Todo lo que sé de vivir lo aprendí de las tiras cómicas
20 de enero de 2022
Cada domingo por la mañana, desde la ventana de la cocina se podía ver un desfile de familias: las niñas, con moños, vestidos almidonados y zapatos de charol; los niños, engominados, de pantalón corto y zapatos bien boleados. Todos iban a misa.
—¿Por qué nosotros no vamos a la iglesia, pa?
—Porque en nuestra familia somos librepensadores —respondía mi padre. Y yo, sin comprender muy bien a qué se refería, paseaba mi último bocado de hot cakes sobre el lago de miel.
Después de desayunar y con los dientes cepillados, llegaba el momento de asistir al rito semanal. Yo tenía otra religión, y era tan devoto como las niñas y niños de mi ventana. Mi religión era el comicteísmo. Tirado encima de la sábana de papel, leía la vida y obra de santa Mafalda, san Charlie Brown, y los héroes Calvin y Hobbes. Lecciones de vida que más adelante me definirían como adulto.
Muchos años después, me enteraría de que Rabanitos (mejor conocida como Snoopy), creada por Charles M. Schulz en 1950, es considerada la tira cómica más importante del siglo . De esta pandilla aprendí el poder de la resiliencia: la fortaleza de espíritu que se requiere para ser un perdedor exitoso, como Carlitos, el niño al que todo le sale mal, pero cuyos amigos y fuerza de espíritu le dan el impulso necesario para seguir fiel a sí mismo, crítico de la norma y de lo convencional, todo un inadaptado. En aquella época, el periódico pintaba las manos ¡y el pijama! ¡Cuántos sermones escuché cuando mi mamá descubría letras invertidas o la cara de Lucy o Linus estampadas en la tela!
Por otra parte, Calvin y Hobbes, creada por Bill Watterson en 1985, me enseñaría a no sentir vergüenza por soñar despierto; a reconocer en el absurdo el arma para combatir la abrumadora realidad. Este binomio de niño y tigre no sólo me entretenía en domingo, sino que me planteaba preguntas para el día a día, preguntas que sigo sin responderme.
Y mientras Calvin reclamaba a todo pulmón su derecho a explorar su universo de seis paneles, la casa se impregnaba del olor a tortilla de patatas, si cocinaba mi papá; a pasta, si cocinaba mi mamá. Los librepensadores tienen buen colmillo, y yo no he vuelto a probar una tortilla de patatas tan perfecta como la que hacía mi papá, y tampoco lo pretendo.
Serrat cantaba “Para la libertad”, “Esos locos bajitos” o “Mediterráneo”. Recuerdo cuando mi papá enloqueció porque alguien había rayado el LP de En tránsito. Juro que no fui yo. Mi hermano juraba que no fue él. Gerónimo, nuestro gato, nos miraba de reojo acostado sobre las hojas de periódico tiradas en la sala: sabía quién había sido; miraba al culpable; me miraba sin maullar nada.
Mientras tanto, yo volvía a mi encuentro dominical buscando entre las páginas la melena inconfundible de Mafalda… esa niña tan pequeña como sarcástica, tan inquisitiva como fiel. Esta tira me daría las claves de la inconformidad; la comprensión de que mientras antes se hagan las preguntas incómodas, mejor. Mafalda: odiante de la sopa, amante del planeta, e hija adoptiva de todo un continente que hablaba su idioma y de todo un mundo que la colocaba en el nicho central de la iglesia del comicteísmo, colmándola de flores y de halagos. Quino, su creador, no sólo era un observador de lo cotidiano: con tinta y papel ponía en jaque al sistema, a través de un idealismo brutal en la forma de una niña de cuatro años.
Y claro que no eran los únicos: Flash Gordon, Periquita, Educando a papá, Popeye y Prince Valiant estaban ahí, esperando su turno, pero no formarían parte de mi credo. Su destino estaba en la cocina. Bajo el fregadero, hacían fila para madurar fruta o como mantel de mesa, mientras mi papá dejaba en peor estado todo lo que intentaba reparar.
Así eran mis domingos, encontraba el sentido de la vida en las páginas del periódico. Ésta era mi vida cuando tenía más preguntas que respuestas… Bueno, eso sigue igual gracias a Carlitos y su pandilla, a Calvin y su inseparable Hobbes, a Mafalda y familia. Gracias a que me hicieron la vida de cuadritos. +