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Cuatro familias y un cosmos. Entrevista a Pedro Ángel Palou

Cuatro familias y un cosmos. Entrevista a Pedro Ángel Palou

Por José Luis Trueba Lara

11 de agosto 2022

El silencio es valioso. Cuando nuestra voz estorba, la mudez se torna decisiva para adentrarnos en el mundo de las palabras. Esto fue lo que me ocurrió durante una conversación con Pedro Ángel Palou: lo mejor era que mis preguntas enmudecieran y su voz fuera lo único que se conservara. Entremos por la puerta grande y con el mejor de los guías a México. La novela.

1. Me atreví a escribir México. La novela como resultado de un acto de ingenuidad. Una historia que transcurre a lo largo de 500 años no era poca cosa. Al comenzar a trabajar en ella, pensé que todo sería más fácil y que tenía el dominio técnico para emprender una obra de esta magnitud. Efectivamente, la técnica literaria resulta decisiva en cualquier novela. Sin embargo, no es lo mismo pensar en las cosas que hacerlas. Los retos no eran pocos: para comenzar, debía crear a las familias que la protagonizan, era fundamental que la novela hablara de todas las clases sociales y no estuviera marcada por las casualidades que podrían mermar su verosimilitud. Resultaba inaceptable que sus protagonistas siempre se encontraran con las personas indicadas en los momentos precisos.

Los personajes de México… tenían que ser como nosotros: gente que vive la historia y se ve afectada por ella, aunque en su vida cotidiana todo transcurra de una manera “normal”. Cuando Madero y Pino Suárez fueron asesinados —por poner un ejemplo—, no todos los habitantes de la capital vivieron de la misma manera este golpe de Estado, el único hecho de armas que ocurrió en la Ciudad de México durante la Revolución, justo como le ocurrió a José Juan Tablada, que estaba en su casa japonesa de Coyoacán y hablaba por teléfono para enterarse de lo que sucedía en el centro. Creo que la historia afecta la vida de las personas de una manera oblicua, y yo necesitaba a cuatro familias que me permitieran crear la novela sin perder de vista esta peculiaridad.

Los Cuautle, los Santoveña, los Landero y los Sefamí son los grandes protagonistas de México… La primera de estas familias tiene un origen prehispánico y forma parte de la tradición de los tlacuilos, de los dibujantes de códices, que tras la caída de Tenochtitlan se convertirán en talabarteros, zapateros, y al llegar el siglo xx entrarán a la universidad para transformarse en personajes distintos: un abogado, un médico y un arqueólogo. Se trata de una familia que durante siglos trabajó con las manos y produjo cosas materiales, pero los Cuautle también son gente culta y capaz de guardar las tradiciones que se encarnan en un códice y muchísimos libros.

En cambio, los Santoveña conforman una familia de dinero, y entre sus miembros hay un poco de todo. Luisa Santoveña es uno de mis personajes preferidos: una mujer liberal que tiene a uno de los Cuautle como amante: un impresor que también está marcado por el liberalismo. Contra lo que pudiera pensarse, no son una familia conservadora, eso les tocará a los Landero. Ellos son panaderos, un oficio que nos muestra la historia de un gremio muy tradicionalista, que durante siglos se protegió mucho a sí mismo. Las ordenanzas novohispanas y sus costumbres se convierten en una muestra de esto.

A diferencia de las familias anteriores, que nacieron en el pasado lejano, los Sefamí forman parte de los judíos que llegaron a México en el siglo xx. Ellos nos muestran una comunidad que se cuece aparte. Son los dueños de una solidaridad, de un respeto a la tradición y de un sentido de pertenencia que los hacen únicos; incluso, puedo pensar que integran la comunidad más endogámica de nuestro país. Los Sefamí eran fundamentales para contar una parte de la historia del siglo pasado desde la perspectiva de los migrantes que mantenían sus tradiciones y las mezclaban con las costumbres del nuevo país, justo como me lo contaba uno de mis amigos: su madre les preparaba keppe, pero la salsa tenía chipotle.

Estas cuatro familias me permitieron crear contrastes y dar cabida a hechos reales y posibles: ¿qué pasaba si una chica mexicana quería ser novia de un joven judío en los cincuenta? Por supuesto, en la novela también hay una investigación sobre las sensibilidades y los cambios que vieron a lo largo de esos siglos. Por eso me adentré en el cine, la música y todo aquello que a lo largo de 500 años permitió la educación sentimental de la gente.

