Juárez. La otra historia (adelanto)

Juárez. La otra historia (adelanto)

Junto a la puerta que llevaba al entresuelo del convento los esperaba un achichincle. El hombre con las greñas tiesas y la ropa astrosa cumplió sus órdenes a la perfección. Sólo Dios sabe cómo pudo aguantarse las ganas de rascarse para atreguar al piojerío que le carcomía la cabeza, los sobacos y la pelambrera del bajo vientre. 

En silencio y con los ojos clavados en el piso le entregó la lámpara de aceite a su patrón. La llama era intachable. Siete veces lo habían obligado a bajar para asegurarse de que la luz fuera perfecta. Por ninguna razón, el señor presidente podía quedarse en penumbras. Los rumores de que la oscuridad le disgustaba no podían echarse en saco roto. 

Los movimientos de Juárez eran lentos. El tiempo y las incontables pisadas habían desgastado las escaleras que caracoleaban hasta las profundidades del convento. Ni por asomo, el gobernador se atrevió a tratar de ayudarlo. El señor presidente no toleraba que lo trataran como el viejo que era. Sus más de sesenta años y las huellas del maleficio que lo condenó a la vida nómada debían ignorarse. El impasible, el eterno, el omnipotente era incapaz de darse el lujo de ser un anciano decrépito. La espalda más recta que una tabla recién cepillada, y los pelos que se mantenían negros a fuerza del aceite de los huesos de mamey tatemados le bastaban para mantener la apariencia. Poco faltaba para que se untara clara de huevo en las patas de gallo con tal de esconderlas. A pesar de esto, la vejez se le notaba a golpe de vista. Por más que lo quisiera, era imposible disimular las bolsas que le hinchaban los párpados, los cachetes flácidos y la papada que a ratos se desparramaba sobre el cuello corto y grueso. 

A cada paso que daban, el hedor era más fuerte. El espesor del silencio fue lo primero que lo sorprendió. Ningún zumbido lo interrumpía. Las moscas acorazadas no tenían necesidad de adentrarse en el entresuelo y mucho menos se internaban en el sótano para husmear entre los triques olvidados y los muebles destartalados. Los destripados que seguían tirados en las calles les bastaban para atragantarse y desovar. Poco faltaba para que las larvas se desparramaran sobre los adoquines y los empedrados. 

—Déjeme solo —le ordenó al gobernador, que se largó sin pronunciar una palabra. 

El entresuelo era mucho más alto de lo que imaginaba. Las paredes estaban carcomidas por el moho. En algunas, los ladrillos se revelaban como llagas incurables. Aquí y allá se veían las rajaduras que provocaron los temblores y los cañonazos. La oscuridad del sótano apenas se asomaba entre los gruesos tablones del piso y en las escaleras que descendían para ser devoradas por la negrura. 

 

En silencio avanzó hasta llegar frente al cadáver. Maximiliano colgaba del techo, su cuerpo estaba desnudo y de cabeza. La piel se le pegaba a los huesos, la podredumbre le trazaba arroyos en la cara. El hambre provocada por el sitio lo había transformado. Su larga barba y sus cabellos rizados eran un mazacote hediondo. Las inyecciones de parafina y el tanque con arsénico nada pudieron en contra de la putrefacción. 

Las intentonas del doctor Licea estaban condenadas al fracaso: al cabo de unas semanas, el ataúd donde por fin lo metieron se rajaría por la presión de los gases corruptos. El cristal que mostraba su rostro se convirtió en una telaraña que se quebró cuando alguien se atrevió a tentarla. 

Se acercó para mirarle la cara. Las ganas de tocarlo apenas duraron un instante. Le habían sacado los ojos y sobre la mesa estaban los globos de vidrio que le arrancaron a la estatua de Santa Úrsula. Las gruesas vetas que brotaron por el uso impedían que rodaran hasta volverse añicos en el piso. Ésa era la primera vez que lo veía. Por más que se lo pidió, nunca aceptó encontrarse con él. Su orgullo lo obligaba a mantener distancia. Maximiliano tenía la alzada de la nobleza, sus cabellos eran arroyos de oro y sus ojos remarcaban la claridad de la buena sangre. La fotografía que seguramente les habrían tomado revelaría lo inocultable. En menos de lo que canta un gallo, las litografías de los periódicos se burlarían de su apariencia. Un indio panzón y chaparro nada podía delante del gigante Habsburgo. A nadie le importaría que se pusiera su mejor levita o se calzara el más alto de sus sombreros. La cima de la copa sólo acentuaría el escaso metro y medio que medía. 

Lo que le habían contado era cierto. Por más que los muerteros sudaron la gota gorda, no pudieron sambutirlo en el ataúd después de que lo fusilaron y lo ensabanaron. Las piernas se desbordaban y tuvieron que arrancarle uno de los lados a la caja. Los tacones de sus botas labraron las hendiduras de su último recorrido. Eso era mejor que quebrárselas a marrazos. Aunque estuvieran derrotados, los imperialistas habrían impedido la profanación de su cuerpo. 

—Cuando el indio encanece, el blanco ya no aparece —susurró mientras recargaba todo su peso en el bastón, que apenas se curvó.