No es asunto de pintar, sino de pensar

No es asunto de pintar, sino de pensar

Elik G. Troconis

De los surrealistas, mi favorito es el menos surrealista de todos: el que incluso llegó a criticar la “intolerable rigidez” de ese movimiento y que, para la década de 1940, hablaba de la escritura automática como “inefectiva” y “carente de cualquier encanto”. Es el mismo que siempre usó traje y sombrero bowler. El más marxista, el más crítico del sistema capitalista y, sobre todo, de las ideas burguesas sobre el arte (en las que creemos sin darnos cuenta hasta la fecha). Estoy hablando de René Magritte.

La más famosa de sus pinturas lleva el título de La traición de las imágenes: muestra una pipa de fumar e, inmediatamente debajo de ella, se lee el texto en francés “Esto no es una pipa”. En efecto, no lo es; nadie podría tomarla, encenderla e inhalar el humo de su tabaco. Se trata de la representación gráfica de una pipa. Esta pintura ha significado el punto de partida e incluso el tema de numerosos trabajos; el mismísimo Michel Foucault se interesó por ella (como antes Magritte se había interesado por la obra del filósofo francés). Aquella pipa que no es una pipa es tan sólo una probadita de Magritte, y nos muestra a un artista que pone en duda las convenciones sociales para hacer que el espectador de la pintura caiga en la cuenta de los espejismos que habita.

Hay muchos otros que sorprenden (nótese el verbo que uso con toda la intención). Está, por ejemplo, el retrato que hizo de Edward James (mecenas de varios surrealistas). No es cualquier retrato, empezando porque no se ve el rostro de la persona en cuestión. Además, se trata de un hombre que se mira de frente en un espejo, pero lo que éste refleja es su espalda. Ande, amigo lector: si para este momento no ha sacado el celular para buscar las pinturas que menciono, éste es buen momento para hacerlo.

Más para sorprendernos: la serie de Los amantes, constituida por cuatro pinturas diferentes. En la que más me gusta a mí, se observa a un hombre y una mujer. Ciñen el cuerpo del otro, acercan sus labios y se besan… pero cada uno tiene la cabeza completamente cubierta por una tela. Todo el erotismo de un momento que enciende a cualquiera queda nulificado.

Otros de sus cuadros presentan una especie de ventana o de marco hacia supuestas realidades. Digo supuestas porque, si miramos atentamente —como el lector que está comprobando lo que digo en alguno de esos aparatitos digitales del demonio—, veremos que no resulta claro si se trata de ventanas hacia la realidad, invenciones de la pintura, pinturas de la realidad o incluso ventanas hacia pinturas, como ocurre en La condición humana, La bella prisionera y En el umbral de la libertad.

De esa categoría, la que más me deslumbra es La llave de los campos. Pensemos que, cuando el incansable viajero y escritor mexicano Rómulo Linares la vio en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, quedó tan sorprendido que se puso a escribir de inmediato. Formuló todo un ensayo en 14 papeletas de quejas y sugerencias del museo mientras la contemplaba. Ahí asentó la siguiente frase, que en tiempos recientes se ha vuelto bastante popular: “El ser humano es ilusión hasta cumplirla, creer cumplirla o entender que no puede cumplirla”.

Hay otro tipo de pinturas de Magritte que resultan verdaderos destellos de creatividad. Así, por ejemplo, El modelo rojo presenta un calzado que es mitad zapato y mitad pie; su relación con los Zapatos de Van Gogh es notoria, pero también lo es el nuevo estilo que le imprime Magritte. Por otro lado, está La clarividencia, donde no sólo vemos una pintura dentro de una pintura, sino que además el artista “retrata” a su modelo (un huevo) de forma bastante particular: como un ave que ya extiende orgullosa sus alas. De ahí el título. ¿No es asombroso?

La lista sigue y esta revista tiene páginas limitadas. Así que, en lugar de continuar describiendo pobremente con palabras lo que Magritte creó con figuras, me concentraré en ofrecer un poco de información sobre el pensamiento del artista en cuestión, para entender mejor el trasfondo de su propuesta. Por fortuna, Magritte dejó textos escritos, envió muchas cartas y dio un buen número de entrevistas que permiten acercarse a su poética. Estas palabras han sido recopiladas en distintos volúmenes: en francés están sus Écrits complets; en inglés, algunos Selected writings, y en español también una buena cantidad de Escritos.

Entre aquellos documentos, uno puede encontrarse rápidamente con una sentencia de Magritte que despeja toda duda, la misma que sirve de título a este ensayo: “No es asunto de pintar, sino de pensar”. Por eso, sus cuadros apelan no a nuestros afectos, sino a nuestro intelecto; por eso sus trazos no conmueven, sino que sorprenden y deslumbran. Ahora bien, eso de que por encima de la forma está la idea también es el argumento del arte no figurativo (y, además, de muchos malos artistas), pero en Magritte la cosa ocurre de manera diferente: manejaba la técnica a la perfección y, sin embargo, para él resultaba secundaria. Por ese motivo, a diferencia de otros artistas, no se oponía a la reproducción de sus obras. Poco o nada le importaba que la pincelada perdiera su nitidez: le interesaba lo que la composición le diría al espectador. En palabras de Sandra Zalman, “pensaba que el camino de la pintura debía ir más allá de la forma y reinsertarse en la vida diaria”.

En una entrevista en 1947, Louis Quiévreux le preguntó, si no el dinero, qué era lo que le interesaba del arte. “Crear —respondió—. Mi único deseo es ser enriquecido por nuevas ideas emocionantes”. Y por otro lado, a diferencia de muchos otros que buscaron la gloria, él pensaba lo siguiente: “Si mi pintura vale más o vale menos dentro de cien años, no me importa. Tal vez no tenga más que un valor histórico. Lo importante es que dentro de cien años alguien encuentre lo que yo encontré, pero de otra manera”.

Magritte era un gran lector; de hecho, algunas de sus obras tienen títulos que hacen referencia a obras clásicas de la literatura. Escribía ensayos y manifiestos artísticos, pero también les dedicaba tiempo a creaciones espontáneas, que iban desde aforismos hasta pequeñísimas escenas teatrales y una suerte de minificciones. Se trataba de una de esas mentes inquietas y con mucho que reflexionar. Tanto que un sólo formato no le resultaba suficiente.

Pero, sobre todo, Magritte era un ávido lector de textos de misterio; incluso intentó escribir una novela policiaca antes de convertirse en pintor. Eso hace que me caiga aun mejor y también me hace pensar que quizá lo que buscaba en el fondo era quitar los espejismos que disfrazan la realidad: remover una por una todas las capas de ilusión y engaño que se atraviesan entre nuestro intelecto y los objetos; o, como diría él, entre lo mental y lo amental.

Creo que por eso me gusta tanto. Me parece que, tal como Georges Perec (de quien hablé en el número anterior de Lee+), Magritte es uno de esos artistas que apelan a la inteligencia de su público y que le tienden un tablero de juego para divertirse y reflexionar juntos. Usted, amigo lector, ¿jugará con nosotros? +

@elikgtroconis