2. En esta novela hay algo de intimidad. Todos, en el momento en que nos convertimos en verdaderos individuos, deseamos no parecernos a nuestros padres. Sin embargo, infancia es destino y siempre terminamos pareciéndonos a ellos. Tal vez lo mejor sería no negarnos al llamado de nuestra historia y asumirla como algo fundamental; sin embargo, esto casi nunca ocurre. Obviamente, yo no quería escribir nada que se pareciera a lo que hacía mi padre. Necesitaba pensar que me mantendría lejos de la historia, pero el destino terminó por alcanzarme. México… es la primera novela que escribo sin su presencia.

La biblioteca de mi padre fue decisiva en mi vida y lo mismo sucedió con los encuentros que propiciaba. Él era el lector más ávido que he conocido y, por supuesto, también se adentraba en la literatura. Ejemplos de esto hay muchísimos, y van desde la posibilidad de tener al alcance de mis manos la colección completa de El Volador, de Joaquín Mortiz, hasta la oportunidad de conocer a Carlos Barral cuando venía a Puebla por una de sus empresas quijotescas: traer los restos del obispo Palafox y lograr su santificación; lo mismo podría decirte de mis estancias en la Biblioteca Palafoxiana y de estar cerca del Premio Edmundo Valdés de Cuento, uno de los más importantes de América Latina. Ahí, en casa, conocí a don Edmundo y a jurados de la talla de José Emilio Pacheco. Es decir, la historia y las letras me vienen por línea paterna.

3. En cierto sentido, México… es la culminación del trabajo que he venido haciendo desde la publicación de Zapata hasta este momento. Por esta razón y gracias al dominio técnico que he ido adquiriendo, en algunos momentos me atrevo a parafrasearme, y en otros me animo a llegar más lejos. Te doy un ejemplo: aunque Zapata casi siempre se muestra como un ser casi enmudecido, en esta novela lo hice hablar y decirle muchas cosas a Madero en una de las reuniones que tuvieron en su casa.

Sin embargo, entre México… y las otras novelas existe una distancia fundamental: ellas están basadas en un personaje que existió —como Morelos, Díaz, Zapata o Villa— y, gracias a esto, al momento de trabajar tenía muchos elementos de los cuales asirme: una cronología, muchas anécdotas y una serie de huecos que podía explorar como escritor. Pero en México… no tenía de dónde agarrarme: sus personajes son ficticios, por eso tenía que darles cuerpo y volverlos creíbles. Además, me enfrenté a otro problema: en una novela convencional, el lector sigue al personaje y se enterará de lo que le ocurre en cierto momento de su vida. Esto es lo que nos atrapa y nos obliga a seguir adelante. Pero, ¿cómo podía atrapar al lector en una novela en la que el personaje morirá al siguiente capítulo por una razón obvia: la historia que cuenta dura 500 años?

El gran descubrimiento de México… consistió en lograr que los lectores tuvieran cierta empatía con una familia y no sólo con uno de sus integrantes. Lo que me importaba era que quisieran saber qué les pasó a los Cuautle, a los Santoveña, a los Landero o a los Sefamí. Pero esto también me llevó a un nuevo problema: ¿cómo crear un lenguaje lo suficientemente neutro para contar una historia que dura 500 años y que, al mismo tiempo, tuviera una especificidad para que el lector se sienta en un momento preciso de la historia?

Obviamente, en la literatura —y por ende en esta novela— todo es artificial: su lenguaje tiene que parecer natural, aunque se trate de una creación. Este asunto atraviesa sus diálogos. Las conversaciones de los personajes en español son una de las cosas más perras que hay. En las novelas de García Márquez —por mencionar un caso—, son muy escasos. En muchísimas de las entrevistas que dio, siempre dijo que los diálogos en español le sonaban falsos. Yo no creo que los diálogos en español suenen siempre falsos, pero sí estoy convencido de que son lo más difícil de crear. No pueden sonar tan perfectos en su localización histórica, pues resultarían incomprensibles, pero también deben poseer un dejo lingüístico que nos revele la época y la condición de los hablantes.

Hoy veo mi novela y me siento muy satisfecho de cómo resolví estos problemas para recorrer junto con los lectores la historia de una ciudad y la de cuatro familias que nos permiten caminar por su pasado, desde los tiempos lejanos hasta una de sus mayores tragedias.+