Capítulo 1 de Las buscadoras, de Noé Zavaleta

Capítulo 1 de Las buscadoras, de Noé Zavaleta

21 de febrero 2023

Noé Zavaleta

Las buscadoras
Madres que buscan personas desaparecidas en México

A las madres de Plaza de Mayo en Argentina
A los familiares de los “falsos positivos” en Colombia
A las buscadoras de “tesoros” en México
A los miles de desaparecidos en América Latina
A mi abuelita, Bertha García, quien desde el cielo se estará preguntando: “¿Por qué sigues escribiendo cosas feas?”
A los “jefes de jefes” de la revista Proceso: Rafael Rodríguez, Salvador Corro y Alejandro Caballero

Prólogo

Desatado por todas partes, el crimen or­ganizado hace y deshace por doquier sin que política alguna ponga freno a sus fechorías: balaceras, matanzas, terror, desplazamientos huma­nos y miles de desapariciones son solo algunas de las consecuencias de este flagelo que, como nunca antes en la historia reciente, ha puesto de rodillas a un go­bierno —el de Andrés Manuel López Obrador—, por sus yerros, desatinos y hasta por su inflexible capricho de mantener una política errática basada en “abrazos y no balazos”, con la que ha renunciado a usar la fuerza del Estado.

A cuatro años de gobierno y frente a la falta de re­sultados en materia de seguridad, resulta sospechoso —se diría que hasta sospechosísimo— que el gobier­no de la llamada Cuarta Transformación no advierta sus fallas y enderece el rumbo. Si bien la política de no usar la fuerza contra el crimen resultó novedosa porque significó un intento diferente de combatir el problema, lo cierto es que la actual administración ce­ rrará en 2024 con unos 180 mil muertos, consideran­ do una cifra conservadora. Pueden ser muchos más si no se intenta alguna acción eficaz que saque a flote al país.

A este escenario sangriento hay que sumarle la inacción oficial frente a los cárteles. De nada ha servi­do la decisión de crear la Guardia Nacional; tampoco que se les haya entregado el monopolio de las tareas de seguridad a las Fuerzas Armadas hasta 2028, pues en estados violentos como Zacatecas, Guanajuato, Tamau­lipas o Guerrero los militares son meros espectadores de matanzas y desapariciones o bien han resultado im­ plicados en esas acciones, como se ha documentado en los últimos años con casos de ejecuciones extrajudi­ciales y violaciones a los derechos humanos. El caso de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa —impune hasta la fecha— es el hecho más ejemplifi­cativo del fracaso oficial.

Es cierto que el problema del crimen organizado no surgió en 2018: es un viejo dilema que se arrastra desde hace más de 40 años y que se agudizó en los últimos 20 con el surgimiento de nuevos grupos criminales, com­ plicidades políticas y policiacas, además de acciones erráticas que solamente han servido para fortalecer la narcopolítica, el lavado de dinero y los contubernios entre mafia y poder político, vigentes hasta ahora.

Pero también resulta muy cuestionable que el go­bierno de López Obrador no esté cumpliendo con la parte que le corresponde y hasta se atreva a difundir mentiras oficiales, como cuando afirmó que en Méxi­co ya no hay masacres, que se acabó la corrupción y que su gobierno está atacando las causas de la violen­cia —esto no es para nada verificable por la falta de resultados—: la corrupción prevalece y para muestra ahí están los vínculos de fiscales con el crimen; altos mandos de las policías estatales y municipales son ejemplo de cómo se entreveró el poder criminal y el político; abundan los llamados narcoalcaldes, que go­biernan el 80 por ciento de los municipios del país, y otros aliados están a cargo de los congresos locales, porque el crimen también legisla. Todo este andamiaje de complicidades deriva en violencia, ingobernabilidad, desata terror y, obviamente, construye un esce­nario terrible para ejercer el periodismo; de ahí que la violencia contra los comunicadores sea otro flagelo de este complejo panorama mafioso en el que está sumido el país.

