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Las sinfonías de Roberto Calasso

Las sinfonías de Roberto Calasso

27 de septiembre de 2021

Julio Trujillo

Roberto Calasso fue un gran escritor y un gran editor. No se encuentran ejemplos semejantes: los grandes editores de nuestra época fueron solventes escritores, pero no grandes, y los grandes escritores, solventes editores, pero no grandes (como Eliot en Faber & Faber). Calasso fue ambos, incluso a veces se confunde el arte de ambas vocaciones en él, como si hubiera escrito el catálogo de Adelphi y editado sus propios libros. Él abonó a esta idea de trasvase, diciendo que los libros de un catálogo se pueden interpretar también como los capítulos de un libro, y acumulando libros propios como capítulos de un gran libro sobre los mitos y los dioses, incluso si estos libros eran escrupulosamente literarios, como los dedicados a Kafka y a Baudelaire.

La editorial Adelphi nació en 1962 como una pequeña rebelión, publicando las obras completas de Nietzsche cuando a éste todavía se le leía con las anteojeras de la ideología. Esa pequeña rebelión, que no condesciende, es la que hace grande a un editor, pues termina por configurar un gusto (y con él una influencia, y con ella una conversación y una época) ajeno a las tendencias de la época y en realidad único, fruto de un conjunto de mentes afines que lo arriesgan todo por compartir con la sociedad una serie de libros queridos. Esto, como decíamos, no es fácil, hay que resistir y polemizar. Calasso casi no participó en polémicas públicas, y mejor optó (gesto de característica elegancia) por enviar cajas de chocolates a aquellos que lo atacaban. Y así fundió durante décadas su labor editorial con su propia vida.

E insisto: a la par de esto, escribió una obra notabilísima, de difícil definición (¿y no es lo difícil de definir siempre interesante?); una obra que viaja en el tiempo y en el espacio con gran facilidad, que perfora en un punto de interés como si estuviera haciendo arqueología y separando capas geológicas con las pinzas del artesano. ¿Su fascinación y casi monotema a lo largo de más de 20 libros?: los mitos, su tejido paralelo al de la historia y su presencia entre nosotros. Y, por cierto, si usted no cree en los mitos ni en su genealogía de mujeres y hombres, de diosas y dioses, ése es un problema estrictamente suyo, porque los dioses sí creen en usted. “No importa lo que hagamos, estamos en una fábula”, dijo bellamente Calasso, y mito significa fábula. Como epígrafe del que sin duda ha sido su libro más leído, Las bodas de Cadmo y

Harmonía, Calasso eligió esta frase de su muy admirado Salustio: “Estas cosas jamás sucedieron, pero existen siempre”. Y, como si ello no bastara, Calasso se ha encargado de recordarnos en varias ocasiones que el primer mito es el mismo mundo. Con una admirable, casi inverosímil visión panorámica, Calasso, en sus grandes libros, es el guía que nos lleva por los ríos de la mitografía tanto de Occidente como de Oriente, demostrando que conocía a ciegas el árbol genealógico de nuestros dioses y todas y cada una de sus ramificaciones.

Como Atenea, Calasso es un escritor que teje, que anuda, que conecta su red de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera. Uno de los nudos, pero no el central, de Las bodas de Cadmo y Harmonía es el rapto que Zeus hace de Europa; así abren sus páginas, pero el lector no tarda en descubrir que asiste a apenas uno de los cientos de estaciones, nudos y capítulos que configuran la red de las historias. Los dioses aparecen, desaparecen, comparecen de nuevo, con ligeras variantes en sus historias, según las registre Homero, Virgilio, Plutarco, Heródoto o Calímaco, y es Calasso quien nos va a ofrecer la totalidad de la red: el mandala fielmente reconstruido. Además, como desinteresadamente y con una prosa suprema, Calasso cuela aquí y allá hermosas argumentaciones en defensa de los mitos:

La actitud de Platón hacia los mitos es la que a veces conquistan los más lúcidos de los modernos. Los más toscos, sin embargo, siguen discutiendo acerca de la palabra creer, palabra fatal en relación con los mitos, como si para los antiguos se hubiera tratado de creer con la misma supersticiosa convicción con que los filólogos de la época de Wilamowitz creían en el encendido de una bombilla sobre la mesa de su estudio. No, ya Sócrates, poco antes de morir, lo había aclarado, se entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma aplica a ella misma.

El regalo que nos da contagiarnos de una convicción como la suya es saber que, incluso cuando estamos instalados en la más estricta soledad, en realidad estamos rodeados de dioses que nos acompañan y nos observan con una curiosidad olímpica. Hacer más visible, o al menos más conocible, el “vínculo mágico” del que habla fue la labor de su vida y por ello todos sus libros pueden considerarse partes de una sola obra.

Me sorprendió mucho que este inigualable lector de los grandes lienzos mitológicos resultara a su vez un fino lector de poesía, como lo demuestra en La Folie Baudelaire (dice sobre el autor de Las flores del mal, con una deliciosa perspicacia: “su musa era la Analogía”); pero que a la mitad de ese brillante estudio Calasso se transfigure en crítico de arte y emprenda una admirable indagación de las obras de Ingres, Delacroix, Manet, Monet y Degas ya me parece demasiado… No sólo aplica su mirada panorámica a la obra de un artista en particular (“Delacroix tuvo la desventaja de ser no sólo un pintor sino una causa. Le correspondió representar ‘la melancolía y la parte ardiente de su siglo’”), sino que sabe ver los colores como si fuera sobrino de Goethe, como lo demuestra con los azules de Ingres y con los verdes de Manet (y posteriormente con el libro El rosa Tiepolo), una mirada verdaderamente fina y sensible que se puede detener con deleite en unos abanicos ilustrados por Degas. Estamos, pues, ante un polímata que supo orquestar su multitud de talentos para ofrecernos esas sinfónicas que son sus libros.

Un poco aterrado por el presente, en el que solemos confundir la información con el conocimiento, como él solía decir, y en el que hemos dejado de sentir a los dioses, nos resulta fácil imaginarlo en este momento teniendo una larga conversación con su semejante, Aldo Manuzio, el gran impresor italiano del siglo XV que ocupó su vida en rescatar la herencia de Grecia para sus contemporáneos y cuyo emblema o sello era un delfín rodeando un ancla, el célebre festina lente o “apresúrate despacio”, leyenda con la que estoy seguro que Calasso coincide ahora plenamente, en ultratumba, apresurándose lento, tejiendo el vínculo mágico, tal vez escribiendo un nuevo capítulo de su vasta historia de los dioses, pero ya desde el punto de vista de la eternidad. +