lectores les encantan las novelas. Esto fue lo que ocurrió —tan sólo por mencionar un caso— con En la sombra, la autobiografía del príncipe Harry, que de inmediato escaló en la lista de los mejor vendidos y cuyas ventas cayeron con la misma velocidad. En cambio, las novelas se mantienen en esta nómina como el género preferido y, en algunas ocasiones, su vida se prolonga más allá de las semanas que dura su campaña publicitaria: los nuevos clásicos casi siempre son novelas, y la gente, aunque no las lea, presume de conocerlas al dedillo. Ninel Conde, por ejemplo, le informó a la prensa que sus libros favoritos son Cien años de soledad y el Quijote.
A golpe de vista podríamos suponer que el reinado de la novela ha sido casi eterno. Nuestros ojos se acostumbraron a las librerías modernas, donde inexorablemente ocupan un lugar privilegiado: da lo mismo si están marcadas por el olvido y la fugacidad —como sucedió con la saga de Crepúsculo— o si se transforman en libros que merecen la maravilla de la reedición —como ocurre con Cien años de soledad o con Las batallas en el desierto, sólo por mencionar un par de casos―. Sin embargo, debemos asumir que esta impresión es completamente falsa: la mayor parte de la historia de la literatura transcurrió sin su presencia y su reinado apenas tiene unos cuantos siglos. Durante milenios, la poesía fue la reina indiscutible, sin que importara gran cosa si se declamaba o si ya se había transformado en escritura. Y algo parecido sucedió con el teatro: la literatura que estaba pensada para los oídos y se mostraba como un acto comunitario en los escenarios, las plazas o en algunos hogares.
§2. Establecer la fecha precisa en que se inició el reinado de la novela me parece imposible. Nadie, hasta donde tengo noticia, se ha atrevido a firmar su acta de nacimiento. Tal vez ―sólo tal vez―, ella comenzó a mostrar su poderío gracias a la irrupción de las novelas de caballerías, que pronto se transformaron en un género editorial que dio a la imprenta las secuelas y las precuelas de los esforzados caballeros que tenían la capacidad de convertir a sus lectores en aventureros de sillón ―en este caso, quizá lo mejor sería escribir “aventureros de sillas de caderas”―.
Aunque esta idea parece sensata, también podríamos asumir que su primacía se inició con la novela que les puso fin a estas aventuras y que, según los entendidos, se transformó en la primera obra moderna de este tipo: el Quijote de Cervantes. Hipótesis no faltan, pero todas están condenadas a la parcialidad o al fracaso. A pesar de esto, me atrevo a pensar que la novela sólo pudo convertirse en la ama y señora de la literatura gracias a la confluencia de una serie de hechos extraliterarios: el desarrollo de la alfabetización y el nacimiento de un nuevo tipo de lectores; el surgimiento del individuo y la valoración de los sentimientos; la preeminencia de una nueva manera de comprender la arquitectura y el dominio de la noche. Evidentemente, estos hechos no lo explican todo —la parcialidad es una amenaza que siempre se cumple—, pero creo que nos permiten alumbrar algunas de las causas del señorío del género literario que marca a los lectores desde hace unos cuantos siglos.
§3. Tengo la impresión de que el reinado de la novela se consolidó gracias al nacimiento de un nuevo tipo de lectores: aquellos que abandonaron la escucha para apostarlo todo a la vista. Sin el surgimiento de la lectura silente, la novela no habría podido derrotar a los otros géneros. La razón de esto resulta casi obvia: la nueva manera de leer exigía a sus devotos un encuentro solitario que les permitiera experimentar aquello que no podían vivir ni expresar en público.
Evidentemente, estamos ante un proceso que no ocurrió de un día para otro, pero tuvo la fuerza necesaria para trastocar por completo la escritura: los autores dejaron de crear para los oídos y comenzaron a hacerlo para la vista, para el encuentro íntimo con sus lectores. Efectivamente, las palabras dejaron de pensarse para sonar y mutaron en los fantasmas que recorren la mente, un fenómeno que Lope de Vega explica en algunos de los versos de El guante de doña Blanca:
… que entre leer y escuchar
hay notable diferencia,
que aunque [hay] voces en ambas,
una es viva y otra muerta.