Todo lo anterior es aterrador, pero viene a cuento a propósito de la publicación del libro Las buscadoras. Madres que buscan personas desaparecidas en México, bajo la autoría del periodista veracruzano Noé Zavale­ta, el cual será lanzado por la editorial HarperCollins.

En esta extraordinaria investigación periodística, Zavaleta se echó una zambullida al centro del drama, el dolor, el desgarramiento humano y la corrupción institucional que da cobijo a criminales para desnudar un panorama aterrador: las desapariciones forzadas, un problema tan perturbador y pernicioso como el propio crimen organizado.

Para lograr su propósito, Zavaleta tomó su male­ta, su computadora, y emprendió un largo recorrido por Jalisco —el estado con mayor número de desapa­riciones—, Veracruz, Nayarit, Michoacán, Tamaulipas, Nuevo León, Baja California, Estado de México, entre otras entidades, donde las desapariciones son parte del escándalo cotidiano. El fenómeno ya es tan normal que ningún caso se esclarece. Todo está envuelto en el manto de la impunidad.

El reportero Zavaleta se infiltró entre las madres buscadoras de tesoros —así los llaman porque buscan los restos de sus familiares—, mujeres que luchan tanto de día como de noche por hallar a sus hijos, padres, madres, hermanos, parientes y que han arado la tierra en diversas regiones del país siguiendo las pistas que obtienen para saber qué pasó con sus seres queridos y así poder paliar el drama que cargan.

Pero el dolor, lejos de vencerse, se recrudece ante la falta de respuesta oficial: las fiscalías, como la de Ja­lisco, se han desentendido de los casos; la de Veracruz se gastó el presupuesto sin resultados y lo más que han conseguido algunas madres desesperadas es un porta­ zo en la cara o el silencio cuando exigen información sobre el paradero de sus familiares.

En otros casos han recibido la noticia de que ha­ llaron restos de algún hermano o pariente. Y de inme­diato acuden a la fiscalía y ahí les entregan un costal con huesos dispersos. Les informan del hallazgo, pero resulta que en realidad nunca saben si esos despojos corresponden a la persona desaparecida. Las dudas nunca se despejan porque lo que les entregan es un cú­mulo de pedacería ósea, una mezcla de dos, tres o más personas.

Lo que Noé Zavaleta nos revela en su libro es que en la mayor parte de los casos —por no decir que en todos— está la mano del crimen organizado. Son per­sonas que un día decidieron salir de viaje por Jalisco u otra entidad y fueron interceptados por uniformados —militares, policías o criminales—, los bajaron de sus vehículos y se los llevaron.

No se sabe la razón por la que fueron secuestrados; tampoco si los torturaron, si están con vida en algún lugar o terminaron reclutados por el narco; se ignora todo y ese abismo de desinformación es lo que aumenta la desesperación de sus familiares. Es el drama de no saber. Meses y años de espera han pasado en muchos casos y siempre está presente la esperanza de que al­gún día vuelvan. Pero el insondable tiempo se hace tan eterno como la espera.

El periodista Noé Zavaleta nos narra las histo­rias a flor de piel  El testimonio vivo, descarnado, de quienes sufren el dolor profundo que nada lo cura. Ni el tiempo. Quizá la muerte borre la memoria, pero esto nadie lo sabe. A base de observación minuciosa, de ejercer el sagrado deber de preguntar, como todo buen reportero que sigue las reglas ortodoxas del pe­riodismo, Noé Zavaleta nos enfrenta a un mundo endemoniado, a un trozo del México criminal, al infier­no mismo.

El periodista veracruzano franqueó puertas her­ méticas y se enfrentó a ese infierno que él mismo nos pone ante los ojos: para realizar su labor periodística tuvo que viajar de incógnito a una decena de estados plagados de tragedia como Jalisco —tierra de nadie—, evadir retenes policiacos y militares; jaló los hilos noticiosos y reveladores, pero con la pericia y el acierto de no volverse protagonista, de no ser parte de la es­tadística de muerte. Pisó los territorios tomados por las mafias y salió ileso de este mundo sórdido para ahora darnos a conocer esta obra que es producto no solo de su esfuerzo, sino de su valentía, porque nadie puede negar que México es el país más inseguro para ejercer el periodismo de investigación. En este país ya resulta un lujo y un desafío a la vez reportear en los terrenos controlados por el crimen.

