Memento Mori: un viaje de reconocimiento
Hay un momento en cada concierto de Depeche Mode que define la noche. No es el primer acorde, ni el último. Es a la mitad de “Never Let Me Down Again“; Dave Gahan, sacerdote de una fe oscura y sintética, extiende el brazo hacia un lado, y 200,000 pares de brazos, como un trigal humano movido por un solo viento, se mecen al unísono. No es una coreografía; es una liturgia. Quienes estuvimos allí entendemos que la relación de México con Depeche Mode trasciende el simple fandom; es una devoción. Es, como lo describe el cineasta Fernando Frías, “una religión”. Y ahora, tenemos el evangelio.
Depeche Mode: M, el nuevo documental de Frías, no es simplemente una película de concierto. Cualquiera puede plantar cámaras y grabar un setlist. Frías ha procurado crear un ensayo visual, una radiografía espiritual de por qué esta banda de Basildon, Inglaterra, encontró su reflejo más fiel en el corazón existencial de México. Fue sin duda un reto tan grande como la propia banda, tan grande como la cultura mexicana y nuestra relación con la muerte, y en ocasiones ese reto se nota en ese dialogo entre la narrativa propuesta por el director y las interpretaciones de Gahan y compañía a lo largo de la exhibición, entrar y salir entre ambos lenjuajes a veces cuesta, y un epílogo apresurado que no llega a hacer catársis después del subidón que te deja “Personal Jesus”, se resiente.
El título, esa “M” solitaria, es la tesis central. Es la “M” de Memento Mori, el álbum que enmarca la gira, un trabajo nacido de la pérdida y la contemplación de la mortalidad tras el fallecimiento de Andrew Fletcher. Pero es también, e inseparablemente, la “M” de México. Esta dualidad es el genio del documental; Frías, cuya aclamada Ya no estoy aquí demostró una sensibilidad única para capturar cómo la música se convierte en identidad y refugio, entiende la conexión a un nivel visceral. No está filmando a una banda; está filmando una simbiosis.
Durante décadas, Depeche Mode ha escrito la banda sonora de la melancolía bailable, del tormento existencial que puedes susurrar en un club oscuro, es una grieta que se abre paso en la luz. Sus letras exploran la culpa, la fe frágil, la redención carnal y la presencia constante de la muerte. Y luego, su música se encuentra con México, una cultura que no solo acepta la muerte, sino que dialoga con ella, la viste de colores y la sienta a la mesa. Memento Mori no fue un concepto nuevo para México; fue un saludo de reconocimiento. Fernando Frías alcanza a capturar la energía de un estadio, pero prioriza la intimidad de la experiencia. Demuestra que lo que ocurrió en esas tres noches no fue solo un evento musical, sino un fenómeno cultural.
El documental captura esto al rechazar la narrativa lineal de un concierto tradicional. Frías no nos da una simple transmisión de la noche 1, 2 o 3. En su lugar, teje las tres actuaciones en un solo tapiz emocional. Es un montaje poético, más interesado en el sentimiento que en la secuencia, una propuesta que puede descolocar al espectador tradicional. El filme se toma pausas, respira. Inserta segmentos visuales y paisajes sonoros, como esa inquietante versión instrumental de “Speak To Me” que actúa como un outro tonal, que nos sacan del espectáculo para llevarnos a la introspección.
Visualmente, es impresionante. Frías utiliza la colosal “M” que dominaba el escenario no como un simple decorado, sino como un monolito. Es un portal, un altar y, a veces, un espejo. Las tomas inéditas no se centran solo en la energía cinética de Dave Gahan o en la estoica concentración de Martin Gore. Se centran en la comunión, se sumergen en el público de casi 200,000 almas y encuentran una y otra vez rostros en éxtasis. El setlist elegido para el documental es, en sí mismo, una declaración de intenciones. No es un greatest hits; es un viaje temático; aunque los fans más aguerridos no dejaremos de echar en cara la falta de dos o tres temas que consideramos vitales.
Comenzar con “My Cosmos Is Mine” y “Wagging Tongue” establece el tono del Memento Mori: sombrío, introspectivo, pero desafiante. Pero es cómo se recontextualizan los clásicos lo que define la película. “It’s No Good” suena menos a arrogancia y más a una confesión compartida. “Everything Counts”, el himno anticapitalista de 1983, se siente dolorosamente contemporáneo, un canto de supervivencia colectivo.
La inclusión de joyas como “Sister of Night” es crucial. Es un momento de vulnerabilidad pura que subraya la conexión espiritual sobre el espectáculo. Y cuando llega el homenaje directo a “Fletch” con “World In My Eyes”, el escenario, y la sala de cine, se transforman, el ambiente es el de un mausoleo vibrante de vida, una celebración de la memoria a través de la música; la película captura este momento no como un lamento, sino como un tributo activo, un “te vemos, te recordamos”.
El tramo final es la apoteosis. “Stripped” y “Enjoy the Silence” son el credo. “Condemnation”, con Gahan en pleno fervor de predicador del góspel, se siente como un exorcismo masivo. Y entonces, la trinidad: “Never Let Me Down Again” (la comunión de los brazos), “Personal Jesus” (el ídolo y la audiencia fusionándose) y, sobre los créditos, “Ghosts Again” que repite una y otra vez el estribillo “El cielo sabe que todos estamos perdidos / Solo somos fantasmas de nuevo”. Es el resumen de Memento Mori y la aceptación mexicana de nuestro estado transitorio. Es un final agridulce que no ofrece respuestas fáciles, solo compañía. Despúes, la inclusión del tema inédito “In the End” en los créditos finales es un regalo para los devotos más atentos, un susurro final.
Depeche Mode siempre necesitó a su audiencia para dialogar sus canciones. Necesitaban esa respuesta masiva para que su introspección no colapsara en solipsismo. Y en México, encontraron al público existencialmente perfecto: uno que no le teme a la oscuridad, que entiende la pérdida como parte de la vida y que sabe cómo bailar mientras contempla el vacío. La M, al final, fue un espejo doble.