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Los recuerdos del porvenir: aquí la ilusión se paga con la vida

Los recuerdos del porvenir: aquí la ilusión se paga con la vida

15 de enero de 2021

 Jesús Pérez Gaona

Leo en la cuenta de Twitter de una chica: «Hoy recibí una invitación para una entrevista sobre Octavio Paz. Les dije que la verdad no sabía mucho sobre el esposo de Elena Garro». ¡Cómo cambian las cosas!, ¡qué vueltas da la vida!, a casi 50 años de la publicación de Los recuerdos del porvenir (1963), la Mafalda o el Quijote de la escritora mexicana. «Su misión secreta era pasearse por mis calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día», se lee en una parte de la obra, y cuya imagen describe, a mi parecer, a la propia Elena Garro. «Le hubiera sido muy útil una red para cazar mariposas, pero era tan visible que hubiera despertado sospechas. (…) Al volver a su casa se encerraba en su cuarto para reducir las palabras a letras y guardarlas otra vez en el diccionario, del cual no deberían haber salido nunca. Lo terrible era que no bien una palabra maligna encontraba el camino de las lenguas perversas, se escapaba siempre, y por eso su labor no tenía fin».

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La leyenda dice que un hombre -onvre, para resaltar por qué elegí esta palabra- fue el que nos salvó del fuego al que había sido condenado la novela. Y también, según se cuenta, fue un hombre quien entregó la obra a los editores para su publicación, luego de permanecer 10 años en un baúl. Lo cierto es que al dejar la imprenta Los recuerdos del porvenir ganó premios pomposos, y dio un merecido prestigio a Garro que no hizo sino aumentar desde entonces, tanto como la legión de sus detractores. Una extraña alianza entre fans de Paz y rucos que no perdonan su traición al movimiento del 68. «Lee más», ironizó Monsiváis cuando en 1993 Braulio Peralta le preguntó si la obra de Garro no merecía «olvidarse de lo político», para obtener así un nuevo valor literario.

De modo paralelo, cuando se habla de Los recuerdos siempre se recuerda que junto a Cien años de soledad (1967) es una de las cumbres del realismo mágico en América Latina. Y al lado de Pedro Páramo (1955), pertenece a lo mejor de la producción literaria de la generación mexicana del 17. Merecidos logros a decir verdad, pero para mí eso no hace sino desactivar la ternura radical que es la novela, sobre todo entre amigas lectoras, como me han contado. En las posibles traducciones del título, elegido por Garro en honor a una pulquería, hay algo de esa explosión quemando cromo hacia la bóveda celeste dentro de la cabeza del lector: «memories of the future», «souvenirs du futur», «Erinnerungen an die Zukunft», «remembrance of things to come».

«Hubiera querido llevarlos a pasear por mi memoria para que vieran a las generaciones ya muertas: nada quedaba de sus lágrimas y duelos. Extraviados en sí mismos, ignoraban que una vida no basta para descubrir los infinitos sabores de la menta, las luces de una noche o la multitud de colores de que están hechos los colores. Una generación sucede a la otra, y cada una repite los actos de la anterior. Sólo un instante antes de morir descubren que era posible soñar y dibujar el mundo a su manera, para luego despertar y empezar un dibujo diferente».

Escuché a un youtuber quejarse de que en muchos momentos la autora insiste en la idea de los distintos tiempos, en la evocación y en el olvido. «En ese tiempo un lunes era todos los lunes, las palabras se volvían mágicas, las gentes se desdoblaban en personajes incorpóreos y los paisajes se transmutaban en colores». En mi opinión, Garro no descubrió el hilo negro ni inventó el agua tibia, pero supo cómo narrar esta historia de piedras consumidas por la memoria del fuego. Una tragedia en femenino, a contracorriente de la República de las Letras. Ixtepec no es Comala, un lugar fuera del tiempo, fuera del mundo. Es un pueblo-narrador, una conciencia convertida en comunidad, el pasado, presente y futuro con 15 minutos de tolerancia, la verdadera tragedia mexicana.

