La poesía y el invento de una nación
26 de noviembre de 2021
I
A estas alturas del partido, no tiene ningún caso ocultar lo que pasó. En aquella ocasión, los mandarriazos estuvieron de a peso, y algunos hasta dicen que la cosa estuvo más ruda que el día en que, en la Academia de Letrán, Ignacio Ramírez le informó a la amable concurrencia que Dios no existía. La causa del nuevo encontronazo era mayúscula, y los contendientes, más que buenos para los riatazos: Ignacio Manuel Altamirano, el coronel que sí tenía quien le escribiera, y don Francisco Pimentel llegaron al Liceo Hidalgo con las lenguas afiladas. La mera verdad es que ignoro si traían escritos sus discursos, pero los acontecimientos posteriores me hacen pensar que se aventaron al ruedo sin papeles.
Ahí, delante de sus cuates y sus no tan amigos, se batirían a muerte. ¿Para qué lo negamos? Las cosas ya estaban calientes desde antes. Ignacio Ramírez había puesto las cartas sobre la mesa en julio de 1851, cuando le hizo una pregunta fatal a los poetas mexicanos: “¿Qué cantos ha de entonar el que canta entre ruinas?”. La razón de la disputa que estaba a punto de comenzar la dejó clara José López Portillo y Rojas en las primeras páginas de La parcela: ellos discutirían “si México debía tener o no una literatura especial”. El mexicanismo y el hispanismo estaban a nada de darse el que parecía el agarrón definitivo.
Para nuestra desgracia, las palabras de Altamirano y Pimentel no conocieron la caricia de la imprenta y sólo podemos conocerlas de oídas. De esta polémica apenas nos quedan algunos recuerdos y lo poco que escribió don Francisco en su Historia crítica de la poesía en México. Para el defensor del castellano era absolutamente inaceptable la existencia de una literatura escrita en mexicano; ésta sería “una jerga de gitanos, un dialecto bárbaro, formado por toda clase de incorrecciones, de locuciones viciosas, cosa que no puede admitir el buen sentido, llamado en literatura buen gusto”. Obviamente, para él serían inaceptables los versos de la Musa callejera, en los que Guillermo Prieto contaba lo que le ocurrió a una guisandera cuando llegó a un juzgado para presentar su querella:
Pasa, que soy una probe,
y aunque probe, muy honrada,
y que yo tengo una fonda,
no bodegón de fritangas.
Y veasté, de allí palpable,
el siñor… con esa cara
de mamelón, sin decirme
tan siquiera una palabra,
se ha robado esta cazuela
que casi toda se redamaba
de mole poblano fino
que hasta el barrio alborotaba.
Para don Francisco, el problema era claro y no había vuelta de hoja: el siñor, los probe, los veasté, el mamelón y el redamaba nomás afeaban los versos y le soltaban la rienda a las germanías que se orinaban en el mármol de las musas.
Ignoro si, mientras hablaba el purista, Ignacio Manuel estaba como una esfinge o ponía los ojos en blanco con tal de acentuar lo que oía. Para él, la discusión tenía otro sentido: si México existía, a pesar de las innumerables derrotas, debía tener una literatura que le fuera propia y que no sólo lo mostrara como era, sino también como debía ser. Efectivamente, Altamirano —nos dice José Joaquín Blanco— “trasladó a la literatura sus exigencias de militar y legislador; quería ante todo forjar una nación, con reglas precisas y esperanzas desorbitadas […], esto es, con todo lo que no era México”. Así pues, aunque en la Historia crítica… no se muestran a cabalidad los argumentos del coronel, sí se recuerda lo que alguna vez dijo en ese lugar: “Así como en México había habido un Hidalgo, el cual en lo político nos hizo independientes de España, debía haber otro Hidalgo respecto del lenguaje”. Por lo tanto, la literatura y la poesía mexicanas estaban obligadas a tomar su propio rumbo.
