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Cine en el cubículo

Cine en el cubículo

Por Gilberto Díaz

8 de agosto 2022

El cine siempre ha buscado la manera de reflejar fielmente las historias que suceden en distintos ámbitos de la sociedad. Esa curiosidad ha motivado verdaderos estudios antropológicos, traducidos en relatos que condensan temas y problemáticas que percibimos en un aparente silencio, hasta que una cámara los expone con la fidelidad de una fábula, que quedará como evidencia del momento que hemos vivido.

La relación con el trabajo ha transitado por diferentes perspectivas a lo largo de la historia del cine. Por supuesto, está la del realismo soviético, que exalta al obrero y la lucha proletaria por decreto, pero también las válidas críticas al sistema capitalista desde la Escuela de Cine de Polonia, que se ven reflejadas en cintas como La tierra prometida, de Andrzej Wajda, con sus ecos a los relatos de Dickens y a la sensibilidad social de Émile Zola.

Pero, generalmente, a causa de la barrera ideológica y divisiva de la Guerra Fría, abordar esta temática desde los círculos cinematográficos occidentales terminaba convirtiéndose en un reto kafkiano, donde el lugar de trabajo sólo se convertía en el escenario de historias enfocadas en relaciones románticas e infidelidades, casi siempre en tono de comedia.

El mejor ejemplo de esto es, sin duda, The Apartment, de Billy Wilder, cuya agudeza como guionista retrata uno de los fenómenos todavía comunes (para nuestra desgracia) de la vida laboral en una oficina y en las relaciones entre jefe y empleados. Bud Baxter, un talento en ascenso de su trabajo corporativo, se las ingenia para “prestar” su departamento de soltero a esos jefes que desean pasar un momento en privado con aquella empleada que están intentando seducir (muy a la Mad Men la cosa; finalmente, la cinta es de 1960). El protagonista deberá resolver un dilema entre su crecimiento profesional o la mujer que le ha enamorado.

La contraparte de esta dinámica la podemos encontrar fácilmente veinte años después, encabezada por Dolly Parton, Lily Tomlin y Jane Fonda, como tres secretarias que buscan la manera de acabar con los abusos de su despótico jefe en 9 to 5, una comedia que influenciaría (para nuestra desgracia) su versión tropicalizada en la ya lejana serie de televisión mexicana Mi secretaria, con todo y Pompín Iglesias incluido.

Pero limitar las cintas a conflictos amorosos, conducta moral y comedia simplona sólo refleja una pequeña parte de nuestra relación con el trabajo, donde, si bien nos va, construimos relaciones a conveniencia de los objetivos de nuestro empleador, y nos mimetizamos con la histeria de creer lo mejor y más conveniente para el omnipresente jefe. Éste es el caso de la multinominada Network, de Sidney Lumet, en la que el creciente poderío de la televisión de los setenta se ve reflejado en un drama absurdista: los ejecutivos han olvidado el propósito de su profesión hasta caer en la demencia y banalidad del rating; grupos de guerrilla urbana firman contratos de exclusividad, y presentadores de noticias al borde de la enajenación se convierten en cuasilíderes de culto, una verdadera sátira que en muchos aspectos manifiesta el naciente poder del marketing como una herramienta de poder y dependencia.

El final del milenio significó un momento importante en la construcción de un cine mucho más abierto a mostrar la realidad del mundo corporativo, el aspiracionismo y las secuelas de esa promesa de la buena vida a través del consumo. En los ochenta, se nos pintaban las glorias de la ambición desmedida: el dinero por el dinero mismo. Wall Street, de Oliver Stone, nos decía que estaba bien vivir para trabajar y trabajar para vivir, incluso si esto involucraba sacar beneficio a costillas de los compañeros de trabajo, algo que Martin Scorsese también reflejó con fidelidad y gracia en su eficaz The Wolf of Wall Street, de 2013. Working Girl, por su parte, condonaba sutilmente la inexperiencia profesional, anteponiendo el encanto y el robo de identidad como un valor de crecimiento profesional en contra de toda ética y en favor de todo egoísmo (cuánto daño has hecho, Ayn Rand).

Pero, como en todo, siempre hay otra cara de la moneda, y con el auge de la cultura alternativa también venía un traje a la medida para cuestionar todo lo cuestionable de la cultura yuppie, heredada de la década anterior, sobre todo en el último año del siglo XX: el año de las películas de oficina.

Cine de cubículo de oficina

1999 fue un año determinante para el resurgimiento de un cine mucho más autoral en Hollywood. Tras el boom de los directores y productoras independientes en el transcurso de la década, el séptimo arte dejó claro que las historias simples podían abordar, dentro de su absurdo, cuestiones tan existenciales como el sentido de pertenencia y de valoración social, representados a través de un sencillo cubículo de oficina. De hecho, en ese año, una serie de películas casi inventan un subgénero más, con historias que de manera directa e indirecta establecen la problemática principal en los oficinistas y la vida corporativa, pero principalmente en los cuestionamientos que desató la crisis de la masculinidad.

Mike Judge (creador, entre otras producciones, de la oligofrénica Beavis and Butthead) estrenó Office Space, una cinta que relata a manera de farsa la vida de un grupo de oficinistas que lidian con la ansiedad laboral de un piso de contabilidad cualquiera, bajo la demanda de un mejor espacio de trabajo. Esta comedia, muy al estilo de Judge, se burla de la forma en que los estadounidenses pueden llegar al absurdo mediante sus propias reglas de convivencia, transformando la propia oficina en un microcosmos de histeria.

Por otra parte, pocos recuerdan que Neo, antes de ser Neo, fue Thomas Anderson, un ejecutivo de sistemas siempre agredido y menospreciado por sus jefes, por lo que se entiende que ya desde entonces complementaba su vida actuando “fuera del sistema” como un hacker. En esa línea argumental, podría decirse que The Matrix es literalmente una fantasía de escape de la vida monótona y fría en favor de algo más emocionante que ir todos los días a ver el mismo monitor de computadora.

Esta necesidad alcanza niveles sociopáticos cuando vemos una cinta como Fight Club, en la que otro oficinista promedio comienza a buscar la forma de llenar el vacío existencial de una vida de consumismo y carente de contacto humano o cualquier manifestación emocional, que lo conduce a una disociación de personalidad en busca de explotar (o quemarlo todo).

American Beauty expone la crisis de la mediana edad de un padre de familia suburbano que ha perdido la chispa de su juventud y ha visto sus planes diluidos en la monotonía gris de un cubículo. El protagonista descubre que ha dejado de darle sentido a una vida adulta, que tanto se idealiza, pero que además de insatisfactoria termina siendo represiva para sí mismo y los seres que le rodean. American Beauty, así como las cintas de 1999 comentadas, guardan un hilo en común, una crisis y una búsqueda de significado que los tiempos que corren no siempre permiten profundizar: ¿qué es la masculinidad? 

Estas películas nos hablan, precisamente, de la enajenación, la necesidad de contacto, de entender los afectos en un lenguaje que muchos de camisa y corbata parecieran haber olvidado en la rutinaria y opaca realidad de proveer al hogar. Pero, más allá de este discurso, estas cintas nos enseñan que el debate siempre ha estado ahí, a la vista de todos: que trabajar no es necesariamente vivir, y que vivir no depende de lo mucho o poco que ganes en el trabajo; que la vida no se contiene en un muro de plafón plastificado, bajo la insoportable espera de la hora de salida.+