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La vida es un cabaret. Cincuenta años de la película que cambió el cine musical

La vida es un cabaret. Cincuenta años de la película que cambió el cine musical

Por Gilberto Díaz

4 de julio 2022. 

Hace cincuenta años, la revolución cinematográfica de Hollywood estrenaba dos de sus más exquisitos trabajos de narrativa audiovisual para fascinación de la crítica y disfrute de las audiencias. Ambos hitos se convertirían en fenómenos culturales que trascendieron su época. Por un lado estaba El Padrino, de Francis Ford Coppola, cuya anatomía del antihéroe daría forma al género de los gangsters hasta nuestros días, y por el otro lado, Cabaret, de Bob Fosse, el retrato de una decadencia consciente de su esperanza por tiempos mejores.

Esta última cinta se convirtió en el referente de un nuevo cine musical: uno que no busca romper la seriedad del drama con números musicales, sino conciliar el espectáculo con la sensibilidad y el concepto autoral. La historia de Sally Bowles, Brian Roberts y el personal del tristemente célebre Kit Kat Klub habla lo mismo del ambiente previo al ascenso del autoritarismo alemán en los años treinta que de la soledad, la búsqueda de identidad, la libertad o la definición misma del amor.

Todo ello se aborda en un ambiente festivo, por momentos grotesco, algunas veces incierto en medio de la tensión fascista en ciernes. Los temas musicales son un puente emocional que guía cada uno de los conflictos a su conclusión, o bien, a su siguiente fase, como si de movimientos sinfónicos se tratara. Con una profunda raíz jazzística, el elenco del Kit Kat Klub ameniza nuestro paso por los últimos años de la República de Weimar hasta que lo inevitable ocurra… Pero, antes, un poco de contexto.

Un cabaret no es más que una taberna que alcanzó el prestigio cosmopolita suficiente para alojar espectáculos nocturnos con música, baile y escenificaciones que transgreden las buenas conciencias y retan el status quo mediante la sátira o la parodia. Su público asiduo aplaude estos atrevimientos, incluso si pertenece a la clase que resulta caricaturizada y ridiculizada en los escenarios.

Willkommen, bienvenue, welcome!

Se dice que el primer cabaret famoso fue Le Chat Noir, en el barrio de Montmartre, París. En este lugar se reunían frecuentemente talentos como Claude Debussy, Erik Satie, Guy de Maupassant, Paul Verlaine, entre muchos otros. Esta clientela estableció la idea de los cabarets de París como santuarios del arte contemporáneo. A la fecha, los nombres Folies Bergère, Bataclan y Moulin Rouge figuran como íconos del entretenimiento nocturno y la vida bohemia, lugares que despiertan las más recurrentes fantasías al estilo Midnight in Paris.

Entre los años veinte y treinta del siglo pasado, Berlín se transformó en la capital mundial del cabaret. La apertura de la joven República de Weimar al desarrollo de las artes provocó que sus escenarios se nutrieran de expresionismo, Bauhaus y dadaísmo, con las pinceladas de Otto Dix, George Grosz y Ernst Ludwig Kirchner, o la retórica de Thomas Mann, Hermann Hesse y Bertolt Brecht.

En aquella ciudad, Christopher Isherwood conoció a Jean Ross, una joven estadounidense cantante de cabaret, con quien vivió entre 1929 y 1932. Isherwood establecería con ella una relación más que platónica, al grado de seguirla a los clubes más lúgubres con tal de escucharla cantar. Ross era lo que se podría denominar un espíritu libre: sexualmente abierta y comprometida con principios que sólo su juventud le permitía entender y abrazar.

Vivir en un epicentro cultural te lleva a conocer el lado más luminoso del arte y también el más oscuro de una sociedad en decadencia. La falta de control, como la improvisación de un jazzista, puede acabar abruptamente. El final de la República de Weimar dio paso a uno de los regímenes más atroces que la humanidad ha visto. Muchos de los amigos cabareteros de Ross e Isherwood tuvieron que huir de Berlín o acabaron en algún campo de concentración, ya fuera por ju- díos, homosexuales, revolucionarios marxistas o todas juntas. Ross seguiría su destino en Londres tras una complicada interrupción de embarazo. Ahí se unió al Partido Comunista de Gran Bretaña, llevando su voz a un objetivo distinto. Mientras tanto, Christopher recopilaba todas sus anécdotas y desventuras en Berlín bajo el título de Goodbye to Berlin, una novela semiautobiográfica que eventualmente se convertiría en la base para Cabaret.

I am a camera with its shutter open, quite passive, recording, not thinking

La primera adaptación del libro de Isherwood se realizó en 1951 bajo el título de I Am a Camera y la dirección del dramaturgo británico John Van Druten, afamado por sus obras dedicadas a observar la vida y la sociedad contemporáneas. El título fue tomado de la primera página de la novela de Isherwood, que versa: “Soy una cámara con el obturador abierto, bastante pasiva, grabando, sin pensar”. Su éxito alcanzó para realizar 214 presentaciones consecutivas en el Empire Theatre de Nueva York y llevarse dos premios Tony. Cuatro años después, los estudios hicieron el primer intento de llevarla al celuloide.

