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El espacio entre las cosas: Studio Ghibli y la narración japonesa

El espacio entre las cosas: Studio Ghibli y la narración japonesa

Por: Ximena Hutton 

Las películas de Studio Ghibli siempre se han sentido como un abrazo. Son un tipo de arte que no grita ni hace alarde. Simplemente se sientan a tu lado, te ofrecen una taza de té y te invitan a mirar: una niña esperando el camión bajo la lluvia, una bruja adolescente aprendiendo a volar sin mapa, un dios del río embarrado de basura. Su manera pausada de narrar hace parecer que no sucede nada, cuando en realidad está pasando todo. 

Para entender de dónde viene ese estilo, hay que volver al inicio. Studio Ghibli fue fundado en junio de 1985, en Tokio, por Hayao Miyazaki, Isao Takahata y el productor Toshio Suzuki.El nombre del estudio proviene del Caproni Ca.309 Ghibli, un avión italiano de reconocimiento usado durante la Segunda Guerra Mundial. “Ghibli” también significa “viento caliente del desierto” en árabe, representando el deseo de los fundadores de traer un nuevo aire a la industria.

La chispa que encendió su creación fue el éxito inesperado de Nausicaä del Valle del Viento (1984), una película dirigida por Miyazaki bajo el sello de otra compañía, que demostró que había público y necesidad para otro tipo de animación, una que pudiera ser poética, política, ecológica y profundamente humana al mismo tiempo. Takahata, formado en literatura francesa, aportó una sensibilidad narrativa influida por autores como Émile Zola y Paul Valéry. Miyazaki, arquitecto frustrado y apasionado del dibujo desde joven, trajo consigo un amor profundo por la aviación, las máquinas imposibles, la naturaleza en rebeldía y las protagonistas que tienen más en común con personas reales que con estereotipos. Suzuki, periodista y editor de la influyente revista Animage, fue el mediador perfecto entre los dos ya que supo ver lo que nadie más veía y apostó por ello. Juntos fundaron algo más que una productora: construyeron un universo.

Desde entonces, Studio Ghibli se convirtió en algo más que una fábrica de historias. Es un archivo emocional de lo japonés. Un espacio donde convergen la literatura clásica, el teatro , la espiritualidad Shintō, la filosofía budista, el trauma de la guerra y la nostalgia por lo rural. Muchas de sus películas tienen lugar en entornos que ya no existen o están por desaparecer: desde pueblos con casas de madera, estaciones de tren vacías y huertos con cártamo y calabazas, hasta baños públicos antiguos. La modernidad siempre está al acecho, pero nunca es la protagonista. En Recuerdos del ayer (1991), por ejemplo, Taeko escapa de la ciudad para reencontrarse con su infancia y con una forma de vida más sencilla. En Ponyo (2008), lo maravilloso irrumpe sin estridencia: una niña pez quiere vivir en la tierra, y el mar responde con ternura y caos.

El cuento de la princesa Kaguya (2013) es un ejemplo paradigmático. Dirigida por Isao Takahata, la película está basada en el Taketori Monogatari o “El cuento del cortador de bambú”, considerado el primer relato narrativo escrito en japonés y que data del siglo x. La historia narra la vida de una misteriosa niña encontrada dentro de un tallo de bambú, que más tarde revela ser una princesa celestial. Takahata transforma esta leyenda en una reflexión visual sobre el deseo, la libertad y la fugacidad, manteniendo la esencia del mito pero dotándolo de una sensibilidad moderna y profundamente emotiva. La animación parece caligráfica, como si las emociones se dibujaran con pincel. Cuando Kaguya huye del palacio, la línea se deshace. Todo se vuelve trazo, mancha, angustia. Como si el arte no pudiera contener lo que siente.

En las películas de Ghibli, la tradición narrativa japonesa no aparece como decorado, sino como estructura. El cine, en este caso, no moderniza el pasado sino que lo prolonga. Lo hace respirar. Esto se ve en el uso del ma, ese concepto estético que podría traducirse como “el espacio entre las cosas”. En Mi vecino Totoro (1988), por ejemplo, media película se centra en ver a dos niñas caminar por el campo, observar insectos, dormir, mirar cómo crecen las plantas. Nada pasa y todo pasa. Como en los cuentos de Kawabata o los relatos de Banana Yoshimoto, lo que conmueve no es la acción, sino el temblor que deja. El cine, como la literatura japonesa, no se apura.

