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La realidad estorba

La realidad estorba

7 de junio de 2022.

Por José Luis Trueba Lara

Ese día, Óscar de la Borbolla y yo teníamos que batirnos en un duelo a muerte.

Nos habían invitado a un programa de tele para discutir si la realidad existía y, tantito antes de que comenzaran a grabar, nos dimos cuenta de que el debate jamás ocurriría: los dos estábamos convencidos de que la realidad sí existe, y que si la entendíamos o no era otro asunto. Ante tamaño problema, decidimos lo obvio con tal de no decepcionar a la audiencia: a como diera lugar, debíamos enfrentarnos. A mí me tocaría la peor parte: defender la idea de que la realidad no existe.

Como el tiempo para preparar un argumento medianamente razonable sobre la inexistencia de la realidad parecía mínimo, opté por lo primero que me vino a la cabeza: un cuento taoísta que tal vez pondría en jaque a Óscar y covencería al público de que yo tenía razón. “Sueño de la mariposa” —así lo bautizaron Borges, Bioy y Silvina Ocampo en su Antología de la literatura fantástica— es una pequeña maravilla: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Tzu”. Gracias a estas líneas, podría argumentar que nosotros mismos y todo lo que nos rodeaba sólo éramos el sueño de una mariposa. Tan buena resultaba la falacia que, en el momento en que Óscar me preguntó sobre la inmaterialidad de los camiones que atropellan a la gente, le pude responder con un desparpajo olímpico: —Por supuesto, ¿a poco no has soñado que te mueres?

Al terminar la grabación, nos aplaudieron tantito. El conductor del programa nos agradeció todo sonrisas y, antes de que nos fuéramos a tomar un café absolutamente real, me preguntó si de verdad creía que todo era un sueño.

—Por supuesto, cuando la mariposa despierte todo esto habrá desaparecido —le contesté y nos fuimos casi cubiertos de gloria.

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No podría decir con precisión cuántos años han pasado desde ese debate; sin embargo, hoy creo que algo de lo que dije podría ser cierto: hay veces que la realidad nos estorba y la ignoramos al grado de apagarla por completo durante algunos ratos. Es más, supongo que a todas las personas en su sano juicio les pasa esto, aun bajo circunstancias de vida distintas. Sé bien que esto que acabo de escribir se lee rarísimo, por eso vale la pena ejemplificarlo con un hecho común y corriente: cuando éramos niños y veíamos una película de terror, nos enfrentábamos al miedo y, al llegar a la casa, intentábamos dormirnos tapados por completo con una sábana invisibilizadora. Si lo pensamos un poco, no nos queda más remedio que reconocer que nuestra estrategia de avestruz era bastante tonta: si un monstruo entraba a la recámara nada se tardaría en descubrirnos y, para colmo de nuestra estulticia, todo indica que esos seres no existen, da lo mismo si son vampiros, hombres lobos, zombis o cualquier otra criatura de este tipo.

¿Qué quiere decir esto? Algo muy simple: en algunos momentos, apagamos nuestro sentido de la realidad y nos sumergimos en la irrealidad al grado de que nos persigue hasta provocarnos un insomnio o hacernos pasar la vergüenza de la enuresis. Aún más, gracias a la posibilidad de que nuestro sentido de la realidad se apague a ratos, podemos vivir la maravilla de las historias: mientras leemos o cuando vamos al cine, le cortamos la corriente y nos dejamos llevar por la mariposa que soñaba que era Tzu. Entre el lector —o el espectador— y el autor —o el director— existe un romance que tiene acuerdos precisos: sólo funcionará si suspendemos la incredulidad, si apagamos el sentido de la realidad y si nos dejamos llevar por la historia sin oponer resistencia. Desgraciadamente, cuando el romance se acaba, no nos queda más remedio que volver a la realidad, aunque haya perdido su brillo. En sus memorias, Sartre confesaba que los monos del zoológico eran menos monos que los que aparecían en las enciclopedias, y que las personas reales lo eran menos que los personajes de las novelas. Algo parecido a lo que sostenía

Emilio García Riera cuando afirmaba que el cine era mejor que la vida.

En este caso, nos queda una certeza: hay veces que la realidad estorba y, si en verdad queremos disfrutar las historias, no nos queda más remedio que mandarla a pasear hasta que nos alcance el final. Y, cuando volvemos a ella, debemos aceptar nuestra condena: admitir que el Quijote sólo es un conjunto de letras, que el actor que fue acribillado sobrevivió sin rasguños o, con tal de no salir tan lastimados, nos convencemos de que resulta más seguro ser un aventurero de sillón. No por casualidad Pierre Mac Orlan sostenía que “instalado en una casa cómoda cual hueso dentro del fruto, el aventurero pasivo dejará que vengan a él las gestas anónimas de quienes, guiados por una mala estrella, se entregan a las fatigas de la aventura”. Ciertamente, la lectura de un libro de guerra se vuelve muchísimo menos fatigosa y peligrosa que las batallas que ahí se cuentan.

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La pérdida de la realidad es muy peligrosa y Sartre tiene razón: cuando salimos del ensueño, los monos parecen menos monos y las personas, menos personas. En ese preciso instante quedamos malditos y comenzamos a juzgar la realidad con las leyes de la fantasía. Como resultado, asumimos que debemos transformarla para que se ajuste a nuestros sueños y, justo por eso, la búsqueda de la utopía comienza a guiar nuestros pasos.

Ir en pos de la utopía tiene sus riesgos y, si alguien lo duda, basta recordar la tragedia de don Quijote cuando decidió que sus lecturas eran mucho más reales que la chata cotidianidad en la que vivía. Sin embargo, las lanzas en ristre y el Caballero de los Espejos no representan los únicos problemas: ir en pos de la utopía nos permite desafiar al poder y apostarlo todo a maneras de vivir que van a contracorriente; aún más, la certeza de que la realidad es profundamente insoportable nos obliga a volver a los libros y las películas, a soñar con los ojos abiertos y a apostarlo todo en favor de un sueño que tal vez jamás se cumplirá.

No importa si en este camino terminamos derrotados: la necesidad de transformar la realidad nos mantiene mucho más vivos de lo que estamos cotidianamente. Si esto es o no una locura, no me importa: desde que tomé mi primer libro de a de veras y desde que vi la primera película que me conmovió, descubrí que la realidad me estorbaba y, aunque no me crean, desde ese día hago todo lo posible por no acercarme a ella más allá de lo indispensable. Prefiero el universo de mi recámara con Paty a mi lado; sé que mi estudio con todos sus libros es mucho mejor que las calles, y las pelis que me acompañan para refrendar mi pésimo gusto, mucho más reales que lo que sucede afuera de mi casa. +