II
Reclamar la existencia de una poesía escrita en mexicano y que apuntalara a la patria no era una casualidad ni una necedad. El país debía inventarse, y el reto planteado por Ignacio Ramírez era indiscutible: tras la invasión de los gringos y una larguísima serie de tragedias políticas y matanzas sólo quedaban ruinas y derrotas.
Ante tamañas desgracias, Guillermo Prieto —el poeta más popular del siglo XIX— urdió una respuesta que marcaría el futuro del nacionalismo y una buena parte de la literatura: las derrotas de los mexicanos siempre fueron gloriosas, pues estaban marcadas por un heroísmo suicida, justo como se lee en “La madre del recluta”, que recordaba lo ocurrido durante la guerra contra los gringos:
Yo no pregunto si vive,
que sé que Miguel es muerto:
vengo a saber si ha luchado
como hombre, si estáis contento,
para darle sepultura
y llorar sobre sus restos;
si no… quédese en el campo,
de cobardes para ejemplo,
que los cobardes merecen
que los devoren los perros.
En estos versos están las marcas de las derrotas heroicas, y ya nomás hacía falta incluir el mexicano con todas las de la ley, algo que don Guillemo no se tardaría en lograr. El legado de su poesía es indiscutible: ella es una de las creadoras definitivas de la religión de la patria y, aunque esta mujer estuviera desvencijada, aún podría levantarse:
Extiende dolorida
sus brazos sin consuelo,
gimiendo pide al cielo
que alivie su dolor.
Espanto de sí misma,
sin esperanza llora;
la luz de cada aurora
renueva su baldón.
Herida, palpitante,
los ojos siempre fijos,
en esta de sus hijos
contienda desigual.
Su aliento es la congoja,
su luz es la agonía,
tu alivio, ¡oh patria mía!,
¡llorar!, ¡llorar!, ¡llorar!
La literatura de Prieto no sólo lo mostraba como el Hidalgo del lenguaje, pues también había logrado mostrar lo que parecía imposible: México era el paraíso mancillado y el Edén por construirse, el lugar donde el pueblo estaba dispuesto a rifársela con ansias machistas y suicidas, donde las derrotas ratificaban el heroísmo y donde, en algún momento, la patria perdería su luz de agonía y su “aliento de congoja”.
III
Guillermo Prieto —junto con otros autores marcados con los mismos hierros— inventaron al país y nos inventaron a nosotros: su apuesta a favor de la estética de la barrida y la religión de la patria se transformó en un mundo perfecto, en un lugar que no existe pero que todos conocemos. El hablar cantadito y los personajes de la vecindad, el sentido del humor como una manera de escapar de la desgracia, la certeza de que la gente es requete abnegada y se quita la camisa por los otros son absolutamente ciertos, aunque en la realidad no existan. La patria de don Guillermo es una comunidad imaginaria que nos une en la literatura, en la música, el cine o en los programas que se transmiten en la tele.
Por estas razones no debe sorprendernos lo que ocurrió en 1890, cuando el periódico La República convocó a sus lectores a una votación para decidir quién era el poeta más popular de aquellos tiempos. A golpe de vista la situación no era tan simple como podría pensarse: el nombre de Salvador Díaz Mirón ya comenzaba a sonar con fuerza, y el de Juan de Dios Peza estaba más que consolidado. Es más, para muchos era indiscutible que Peza “había cantado a la patria con ardientes y viriles voces”, como lo sostendría El Imparcial unos años más tarde. Sin embargo, las preferencias se inclinaron a favor de Guillermo Prieto.
La derrota de los nuevos poetas no era casual: ninguno de ellos había inventado a los lectores y al país en el que vivían. La nueva escuela de Díaz Mirón no tenía la raigambre popular y Peza no era el sumo pontífice del nacionalismo. Don Guillermo, el poeta, había inventado una nación cuyas señas de identidad aún están marcadas en los imaginarios. +