Cien años del primer manifiesto surrealista
Isidore Ducasse, quien ha pasado a la historia literaria con el seudónimo de conde de Lautréamont, afirmó alguna vez que el arte podría ser “bello como el encuentro fortuito de un paraguas con una máquina de coser en una mesa de disección”. Tal vez ésta es una enigmática, aunque apropiada puerta de entrada para abordar lo que propone uno de los movimientos artísticos más atractivos de entre los que fueron, en su momento, conocidos como las vanguardias. Nos referimos al surrealismo.
Si bien el término surrealismo fue empleado por Guillaume Apollinaire, ya desde 1917, no fue sino hasta que André Breton y Philippe Soupault lo eligen para definir todo un proyecto estético que dicho movimiento se perfila claramente. En efecto, ambos publicaron en 1924 el primer Manifiesto del surrealismo. No fue el inicio, como tal, del concepto de surrealismo, pero sí una fecha histórica que apuntala el surgimiento de un programa estético, revolucionario y, posteriormente, ideológico que pretendió cambiar algunos de los más importantes paradigmas de la cultura. Allí se define al surrealismo como un “automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento”.
El surrealismo, como casi todas las vanguardias surgidas en el siglo xx, y tal vez incluso como todos los movimientos de cambio en la historia del arte, fue una tesis de desafío, una crítica radiante sobre el orden aceptado y vigente en su tiempo. No se explica su presencia sino como una subversión, una radicalización de la duda en el orden imperante. Su aparición coincide con el trastocamiento en la raíz misma de la civilización europea que trajeron consigo la Primera Guerra Mundial, la crisis de las certezas en el positivismo científico y el surgimiento de las grandes revoluciones sociales.
En su momento, contó entre sus más convencidos seguidores a pintores como Max Ernst, Joan Miró, Salvador Dalí, René Magritte y Paul Delvaux; escritores y poetas como Louis Aragon, Paul Éluard, Robert Desnos y Jacques Prévert; así como dramaturgos, escultores, músicos y cineastas como Jean Arp, Antonin Artaud, Alberto Giacometti, Edgar Varèse y Jean Cocteau.
Es difícil hablar de un periodo específico para determinar su vigencia, puesto que a la década de los veinte del siglo pasado —cuando hizo su irrupción— sucedieron reconfiguraciones, escisiones y disputas al interior de sus principales postulados. No obstante, se considera que hacia 1946, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, llegó a su término en tanto movimiento organizado. Sus irradiaciones e influencias, sin embargo, han proseguido casi hasta nuestros días, e incluso hay quienes consideran al surrealismo uno de los antecedentes inmediatos de la contracultura y el arte pop de los años sesenta y setenta del siglo xx.
En México, el surrealismo llegó de un modo un tanto tangencial, en buena medida motivado por la visita que Breton hizo al país en 1938: año en el que firmó, junto con León Trotski y Diego Rivera, el Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Poco tiempo después, en una galería dirigida por Inés Amor, se presentaron obras de René Magritte, Yves Tanguy, Remedios Varo, Frida Kahlo, Agustín Lazo y Roberto Montenegro, entre otros. Como consecuencia de la posguerra y del exilio que trajo consigo, se trasladaron a México varios artistas adscritos al surrealismo, como la ya citada Remedios Varo, Benjamin Péret, Leonora Carrington, José y Kati Horna, Wolfgang Paalen, Alice Rahon y Luis Buñuel. Algunos artistas y escritores mexicanos hallaron en este movimiento ciertas afinidades temáticas; aunque pocos lo adoptaron plenamente como programa estético. Diego Rivera y Frida Kahlo, por ejemplo, se sintieron más atraídos por la ideología política revolucionaria que preconizaba Breton que por autodenominarse como artistas del surrealismo.
¿Qué nos dice hoy, cien años después de su aparición, el surrealismo? Lo más perdurable de esta escuela estética, tal vez, no es simplemente el intento por subvertir el orden de la realidad, sino una convicción de que no existe un orden definitivo en la realidad y de que la ésta, tal como la entendemos y conceptuamos, es sólo un juego permanente de posibilidades y mutaciones. No es casual, en este sentido, que en múltiples momentos los artistas del surrealismo acudieran como “fuente de inspiración” al azar, al sueño, a la magia, a la alquimia, al tarot, y a toda clase de técnicas antiguas de adivinación o conocimiento para apuntalar sus obras.
Su herencia, por demás vigente, consiste acaso en reconocer que si la realidad fuera perfecta no tendríamos por qué ni para qué soñar con otra. Pero ciertamente pertenecemos a la especie que decide soñar: a la que no le basta el mundo.+