Este ritmo contemplativo tiene raíces profundas en el sintoísmo, en el que cada elemento del mundo tiene un espíritu: las piedras, los ríos, los alimentos, los objetos olvidados. En El viaje de Chihiro (2001), una de las películas más emblemáticas del estudio, uno de los clientes del balneario resulta ser un dios del río que ha sido contaminado con desechos humanos. Pero, más allá de lo literal, ese episodio funciona como metáfora espiritual. La limpieza del cuerpo de lodo y basura es también una purificación interior. En la tradición sintoísta, este proceso se conoce como misogi, y toda la película puede leerse como una ceremonia de ese tipo. Chihiro no salva al mundo, no vence a ningún mal supremo, simplemente aprende a mirar con respeto. Al nombrar de nuevo lo que se ha olvidado. Le devuelve al mundo su identidad. Y en ese gesto pequeño, casi invisible, radica lo esencial.

Pero Ghibli no sólo se enfoca en la espiritualidad. También hay crítica, y de la más incisiva. Las películas del estudio no temen hablar de guerra, violencia, autoritarismo o deshumanización, aunque lo hagan a través de metáforas y paisajes oníricos. En La tumba de las luciérnagas (1988), Takahata no presenta un conflicto bélico abstracto, sino el dolor íntimo y cotidiano de dos hermanos abandonados a su suerte durante los bombardeos. No hay heroísmo ni redención, únicamente hambre, tristeza y la crudeza de una infancia quebrada.

En Porco Rosso (1992), un piloto convertido en cerdo se niega a colaborar con el régimen fascista en Italia. Aunque ligera en tono, la historia es una sátira política profunda sobre el desencanto, el exilio y la dignidad. Porco, con su sarcasmo y su desdén, es la figura del antihéroe que se rebela desde la melancolía.

El increíble castillo vagabundo (2004) continúa con esta crítica cuando la guerra aparece como una maquinaria absurda, grotesca y autodestructiva. Los soldados no tienen rostro ni propósito, los bombardeos caen sobre ciudades dormidas, y el protagonista, Howl, lucha no por un bando, sino contra el sinsentido mismo del conflicto. Y es que para Miyazaki, la fantasía no evade la realidad: la cuestiona. Sus historias usan lo mágico para revelar lo humano, y lo imposible para hablar de lo urgente. En esa misma línea, la resistencia también se manifiesta en los cuerpos, en las elecciones cotidianas de sus personajes. Allí entran en escena las protagonistas femeninas, quienes encarnan una forma distinta de heroísmo, más ligada al cuidado, la curiosidad y la empatía que al combate o la fuerza.

Las protagonistas de las películas de Studio Ghibli, además, no esperan ser rescatadas. Nausicaä, Chihiro, Kiki, San, Sophie, todas son mujeres fuertes, curiosas y complejas. No buscan salvar al mundo, sino comprenderlo. Miyazaki ha explicado que las crea así porque ha crecido rodeado de mujeres admirables. Más que un gesto panfletario, se trata de una toma de posición clara y delicada. Es un acto de fe en las nuevas generaciones.

Más allá de los títulos más conocidos, Ghibli esconde pequeñas joyas. Susurros del corazón (1995) cuenta el deseo de escribir y el miedo a no ser suficiente. Kiki: entregas a domicilio (1989) es una carta de amor a la independencia adolescente. El recuerdo de Marnie (2014) explora la orfandad, la soledad y la memoria con una delicadeza poco común en el cine infantil. En todas ellas, lo extraordinario está en lo mínimo.

Las películas de Ghibli se sienten como libros antiguos. No imponen, no concluyen, nos acompañan. Verlas es entrar en una biblioteca sin catálogo, donde cada estante guarda una historia medio contada. Hay espiritualidad sin templo, sabiduría sin manual. Cosas que se entienden con el cuerpo, como cuando uno entra descalzo a una casa ajena y sabe que debe hablar bajito.

Por eso, si uno sale de una película del estudio con ganas de leer, no es casualidad. Es continuidad porque esas historias están hechas de la misma materia que los buenos libros: preguntas sin respuesta, belleza sin explicación, personajes que parecen sacados de nuestros sueños.+

Si quieres seguir explorando este universo, aquí van algunas recomendaciones que expanden la experiencia Ghibli en clave literaria y reflexiva:

Un análisis detallado de una de las películas más emblemáticas del estudio, con especial atención a sus símbolos, estructuras y conexiones con la tradición japonesa.

 Una guía emocional y temática para recorrer las películas más queridas de Ghibli, ideal para fans y recién llegados por igual.

 

Un recorrido por las influencias, historias tempranas y contextos que dieron forma al estudio, antes de que existiera oficialmente.