Y sus dos protagonistas, Julia e Isabel, son cercanas a nosotros. No son ese espectro penoso de Susana San Juan, ni la lacrimosa Santa de Federico Gamboa. Podrían vivir ahora mismo y afligirse de la misma manera que en su época. Hablo de feminismo -es decir de vigor- y hablo también de vigencia. «No me voy a casar», se queja la niña Moncada en cierto momento. «Le humillaba la idea de que el único futuro para las mujeres fuera el matrimonio. Hablar del 3 matrimonio como de una solución la dejaba reducida a una mercancía a la que había que dar salida a cualquier precio».

Pues «la violencia y la crueldad se ejercía con furor sobre las mujeres, los perros callejeros y los indios». Los recuerdos es también una novela de contrastes: de mujeres lectoras que, pese a todo, culpan a otras mujeres de sus desgracias, y de un pueblo racista que sin los indios no podría sostener un levantamiento armado. «No todas las mujeres pueden gozar de la decencia de quedarse viudas». Una novela de cuscas y patricios, y sus «dos memorias». Tomás Segovia, por ejemplo, es un poeta que al hablar llena «los oídos de engrudo». Alguien que al sacrificar el silencio, «rompía el hechizo», y que no leía cosas como «el libro rojo» de Felipe Hurtado, quien a su vez pertenece a los «fuereños», a los «forasteros», a lo «extranjero», lo «desconocido» que robaría la paz de Ixtepec. Como ladrón de la desdicha, Hurtado es el hurtador de Julia, el raptor de la calma piadosa que había antes de la ilusión, aquel que les mostraría que «la ilusión se paga con la vida».

La metáfora, la comparación, toma nuevos bríos cuando se descubre que Ixtepec es el retrato de la infancia de Garro en Iguala, Guerrero, el lugar donde fueron raptados los 43 normalistas de Ayotzinapa, aún desparecidos, además de otras tragedias. «Una desdicha encadenada a otra desdicha», una maldición «rebotando de tumba en tumba». Por una razón obvia, la obra parece decir hoy más sobre la identidad nacional -hablando de los excluidos o infravalorados, retratados desde la dignidad o la indignación- de los que también se ocupan El laberinto de la soledad (1950) o Tiempo mexicano (1971). Inclusive en el caso de aquel delirio conservador que ni en 1926 tenía el menor sentido, cuando los feligreses caían como mártires ante «la amistad sangrienta entre porfiristas católicos y revolucionarios ateos». «Viva Cristo Rey» es siempre el grito de frustración de quienes son derrotados por la laicidad y el sentido común, como en el México de hoy.

Y fue precisamente en este ángulo pueblerino de la historia donde encontré una potencia de la que pocos hablan: el paralelismo de una comunidad ocupada por los militares de Francisco Rojas, y la resistencia femenina ante la dominación patriarcal sobre su cuerpo. «Voluntades extrañas a la suya destruyendo uno a uno los pequeños placeres cotidianos». Los mil y un modos para sortear una invasión, volverse un «enemigo invisible». La estrategia del disimulo contra los intrusos: «tenía las manos vacías: Ixtepec se le escurría como una serpiente». Antes de que 4 Rorschach gritará en la cárcel: «yo no estoy encerrado aquí con ustedes, ustedes están encerrados aquí conmigo», el pueblo de Ixtepec había presumido: «el general y sus ayudantes eran nuestros presos».

Garro combatió desde su mirada esta injusticia sobre sí misma y sobre todas las mujeres. Sin embargo, espiada por el gobierno para el que fue informante, quedó del lado incorrecto de la historia. Y pese a buenas o malas intenciones, como el cristero loco Juan Cariño con su «misión limpiadora», su obra aún lidia con ese lastre. Los recuerdos del porvenir es, por ello, el pasado que nos persigue. Un pasado sin más certeza del futuro que este inasible presente mexicano, ranchero, asfixiante, armado, y que envuelve todos los momentos de la vida íntima, petrificándonos. +