Júbilo puro

Júbilo puro

Jorge F. Hernández

Joy Laville, la pintora fascinante de los colores pastel, nació en Inglaterra, el 8 de septiembre de 1923. Esto significa, entre otras cosas, que este año celebramos el centenario de una artista absolutamente libre, autodidacta, que encontró en la aparente suavidad cotidiana una narrativa visual única. Joy llegó a México en 1956. Para entonces, había vivido la Segunda Guerra Mundial y encontró en San Miguel de Allende un espacio para desarrollar su talento.

En 1964, Joy Laville conoció al escritor Jorge Ibargüengoitia, con quien se casó y cambió de domicilio, primero a Coyoacán y después a París. En su artículo titulado “Mujer pintando en cuarto azul”, Jorge describía a la pintora en estos términos: “Joy pinta seis horas diarias, siete días a la semana; a veces, en las noches, toca el chelo y la flauta dulce con un grupo de aficionados a la música de cámara”.

Para conmemorar los cien años de una artista cuyo estilo resulta “alegre, sensual, ligeramente melancólico, un poco cómico” (en palabras de Jorge Ibargüengoitia), otro Jorge (F. Hernández), quien conoció a Joy Laville, preparó este homenaje.

La Dama vino al mundo para iluminarlo con pinceles de colores tenues, sombras difuminadas y la sombra de un gato invisible. La Dama habitó un sueño intemporal, enamorada de un Jorge que escribía como nadie, y sobrevivió a su ausencia pintándolo encubierto en una selva de variados verdes de acrílico y al fondo la silueta de un avión, quizá la misma nave que abordó su Jorge en París para esperarla en las nubes, ya para siempre, en cuanto la Dama cerró sus ojos y abrió sus alas para el abrazo que venía implícito en cada una de sus pinturas, esculturas, dibujos y apuntes desde que la Dama empezó a afilar sus lápices en la niñez.

Hablo de una obra que viene firmada por H. Joy Laville y que resplandece ante quien tenga la fortuna de presenciar sus telas en persona, como quien abre el telón de una delicada gasa y el mundo se inunda con la fragancia entrañable de suaves horizontes, miradas perdidas de musas calladas y el largo sillón en el cual reposa una mujer que está leyendo un libro en el preciso instante que se vuelve palpable… por estar pintada por Joy. Es decir, júbilo puro.

Se me concedió enamorarme de Joy Laville a primera vista y, con medio siglo de supuesta diferencia en edades, sincronizar el sortilegio de volver gerundio continuo acompañarla admirándola y hablando, conversando y riéndonos de la hermosa ironía de confirmar que soy el hijo imaginario que tuvo con su Jorge. Por eso soy hermano putativo de Trevor, el hijo inglés de la Dama, que vio de cerca a Winston Churchill cuando ella se vestía de enfermera al alivio de mutilados de una guerra atroz en otra vida, lejana al paisaje de Guanajuato, donde empezó una nueva vida con su Jorge. 

La pareja cristalizó a primera vista en San Miguel de Allende y formalizó con firmas asentándose en el Coyoacán del antiguo Distrito Federal. Consta que vivieron en París ―primero, en la rue Lauriston y, luego, en 606bis de la rue Saint Didier, aunque seguían soñándose en Coyoacán―. Joy volvió de Europa sin Jorge y, luego de un año bañado en agua salada por los párpados, deambulando París sin pintarlo, resucitó en Cuernavaca, donde todos los martes y luego todos los jueves y luego todos los días nos estrechamos en conversar la hermosa trayectoria de una artista infinita.

Joy pintaba sueños, paisajes inasibles pero palpables y silencios de mujeres mirando al vacío; Joy pintaba playas interminables por donde se aleja una pareja que va del brazo directamente al infinito. Joy pintaba cuerpos congelados en el secreto instante de un deseo y sueños de sus sueños emanados de la verde selva o encerrados en la solitaria flor que transpira desde una jarra blanca que alguna vez llevó agua.

No pasa un solo día sin que la piense y contemple en sus pinturas prodigiosas el recuerdo entrañable de su voz con sonrisa y los párrafos de su Jorge… ambos ahora intangibles en los sueños que me llevan siempre a Coyoacán desde cualquier parte del olvido.