A pesar de la obvia diferencia que existe entre las palabras vivas y muertas, no es descabellado asumir que la lectura silente comenzó a mostrarse con fuerza desde el siglo xvi y se consolidó en el siglo xix. Los ejemplos de esta nueva manera de adentrarse en las páginas son legión y, por supuesto, van más allá de la novela en la medida que la lectura se convirtió en individual. En la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo nos muestra cómo esta transformación en el siglo xvi ya resultaba notoria: “Mi historia, si se imprime, cuando la vean y oigan, le darán por verdadera”. Obviamente, Bernal no es el único que revela este cambio en la escritura; Cervantes hace una apuesta muy parecida en el Quijote, y esta novedad también marca algunos de los versos en los que sor Juana se encuentra en la intimidad con su lector:
Óyeme con los ojos,
ya que están tan distantes los oídos,
y de ausentes enojos
en ecos de mi pluma mis gemidos;
y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sordo, pues me quejo muda.
El nacimiento de la lectura silenciosa no ocurrió por generación espontánea; en su parto intervinieron factores con distintos pesos: las tipografías que usaban las imprentas comenzaron a crearse para ser leídas en silencio y dejaron de parecerse a las que se trazaban en los manuscritos; el diseño de las páginas se transformó para dejar atrás la voz; el número de personas alfabetizadas aumentó lo suficiente para que la demanda de impresos tuviera un consumo más allá de las lecturas comunitarias, y, además, se asistió a un hecho que trastocó la historia de Occidente: el surgimiento de la idea de individuo, un ser capaz de tener un mundo propio y adentrarse en la vida de los protagonistas de las novelas y los folletines que lo educaban sentimentalmente para mostrarle los caminos de la felicidad y la desdicha. La duda es imposible: el nuevo lector tenía la facultad de odiar a los villanos, de idolatrar a las heroínas más sufridoras o de morirse de ganas por ayudar a los héroes. Tan fuerte resultó este impacto que se construyó la certeza de que los sentimientos eran importantes y valiosos, algo que nos parece obvio, aunque quizá no lo sea tanto. Alguien podría decirme que esto también ocurría en los teatros de la Antigüedad clásica o en las lecturas públicas del siglo XIX; sin embargo, en el caso de la novela, existe un hecho que determina la distancia: el lector silencioso que vive la obra de manera solitaria.
El impacto que tuvo la alfabetización en la creación de los nuevos lectores resulta obvio. En Europa —según lo señala Marie-Claire Hoock-Demarle— durante los años que van de 1780 a 1880 se instauró plenamente la educación primaria y secundaria ―incluso para las mujeres―, y la tasa de alfabetización se incrementó notablemente. En Alemania comenzó a crecer a partir de 1750 hasta llegar a 86.5 por ciento de la población en las primeras décadas del siglo XIX. En el caso de México —al decir de José Ortiz Monasterio—, la alfabetización también experimentó mejoras, aunque no tan grandes como las de Alemania y el resto de Europa: en 1895, la población alfabetizada equivalía a 17.9 por ciento del total, mientras que en 1900 aumentó a 22.3 por ciento, y en 1910 a 27.7 por ciento. Como resultado de estos hechos, la producción libresca cambió con gran velocidad y las prensas comenzaron a producir las páginas que los nuevos lectores demandaban. Los catálogos que publicaba la Feria de Leipzig revelan este hecho: en 1770, las obras religiosas ocupaban una cuarta parte del listado, mientras que los libros de la llamada “bella literatura” pasaron de 16.5 por ciento a 21.5 por ciento en 1800. Las obras dedicadas a la fe tenían un nuevo rival que terminó por desplazarlas.
§4. La modernidad, que corre al parejo de la historia de la novela, también implicó una nueva concepción de lo humano: el individualismo que nació junto con las ideas liberales. El impacto de esta nueva mirada no es despreciable: desde finales del siglo XVIII y durante el siglo XIX ya parecía claro que los seres humanos tenían la libertad para buscar su felicidad de manera individual, y que este derecho no podía ser coartado por la tiranía de la mayoría o por un gobierno despótico. Por esta razón, el único límite para la búsqueda de la felicidad estaba en las acciones que perjudicaban la felicidad de los otros. Esta creencia tiene una implicación fundamental para el señorío de la novela: para encontrar la felicidad, los seres humanos cuentan con la educación sentimental que corre por cuenta de las obras que exploran las pasiones y los sentimientos, al tiempo que permiten explorar la vida de otras personas para comprender la suya o vivir las aventuras que están más allá de su alcance. En este sentido, la publicación de Madame Bovary o de Anna Karenina puede verse como parte de la marea que exploraba la intimidad y ofrecía la posibilidad de experimentar lo que jamás se viviría o aquello que estaba prohibido vivir.
