Querida descocada
A Georgia, dondequiera que esté
Sólo dos libros me brincaron a la mente cuando pensé en gatos y literatura. Tampoco es que le haya pensado mucho, pero uno fue El maestro y Margarita, de Bulgákov, desde luego por el gatote que no deja de pasearse por toda la obra, y el otro, un libro que leí hace varios años y que me recomendó (y prestó) Bef: uno que se llama Slam, de un tal Lewis Shiner, porque recordé que el protagonista vive de cuidar una casa llena de gatos que heredaron la fortuna de su finada dueña (sí, como debió pasarles a Los aristogatos). Tan pocas referencias se deben, primero, a que soy corto de vistas literarias y, después, a que soy más de canes que de felinos. La prueba está en que tengo un libro que se llama Un viejo gato gris mirando por la ventana, pero el gato aparece sólo en una de las 107 páginas (lo cual me ha granjeado múltiples reclamos por parte de la gente gatuna, que por supuesto esperaba más) y, en cambio, tengo un libro-álbum llamado Dulce y Meg, que retrata la amistad de una niña con su perrita y en el cual el reto para echar carreras entre ellas (que además aparece dos veces y media en un libro de poquititas páginas) es éste: “El último es un gato piojoso”.
Así que tal vez sea fácil advertir que este encargo no fue de mi total predilección. Volver a escribir en Lee+ después de tanto tiempo, sólo que… de gatos. Resulta, no obstante, que la revista cumple quince años y, nomás por el puro cariño (a la revista, a Yara, al equipo), quise estar entre estas páginas, aunque me viera obligado a cambiar los aullidos de lobo por los maullidos de micifuz.
Con todo… he de confesar descaradamente que quise utilizar esta oportunidad para ponerme en paz con cierta memoria. La de la única mascota que tuve antes de los treinta años y que fue exclusivamente mía: una gata llamada Georgia.
Eran los años noventa y vivía yo solo en un departamento muy de soltero (las plantas estaban todas muertas, pero algo vivía en el refrigerador). Lo último que, en mi opinión, le hacía falta a dicho hábitat era una mascota, pues yo no estaba en casa prácticamente en ningún momento durante el día. Un pez, vaya y pase. Un loro, tal vez. Pero resultó que la gata de una amiga mía tuvo gatitos y una cosa llevó a la otra. Me convenció con dos muy potentes argumentos: “Para que no te la pases hablando solo” y “Mira, que está bien lindo el gatito”.
Un gatito que salió gatita. Ella me lo reveló ya que había arrojado al minino al interior de mi departamento y se había echado a correr. Yo no comprendí tan extraña actitud hasta después, pero, al menos en ese momento, me pareció que había hecho bien en dar mi brazo a torcer. La gatita estaba linda, blanca tirando a crema, orejas y cola grises, ojos de cielo. Y parecía buena.
Nos caímos bien. Nos acoplamos. A pesar de que en realidad sólo nos veíamos en las noches y los fines de semana (no todos). A pesar de que en ocasiones no me acordaba de que había otra boca que alimentar hasta que volvía pasadas las diez y tenía que caminar al Seven por una lata de atún. A pesar de que, más veces de las que me gustaría admitir, el arenero se volvió un espantoso cúmulo de varios centímetros de materia de olor desagradable, cuyo vaciado yo siempre dejaba para después porque, bueno, para esto está la zotehuela, ¿qué no? Y a pesar de que la gatita, a falta de supervisión y de la educación más elemental, se encargó de demostrar que debajo de la alfombra, en todas las habitaciones del departamento, había ladrillo pelado.
A pesar de todo eso, nos volvimos buenos amigos. Veíamos la tele juntos o me veía escribir o me veía leer. Y a veces me veía leer o me veía escribir o veíamos la tele juntos (de acuerdo, no era muy variado el programa, pero es que sólo se trataba del preámbulo del sueño).
El reto vino cuando creció.
A falta de supervisión y de la más elemental educación, en cuanto alcanzó la madurez sexual, se volvió una descocada. Ni más ni menos. Al fin inexperto en materia de felinos (y felinas), siempre que me iba a trabajar dejaba la ventana abierta para que Georgia saliera a dar la vuelta por el rumbo. Y eso, claro, estuvo muy bien durante el tiempo en que sus escarceos fueron impulsados por la mera curiosidad científica. Cuando las salidas adquirieron el más encendido tono de la picaresca lubricidad, todo cambió.
¡Claro que me enteré de que estaba en celo! ¡Si los maullidos te vuelven loco! Pero nunca me imaginé que para el mandato de creced y multiplicaos, sobre todo la segunda parte, fueran tan obedientes los mininos.
Así que Georgia tuvo su primera camada. Cinco gatitos muy bonitos bajo el sofá. Y así fue como entré al tan sonado juego de “Te regalo un gatito, vieras qué lindo está” por el que ha pasado todo aquel que se tarda en esterilizar a su mascota. Fue la primera y, por ende, no fue tan difícil la dispersión. Pero luego vino una segunda. Aún no me reponía de la anterior y ya tenía otros tantos gatitos (éstos no tan bonitos) para ser obsequiados. Y volví al juego. Naturalmente, me propuse, igual que la primera vez, llevarla al veterinario ipso facto. Pero igual que se me pasaba comprar las Whiskas o reducir las montañas de deposiciones, se me pasaba ir a la prometida esterilización. Y así vino una tercera camada. Y una cuarta. Y una quinta…
Hubo gatos de todo tipo. Preciosos y espantosos. Gatos que eran unas monadas y fieras en toda forma. En mi favor, diré que de los aproximadamente treinta hijos que tuvo Georgia en sus siete partos, sólo uno se malogró (presencié un canibalismo del que aún no me repongo) y sólo uno fue entregado a la vida salvaje (intenté meterlo en la caja, pero el angelito se defendió, sí “como gato boca arriba”, así que decidí que, si quería vivir en libertad, se lo había ganado).
Me propuse que la cigüeña no nos visitaría una octava vez. Decidí encerrar a Georgia en la casa. El edificio fue automáticamente cercado por hordas de gatos libidinosos. Durante tres días eso fue un infierno auditivo, pero yo me mantuve en mis trece. Mi error fue que, para el cuarto día, ya apestaba tanto el departamento que decidí abrir una ventila. Dejé pasar el aire al interior por un espacio no mayor a un dedo… y me fui a trabajar.
Nunca más volví a ver a Georgia.
El apetito sexual acumulado por todo ese tiempo le confirió supepoderes elásticos. Atravesó la rendija y se entregó a un desenfreno que, espero, le haya permitido conocer el nirvana en la Tierra.
Cuando regresé, el departamento se sentía horriblemente vacío. Por primera vez en un par de años, me pareció que leer, escribir o ver la tele carecían de sentido. Me comí la última lata de atún, fría, viendo la pared. Y tuvieron que pasar dos décadas para que me animara a tener otra mascota. Esta vez una que ladrara.
Pero sirva este pobre ejercicio felino-literario para decirte, querida descocada, dondequiera que estés (ojalá que en el cielo de los gatos), que me alegro de que tus genes se hayan esparcido por el mundo, porque eras linda y eras buena. Que nunca fuiste tú la del problema, sino yo y mis indolencias. Que algún día vendrá un Bulgákov a ponerte de cuerpo entero en un libro. Y que me debes el depósito de la renta, que fue lo que me costaron tus incursiones arqueológicas en la alfombra.+