De ahí que este libro resulte doblemente valioso: primero por la intrepidez del reportero Zavaleta, que se arrojó al despeñadero criminal desafiando a la muerte; segundo, porque de no ser así sería imposible conocer, con lujo de detalles, el profundo abismo a que se en­frentan miles de familias en México, las cuales gritan y exigen justicia y únicamente obtienen como respuesta el silencio.

Es por ello que este esfuerzo periodístico vale mu­cho la pena. No dudo que este libro, Las buscadoras, será un éxito editorial, pues exhibe al régimen de la Cuarta Transformación como lo que es: una vil farsa, una continuidad maquillada del pasado. Nada ha cam­biado. Ni cambiará. Los priistas siguen en el poder, pero ahora disfrazados de liberales y justos. Más allá de las promesas del presidente —su palabra se estrella ante la realidad—, lo que prevalece es un país desgarrado por la violencia e inundado de sangre. Este es el legado de López Obrador, quien que se propuso cambiar a Méxi­co y terminó abrazando a los criminales. El sufrimien­to que ha causado la delincuencia es muy profundo y quizá nunca sane. El mejor testimonio para probarlo es este desgarrador libro de Noé Zavaleta, quien nos demuestra, una vez más, que es un reportero en toda la extensión de la palabra.

Ricardo Ravelo
Ciudad de México, diciembre de 2022

Introducción
A la búsqueda de “tesoros”

Ellas los llaman tesoros. Pero esos ob­jetos preciosos carecen de valor económico, no tienen precio en el mercado. Su valor estriba en algo que va mucho más allá: se trata del valor senti­mental, que no puede cuantificarse porque es infinito. Acaso un parámetro que da idea de ese valor es la me­dida del dolor y de la ausencia… Empezaron a llamar tesoros a los restos óseos hallados en las múltiples fosas clandestinas que existen en México, principalmente en los estados de Veracruz, Sinaloa, Guerrero, Jalisco, Michoacán y recientemente en Guanajuato. 

Este libro recopila y retrata el terrible viacrucis que por el que esas mujeres atraviesan en la búsqueda en vida y en muerte de sus desaparecidos, de los desapa­recidos en México, un país que suma más de 100 mil ausencias y contando. Desapariciones que siguen acu­ mulándose por cientos, por miles.

Vivimos en un país donde muchas veces la desapa­ rición de una persona va ligada a la presencia del cri­men organizado, con la complicidad de las policías y de las autoridades en todos sus niveles.

De ahí que no sea un libro fácil. Es necesario hablar de los miles de asesinatos y de la justicia que nunca llega. De un panorama donde hay víctimas y victima­rios, donde existen buenos y malos, donde el mal suele triunfar sobre el bien. “Superman nunca viene por acá”, dice una canción.

Es un libro sobre historias de personas que jurídi­camente no están muertas… Y en teoría tampoco es­tán vivas.

Sus familiares se agruparon en colectivos. Triste­mente lo que los une no es una filiación política, ni el gusto por un equipo de futbol; tampoco una creencia religiosa, o el interés de ejercitarse, mucho menos un estatus social o una preferencia musical. Esas perso­nas están vinculadas por una sola circunstancia: la ausencia de un ser querido. Alguien a quien no en­cuentran por ningún lugar, como si se lo hubiera tra­ gado la tierra en los cientos de agujeros negros que se esparcen por México y que ellas tratan afanosamente de ubicar con la esperanza de que allí encuentren, por fin, a ese hijo, a esa hija, a ese pariente…

1
“¡A la mamá del Chapo sí, a nosotras no!”

Una señora golpea con fuerza la venta­nilla derecha de una lujosa camioneta negra con blindaje. En medio de los manotazos, no
le importa lastimarse algún dedo ni provocarse more­tones en la mano diestra. En el asiento del copiloto via­ja el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador.

