Extra, extra: ¡Rosario Castellanos está viva!
He titulado así este texto con el propósito de hacerlo pasar por una teoría de la conspiración, por un reportaje salido de quién sabe dónde, que cita quién sabe qué fuentes y que declara que Rosario Castellanos no murió en Israel hace cincuenta años, no; no fue fulminada por una descarga eléctrica, como se nos ha hecho pensar; sino que está viva, muy mayor, claro, son casi cien años los que cuenta la pobre, pero viva, porque la congelaron como a Walt Disney o se esconde como Michael Jackson.
Y es que me resulta curioso que, desde aquel mes de agosto de 1974, cuando la escritora mexicana cerró los ojos definitivamente, e incluso ahora que se cumplen cincuenta años de ello, se derroche tanta tinta para hablar sobre las “misteriosas” circunstancias de su muerte. Basta con escribir su nombre en internet para toparse con encabezados sensacionalistas que hablan de un asesinato y hasta de suicidio. En Lee + preferimos sumarnos a los festejos de su vida y de su obra, como otras instituciones dentro y fuera de México. Y eso es lo que haremos con las siguientes líneas.
Rosario Castellanos nació casi por accidente en Ciudad de México, pero pasó su infancia en Chiapas. Esos años le permitieron observar de cerca la realidad social de los pueblos indígenas. Igual que otros autores (como el premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias), aprendió mucho de su nana: Rufina, perteneciente al pueblo tzeltal, le relataba las historias de su comunidad e incluso le hablaba en su lengua materna.
Más tarde, la joven Rosario se trasladó a la capital de la república, donde cursó la licenciatura y la maestría en filosofía en la unam. Muy pronto forjó relaciones con personas como Dolores Castro, Efrén Hernández, Augusto Monterroso, Emilio Carballido y hasta un tal Jaime Sabines, paisano suyo. Como pocos escritores, a lo largo de su vida, Castellanos supo sostener la pluma cuando se trataba de narrativa, poesía, ensayo, periodismo e incluso teatro. Hoy, los lectores la recuerdan por la fuerza de sus palabras y también por su ironía.
La crítica feminista la reconoce como uno de los pilares de la literatura escrita por mujeres en México. Imposible olvidar su texto “La abnegación: una virtud loca” o los que conforman su libro Mujer que sabe latín…, tal como su lucha desde las instituciones por visibilizar la exclusión de la que eran víctimas las mujeres mexicanas de su tiempo. La crítica indigenista también la reconoce como una persona que promovió las historias de quienes poco se había escrito hasta entonces. Castellanos habló de la doble exclusión que significaba ser mujer indígena. Y, sin embargo, ni ella misma aceptó las clasificaciones de feminista e indigenista ni nosotros podríamos reducirla a ello, pues representó mucho más.
Fue la docente que impartió clases en la Facultad de Leyes de Chiapas, en la Universidad de Wisconsin, en la Bloomington y, por supuesto, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Yo, como muchos alumnos de esa institución, pasé largas jornadas en el jardín que hoy lleva su hombre durante mis años de estudio. Fue la traductora de poetas como Emily Dickinson. Fue la comentarista de autoras como Isak Dinesen, Doris Lessing y Natalia Ginzburg. Fue también la embajadora de México en Israel.
Hoy nos sobran formas de acercarnos a su obra. Tenemos algunos poemas en su propia voz vagando por las redes. Contamos con gran parte de sus obras reunidas publicadas por el Fondo de Cultura Económica. Tenemos reediciones de sus libros, como la nueva versión de sus Cartas a Ricardo en la colección Vindictas de la unam. Tenemos todo para acercarnos a esa mujer —como escribía ella misma— “de palabra no. / Pero sí de palabras”. Y no sólo por nostalgia, sino porque muchas de las situaciones de las que ella habló siguen doliendo en el mundo actual.
Hasta que todas estén resueltas, Rosario Castellanos estará viva. +