Por supuesto, esta versión cinematográfica fue severamente censurada y transformada debido a su temática, al grado que la Junta Británica de Censores de Cine sugirió que, para que la película no tuviera una clasificación X, debía retirar la atención del personaje de Sally Bowles; insistió también en que ella tenía que terminar pobre y sin éxito al final de la película, a consecuencia de su promiscuidad sexual. Esto demeritaba y cambiaba el sentido que Sally implica para toda la historia.

Aunque la producción no cedió en dichas indicaciones y prefirió mantenerse con la clasificación moralina, este forcejeo sentó un precedente para que películas como Room at The Top, Look Back in Anger, y Saturday Night and Sunday Morning fueran toleradas por la censura, lo que ayudó a consolidar el nacimiento de la British new wave, vanguardia que revitalizó el cine de Reino Unido a finales de los cincuenta e inicios de los sesenta.

Everybody loves a winner!

Con la promesa de una nueva década, un cambio generacional que apuntaba hacia la libertad y el renovado éxito del teatro musical a través de montajes como Fiddler on the Roof, Hello, Dolly! y Man of La Mancha, era cuestión de tiempo para que la historia de Isherwood y Ross regresara a los escenarios neoyorquinos bajo un formato mucho más verosímil a la hora de recrear el ambiente de los dorados años veinte en Berlín.

La idea surgió del productor David Black, que a principios de 1963 encargó al compositor y letrista inglés Sandy Wilson que trabajara en una adaptación musical de I Am a Camera. El propósito de Black consistía en lanzar un musical protagonizado por Julie Andrews, aunque el manager de Andrews declinaría la oferta del papel de Sally Bowles por considerarlo demasiado inmoral.

Tras un cambio de dueños de los derechos, el productor Harold Prince llevaría la tarea de recrear el Kit Kat Klub. Para ello contrató a Joe Masteroff, afamado por su adaptación del musical She Loves Me. Ambos consideraron que la partitura de Wilson no lograba reflejar aquel ambiente hedonista y despreocupado de Berlín a finales de 1920 —necesario para expresar el contexto anímico de la obra—, así que Prince invitó al proyecto al equipo de compositores de John Kander y Fred Ebb.

Esta nueva versión se planteó inicialmente como una obra dramática intercalada con un prólogo de canciones que describen la realidad de Berlín desde distintos puntos de vista, estructura que Bob Fosse retomaría al escribir su puesta en escena Chicago. Pero, a medida que los compositores distribuyeron las canciones entre escenas, se dieron cuenta de que la historia podía contarse con la estructura de un guion musical mucho más estandarizado, por lo que terminaron reemplazando varias canciones con temas que enfatizaran momentos relevantes de la trama.

La producción de Harold Prince resultó inusual para la época. Por ejemplo, mientras la audiencia ingresaba al teatro, el telón ya estaba arriba, revelando un escenario que contenía un gran espejo que reflejaba los asientos del auditorio; además, la obra carecía de una obertura, en su lugar, un redoble de tambores y platillos anunciaba el inicio.

Intercalar en secuencia las escenas de diálogo con canciones expositivas, así como números de cabaret con observaciones sociales fue un concepto novedoso para la época. La obra derivó en un show inmersivo en el que el teatro se transformaba poco a poco en un cabaret de Berlín. Durante tres años, entre 1966 y 1969, Cabaret llegó a realizar mil 166 presentaciones entre el Broadhurst y el Imperial Theatre de Broadway, y consiguió ocho premios Tony en 1967.

Life is a cabaret, old chum…

Entonces entró a escena Bob Fosse, cuya trayectoria en Broadway ya era reconocida por su ímpetu para montar obras controversiales. De forma paralela al trabajo de Harold Prince, Foose realizaba su adaptación de Sweet Charity. Con su ya demostrada valía en las tablas neoyorquinas, el nuevo reto de Foose se encontraba en el extremo del Océano Pacífico, donde los estudios le ofrecían un escenario que transformaría la manera de hacer musicales en un medio tan caprichoso como el cine. Tras el fracaso de la adaptación fílmica de Sweet Charity, su reivindicación como director de cine dependía de Cabaret.

Filmada en el entonces Berlín Occidental, la película contó con Liza Minelli, quien originalmente había sido rechazada para el papel de Sally Bowles en la versión teatral. Aquélla también fue su reivindicación y una especie de revancha profesional, al grado que, al estudiar su personaje, su propio padre le aconsejó a Liza aprender todo lo que pudiera sobre Louise Brooks antes que de Marlene Dietrich, con un resultado simplemente memorable. La versión de Foose fusiona el libro y sus dos adaptaciones, mezclando elementos de la novela de Isherwood con personajes que sólo aparecen en I Am a Camera, pero que no forman parte del guion del musical de 1966.

Cabaret no es un musical ordinario. Parte de su éxito se debió a que no cayó en los clichés de que los musicales están obligados a resultar felices, cuando pueden ir más allá en la interpretación de ideas y emociones humanas. Esta obra logró aproximarse al corazón sombrío de la época que recreó, lo suficiente como para contarnos una historia sobre la libertad, el miedo a perderla y la posibilidad de seguir adelante a pesar de ello, porque, finalmente, la vida es un cabaret.+