Gracias a las novelas que se leían en la intimidad, las viejas escuelas sentimentales se enfrentaron a una competencia que casi las derrotó por completo. El teatro, la ópera y la lectura comunitaria de poesía perdieron su importancia y la cedieron a la nueva literatura que permitía a sus devotos experimentar en privado lo que antes era un asunto público. Sin embargo, el liberalismo y el individualismo contenían una contradicción que parecía irresoluble: los fieles seguidores de las nuevas ideas asumían que las mujeres debían mantenerse como ángeles del hogar y acceder a la educación que las transformaría en las madres de los ciudadanos del futuro. Es decir, ellas debían leer y, al mismo tiempo, dejar de leer. Algo parecido sucedió con los niños y los jóvenes, que fueron condenados a las lecturas adecuadas y útiles. Por esta causa, la lectura de novelas fue perseguida, aunque jamás logró la condena absoluta: el espacio se había transformado y las recámaras devinieron en un refugio casi secreto.
§5. Entrar a la recámara de otro es atrevido: ahí, a diferencia de lo que ocurre en otros espacios de la casa, no está lo que se quiere mostrar, sino aquello que se desea o se necesita ocultar. Las razones que explican la claustrofilia y el secreto son sencillas de comprender: ahí se desarrollan la verdadera intimidad, así como el aislamiento que desafía al tabú y al temor del pecado; ése —cuando menos en un principio— es el lugar donde la persona puede ser como realmente es o como anhela ser. Ahí no están las miradas que obligan a dejar de ser uno mismo, a comportarse como se espera. Ahí sólo está la intimidad perfecta, el espacio donde resulta posible conquistar la libertad y crear un mundo.
La idea de la recámara —tal y como hoy la comprendemos en Occidente— es un asunto casi novedoso: durante la larguísima Edad Media, los nobles jamás pensaron en ella como un lugar privado, íntimo. En aquellos tiempos, sólo existían los espacios comunes y multifuncionales, que mutaban a lo largo del día: se convertían en el taller, el lugar de los negocios, el sitio de la convivencia ineludible, el ámbito donde, a pesar de la oscuridad de la noche, el secreto era imposible. Por si esto no bastara, la idea de lo “confortable” brillaba por su ausencia. No sería sino hasta el siglo XVII cuando comenzó a revelarse junto con las nociones del individuo y lo íntimo. Quizá por esta razón no debe sorprendernos que la invención de la recámara represente una creación tan inglesa como el liberalismo radical, tal como Balzac lo señaló al afirmar que los británicos “veían a la alcoba como un sanctasanctórum. Jamás era admitido un extraño en ella. Los propios miembros de la familia sólo entraban allí en casos de emergencia”.
El ocultamiento de la recámara también afectó su coloratura: la viveza de los colores públicos —como el rojo encendido— se fue perdiendo conforme avanzaba la privacidad. Las recámaras de las jóvenes inmaculadas comenzaron a pintarse de azul cielo para recordar a la virgen; el verde claro se hizo presente en los aposentos maritales o en los de aquellos que buscaban la paz y el sosiego, mientras que el crema —a pesar de su falta de personalidad— se convirtió en un color bien recibido: se tenía la certeza de que un buen sueño sólo podría lograrse en un ambiente iluminado con tonos suaves y opacos.
Cuando la presencia de la recámara se generalizó, la lectura de novelas encontró su paraíso: ahí, en la soledad lejana de las miradas, los lectores podían adentrarse en sus páginas para vivir las pasiones que les estaban negadas o descubrir los mundos que se encontraban más allá de la monotonía de sus vidas. Incluso, cuando el mobiliario de estos espacios se especializó, surgieron nuevas posibilidades para estar cerca de los libros. En la mesa de noche o en el buró estaban los ejemplares que no debían ser vistos por los otros: las novelas a la francesa que mostraban las pasiones; los libros escritos por los libertinos, que se leían con la mano izquierda; las aventuras que desafiaban la grisura cotidiana, y las páginas que se mostraban como el espejo de los deseos inconfesables.
El nacimiento de la recámara como el espacio de la literatura íntima y solitaria también está unido a la conquista de la noche: la historia de la modernidad y la novela avanzan por el mismo camino de los sistemas de iluminación. La derrota de las velas —da lo mismo si eran de cera o de sebo—, la aparición de los quinqués, la irrupción de las lámparas de gas y del poder de la electricidad permitieron que la oscuridad fuera vencida y la lectura de novelas se transformara en una actividad nocturna, equiparable a los actos amorosos y perversos que nadie, absolutamente nadie, debería mirar. +