“Devuélvame a mi hija, ¡como sea!, pero regrése­mela. ¡Usted me dijo que me iba a ayudar!”, grita la mu­jer, forzando en extremo las cuerdas vocales, y vuelve a manotear sobre el cristal de la Suburban negra. Ló­pez Obrador cruza los brazos dándole a entender que le envía un abrazo. Su pelo, canoso, brilla y contrasta con las ventanillas polarizadas de la camioneta, que permanecen cerradas. En el asiento trasero se encuen­tra, impávido, con el rostro descompuesto, la mirada perdida, la quijada endurecida, el gobernador de Vera­cruz, Cuitláhuac García.

La camioneta trata de avanzar entre un centenar de manifestantes: son familiares de personas desapareci­das. Buscan a sus hijos y se pronuncian en contra del recorte presupuestal a la Comisión Ejecutiva de Aten­ción a Víctimas (CEAV). Para ellos, la partida presu­puestal es oxígeno puro en sus esfuerzos por recorrer todo el país para dar con el paradero de esos hijos.

La señora Graciela Hernández, de 52 años, es ma­dre de Sandra Jennifer Giraldi Hernández, que tenía 19 años en el momento de su desaparición en Xalapa. No deja de pegar a la camioneta a puño cerrado. Ahora el rostro de López Obrador se descompone por comple­to. Ya no hay sonrisas.

Rodeando la camioneta y pujando fuerte, una dece­na de empleados de la ayudantía presidencial y media docena de policías estatales vestidos de civiles hacen equipo para apartar, a empellones y codazos, a los ma­nifestantes que cercan el vehículo.

Otra mujer, perteneciente al colectivo Familias En­laces Xalapa, extiende una lona con fotografías que muestran los rostros de un centenar de desaparecidos. Se coloca en el cofre de la camioneta donde va López Obrador y grita: “¡Bájese a escucharnos!

¡Queremos que nos oiga! ¡Atiéndanos, señor presidente!”, sin re­cibir respuesta alguna. Detrás de la ventanilla solo hay gesticulaciones; el chofer de López Obrador recrimi­na con la mirada a los policías vestidos de civiles. El motor de la camioneta ruge y los neumáticos rechinan sobre el pavimento. La señora no se mueve.

Otras tres camionetas negras, también blindadas, que transportan a autoridades militares y del gabinete federal, se hacen un “cuello de botella” en la entrada de las instalaciones del batallón castrense. De repen­te, en medio de la nada y al borde del llanto, se oye un grito polémico, uno que hasta el día de hoy ha ca­lado hondo en el autollamado gobierno de la Cuarta Transformación: “Como no somos la mamá del Cha­po, ¿por eso no nos atiende? ¡Yo no soy mamá del Chapo, pero escúcheme!”. Una señora más se une al coro de reclamos y, con lágrimas de rabia y de senti­miento, exclama: “¡A la mamá del Chapo sí, a noso­tras no!”. Es el 15 de junio de 2020. Ni la pandemiam por coronavirus, con sus miles de muertos a lo largo del país, impide que las madres de desaparecidos se queden en sus casas esperando noticias de los suyos.

Y es que 75 días atrás, el 29 de marzo, al norte del país, en Badiraguato, Sinaloa —una población que la última vez que fue censada (2020) tenía menos de 27 mil habitantes, pero que se considera la capital mundial del narcotráfico—, Andrés Manuel López Obrador, sí, aquel que inmortalizó la frase: “Abrazos, no balazos”, tuvo el gesto muy controvertido de saludar a Consuelo Loera, madre de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, quien se encuentra recluido en una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos tras haber sido juzgado por acusaciones de homicidio, narcotráfico, tráfico de armas y otros delitos, equivalentes y sufi­cientes para cumplir diez cadenas perpetuas. ¿Y quién sabe?, probablemente saldría debiendo.

