Saludos cordiales. Oficinistas en la literatura

Saludos cordiales. Oficinistas en la literatura

Por Mariana Aguilar Mejía

1 de agosto 2022.

Me prometí nunca trabajar en una oficina. La perspectiva de una vida gris me angustiaba, y sentía un pesar sincero por quienes pasaban las tardes anclados a un escritorio. Como tantos otros juramentos, éste no resistió el contraste con la realidad. Ahora que soy una godínez legítima (que intercambia memes con sus compañeros y coopera para los pasteles de cumpleaños), me pregunto de dónde salió todo este imaginario de la burocracia.

La comedia involuntaria de tener un empleo de oficina se originó por lo menos dos siglos atrás, con la división del trabajo. Un sistema de producción compulsivo nos condenó a cumplir pequeñas tareas, que adquieren unas dimensiones exageradas bajo la lupa burocrática. Macedonio Fernández, el maestro de Borges, pensó en la génesis de este desastre: una de sus minificciones humorísticas narra la historia de un pueblo cuya normatividad consistía en no hacer nada. Los habitantes buscaban continuamente formas de perfeccionar sus omisiones, hasta que un día llega un viajero que había trabajado para el gobierno de su ciudad natal e instruye a los lugareños en la burocracia. Así, la población de aquella aldea aprendió el verdadero no-hacer.

La literatura ofrece un buen panorama para explorar distintas formas de relacionarnos con la oficina, desde las más deprimentes hasta las irónicas y las que llevan como estandarte la rebeldía. Aquí van algunas obras protagonizadas por oficinistas, una selección de textos para repensar el trabajo y emprender el urgente camino de humanizar estas estructuras.

Precariedad y explotación

Dentro de esta categoría podemos incluir las obras más antiguas de nuestra selección. En pleno siglo xix, Charles Dickens publicó Canción de Navidad como una protesta contra la explotación laboral derivada de la Revolución Industrial. Este relato expone los maltratos del señor Scrooge hacia su empleado, Bob Cratchit, no sólo a través de horarios injustos y un salario miserable, sino mediante el terror que le provoca.

Leopoldo Alas, Clarín escribió otra historia en la que aparece un honrado oficinista. “El rey Baltasar” cuenta que don Baltasar Miajas (empleado pacífico, honesto y pobre, quien nunca aceptaba los sobornos que le ofrecían para acelerar trámites) pierde la compostura la mañana del Día de Reyes, cuando dos de sus tres hijos reciben regalos deslumbrantes de sus padrinos. El niño más pequeño no tiene un benefactor, así que no hay obsequio para él. Con tal de comprarle un juguete tan digno como los de sus hermanos, su padre está dispuesto a aceptar por primera vez el dinero sucio de un cliente.

En esta clasificación cabe también un relato que muestra el desamparo absoluto (con algunos momentos cómicos), “El capote”, de Nikolái Gógol. El empleado Akaki Akákievich es un sujeto “a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie”. Cuando el abrigo de este funcionario ya no le sirve para cubrirse de la nieve, ahorra a duras penas para mandar a hacer uno nuevo ¡y lo logra! Pero esto es literatura rusa: no hay finales felices. La historia toma un rumbo desafortunado, en el que la indiferencia de sus compañeros de oficina y la prepotencia de las autoridades desatan la sed de venganza de Akákievich.

Vicios de carácter

Un espacio que habitamos tantas horas al día saca a relucir nuestros aspectos más desagradables de vez en cuando, desde quejarnos de todo hasta conspirar. Esto resulta preocupante en oficinas que se rigen por abusos de poder y violencia normalizada. Sin embargo, existen otros defectos menores cuya tensión puede aliviarse (o implotar) a través del humor o del absurdo.

Bartleby”, de Herman Melville, uno de los cuentos de oficina más famosos, ofrece una radiografía de los vicios de carácter propios de este sistema: Turkey, el primer empleado de un secretario de cancillería, trabaja bien durante la mañana, pero después del mediodía se torna irascible y torpe; Nippers, el segundo oficinista, sólo se vuelve eficiente por las tardes, además de que se toma atribuciones que no corresponden a su puesto; Ginger Nut, el chico aprendiz, cumple mandados pequeños, pero ocupa la mayor parte de su tiempo comiendo manzanas y galletas (que trafica dentro de la oficina, para gusto de los demás). En el apartado final regresaremos a esta narración.

Por otra parte, Kafka legó una serie de cuentos oficinescos, más que graciosos, angustiantes. Desde La metamorfosis hasta El proceso, la burocracia y el sinsentido determinan los destinos, y los empleados corresponden con sus preocupaciones al imperio del absurdo. En la minificción “Poseidón”, el escritor le da un giro a este personaje, dios de los mares. En la versión de Kafka, Poseidón se dedica a la administración de los océanos y, paradójicamente, no ha podido conocerlos más que en sus trasbordos.

Romances de pasillo

El amor y el deseo también forman parte del universo godínez. Nada tan humano como la búsqueda del afecto y la ternura de otro ser, aunque ocurra entre fotocopiadoras y vasos de unicel. ¿Qué oficinista no anhela enamorarse de una buena persona como en La tregua, de Mario Benedetti? (No hablemos del final).

Aunque, la verdad, las aventuras amorosas en la oficina no suelen llegar a buen puerto. Por ejemplo, en la novela Recursos humanos, de Antonio Ortuño, el protagonista termina incendiando el auto de su jefe por varios motivos, entre ellos, que le quitó la compañía y los favores sexuales de la auxiliar de recursos humanos.

El amor le da sentido a la cotidianidad en Todos los nombres, de José Saramago. El protagonista, don José, trabaja en la Conservaduría General del Registro Civil. Este viejo edificio guarda miles de documentos de nacimientos y muertes, y el acta de una mujer desconocida se convertirá en el detonante para que don José empiece una búsqueda motivada por el deseo.

ue la fuerza nos acompañe

Pero ¿qué hacer en estas circunstancias? Nos prometimos una vida interesante, que vemos perderse entre las celdas de Excel. ¿El trabajo nos condenó a la monotonía? Tal vez no. Necesitamos salidas creativas ante los problemas estructurales, y la literatura puede mostrarnos otros caminos posibles.

Uno de los cuentos más punks que la humanidad ha conocido, Bartleby, narra la resistencia pacífica frente a las actividades absurdas: el escribiente Bartleby rechaza todas las órdenes de su jefe con una frase tan delicada como tajante: “Preferiría no hacerlo”. La desobediencia en su estado más puro descoloca al secretario de cancillería y a todos los compañeros de este personaje, por demás amable y silencioso.

El ensayo Manifiesto sobre el uso de pantuflas en la oficina, de Laura Sofía Rivero, es otra muestra de que las acciones pequeñas pero eficaces pueden provocar una revolución. La propuesta de la autora consiste en que las oficinas funcionarían mucho mejor si se implementara la sencilla posibilidad de trabajar en pantuflas. El desarrollo de este manifiesto no tiene desperdicio: “Recuperar una mínima parte de la comodidad perdida es lo que necesita un burócrata para reencontrar su decoro. Nuestra humanidad se extiende por los mínimos placeres. Y a ellos debemos volver”.

Hasta aquí llega este recorrido por algunas obras literarias de un fascinante universo laboral, un homenaje a quienes se desloman en las oficinas y aun así mantienen la cordialidad de estos espacios. ¿Ustedes qué otras historias de oficinistas conocen? +