Aquel saludo de mano, junto con el intercambio de sonrisas entre López Obrador y la mamá del narcotra­ficante, indignó a todas las madres del país que tienen un hijo desaparecido. Y es posible que también haya indignado a más gente: a miembros de la Marina, a los pocos militares honestos, a los que el presidente llama “periodistas conservadores”… El propio López Obra­dor justificaría el saludo al otro día, en su conferencia mañanera, argumentando que se había tratado de un saludo por “humanidad”.

La imagen del gesto de “hu­manidad” se viralizó en medios locales, nacionales y extranjeros: una imagen convertida en cartón político, en memes, en artículos periodísticos, que circuló por todo el mundo.

En las afueras del Batallón de Infantería de El Lencero, la camioneta en la que se trasladaba Ló­pez Obrador tardó más de tres minutos en avanzar un tramo de 50 metros para escapar de los manifestantes. Una empleada del gobierno de Cuitláhuac García, que llamaba la atención por sus tacones de 15 centíme­tros de altura, su saco sastre, minifalda ceñida, medias negras, se metía desesperada entre los manifestantes, manoteando y gritando con ojos desorbitados: “¡Dejen avanzar al señor presidente! ¡Dejen avanzar al señor Presidente! ¡Respeten la sana distancia! ¡La sana dis­tancia, por favor! ¡Dejen avanzar al presidente!”.

La camioneta arrancó. En el Batallón de Infantería, perteneciente a la Sexta Región Militar, en el munici­pio de Emiliano Zapata, conurbado con Xalapa, solo quedó la avalancha de reclamos e insultos: “Este es un año perdido en búsqueda de desaparecidos. ¡Tenía ra­zón el presidente cuando dijo que la pandemia le ‘vino como anillo al dedo’, porque así, con ese pretexto, no hay búsqueda de desaparecidos!”, exclamó, irrita­da, Fabiola Pensado, quien desde marzo de 2014 bus­ca a su hijo, Argenis Yosimar Pensado Barrera, de 20 años de edad, que trabajaba como mesero de un bar y cuyos presuntos secuestradores fueron acribillados meses después en una balacera en Banderilla.

De ese modo fue como López Obrador, con la ayu­da de subordinados, logró escabullirse de la protesta. Entre tanto, los manifestantes bloquearon la carrete­ra Veracruz­-Xalapa a fin de hacer patente su enojo, provocado por lo que llamaron un completo desdén presidencial, ya que, desde el 4 de junio de 2020, di­versos colectivos de familiares de desaparecidos en el país acamparon en el zócalo de la Ciudad de México en espera de que los recibiera López Obrador. Desde luego, en ese campamento, que estaría instalado du­rante más de 40 días, había parientes de desaparecidos de Veracruz.

Dos horas antes del grito que se refirió al encuen­tro del mandatario con la mamá del Chapo, en el interior del recinto oficial se había llevado a cabo la conferencia mañanera presidencial en la que López Obrador descartó la muerte del líder del Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), Nemesio Osegue­ra Cervantes, alias el Mencho; felicitó al gobernador, Cuitláhuac García, por una reforma electoral que re­ducía prerrogativas de partidos políticos y expresó que miembros del PAN y del PRI eran “hipócritas” que se “ensarapaban” en una falsa oposición. (Me imagino a Marko Cortés, líder de derecha, y a Alejandro More­no, líder del centro izquierda, envueltos en un sarape michoacano y con una botella de pulque en la mano.) “No quieren renunciar a sus prebendas de potentados”.

Mientras López Obrador recibía una lluvia de aplausos, la prensa del sistema (“la fuente presidencial”, le llaman ahora) le hacía preguntas cómodas y los fun­cionarios menores no paraban de tomarse selfies, afue­ra estaba a punto de desatarse el vendaval de reclamos.

En sus más de diez visitas a Veracruz —desde que es presidente de la República—, nunca se le había visto el rostro tan descompuesto al señor López. A pesar de las señales de “abrazos” que enviaba desde su camio­neta, esta vez, del otro lado de la ventanilla, el pueblo “bueno y sabio” —como él mismo llama a la sociedad civil— no le prodigó aplausos.