
Las Starling

Amanda Linsmeier
Capítulo uno
Ella debería estar muerta.
Esa es la gran mentira que no puedo comprender, y cuanto más nos acercamos a verla por fin, más nerviosa me siento. He intercambiado un padre vivo por una abuela muerta y aún no logro entenderlo. Pero ahora no hay tiempo para eso.
Ya casi llegamos.
Mi mamá golpetea el volante con sus dedos al ritmo de una canción vieja, nuestro coche avanza cansado después de llevarnos desde Callins, Dakota del Norte, hasta el gran bosque al norte de Wisconsin, donde hay kilómetros de árboles en todas direcciones. Robles, abedules y arces, pinos orgullosos erguidos y espolvoreados de nieve por doquier mientras los rayos rosados suntuosos de las primeras horas de luz se abren paso entre ellos.
Es bastante hermoso, pero aún hay una parte de mí que no querría Hawái, ni siquiera Florencia o el Cairo. Hay una parte de mí que solo quiere ir a casa. Esconderse bajo mi manta y escapar de la realidad durmiendo. A veces, quiero dormir para siempre para no tener que recordar.
Trago la pérdida, extiendo la mano y toco los papeles guardados en la parte interna de la puerta. Un punto de referencia. La primera oración del último libro de mi papá, uno que nunca terminó:
Entramos al agua zafiro con los bolsillos llenos de joyas.
Es vergonzosa la cantidad de veces que me he repetido la frase. En mi cabeza, en voz alta, en un susurro. Un amuleto de buena suerte, un mantra. Una pregunta subyacente que podría atormentarme para siempre.
¿Por qué nos dejaste?
Y durante las últimas semanas, otra cosa en la que no puedo dejar de pensar.
¿Por qué mentiste?
Harta del paisaje nevado que nos rodea, inclino la cabeza hacia atrás y cierro los ojos, pensando en gemas robadas, dos enamorados condenados al fracaso en un barco, la risa áspera de un pirata y todas las maneras en la que mi padre alegraba mi mundo. Mi garganta se inflama con un dolor que arde: tristeza o furia, a veces no puedo discernir una de otra.
Mis pensamientos me llevan a sitios donde no quiero ir, así que renuncio a pensar y abro mi novela en la página con la esquina marcada mientras alzo la vista para ver un letrero en la carretera.
ROSEMONT 16 KILÓMETROS
–Estamos cerca. –El tono de mamá es liviano, pero tiene los hombros tensos, está escapando dentro de sí misma. La ansiedad es su sombra. Hago lo que puedo para ayudar a aliviarla, incluso intento nunca aumentarla. El camino fue difícil para ella, aunque solo me permitió conducir un par de horas. A pesar de la sonrisa en sus labios, cuando me mira veo tristeza oculta en su mirada. He memorizado sus facciones, esos ojos, el castaño de su iris, la pupila negra que florece en el centro, sus pómulos pronunciados, el tatuaje azul floral que sube por su antebrazo, su risa maravillosa.
Odio que ahora el dolor en sus ojos me resulte familiar. El resentimiento me ataca. Miro de nuevo la página, intento concentrarme en las hadas que habitan dentro de la historia.
–¿Cómo viene el libro? –pregunta ella.
–Muy bien –susurro. Y es cierto. Pero sigo releyendo las mismas oraciones una y otra vez. Ninguna se conecta en mi mente. No podré relajarme hasta que no lleguemos.
Dios, ¿cómo será ella?
–Parece que está llevándote mucho tiempo terminarlo –dice e interrumpe mis pensamientos.
–Podrías haber comprado uno propio… –Volteo la página, las palabras nadan.
–¿Por qué necesitaríamos dos copias? –pregunta–. ¿Acaso no es la mejor parte de tener el mismo gusto literario que podamos compartir libros? Como sabes, no podemos compartir zapatos.
–Bueno, no es mi culpa que tengas esquís en vez de pies –respondo.
–Ahh, qué graciosa.
Resoplo, cierro el libro, e intercambio la lectura por nada.
–¿Estás bien? –Su preocupación captura mi atención.
Evalúo la expresión en sus ojos. Las cejas fruncidas. Deseo haber se- guido leyendo, o al menos haber fingido hacerlo.
–Sí. Solo estoy nerviosa.
–Lo sé. –Me sonríe con dulzura mientras toma una curva oscura en el camino–. Parece agradable. Creo que nos caerá bien.
Pasamos bajo una arboleda cuyos árboles inclinan amablemente sus cabezas sobre nosotras y conducimos hacia un gran cartel de madera gastada:
¡BIENVENIDOS A ROSEMONT!
HOGAR DE LAS ROSAS ETERNAS
FUNDADO EN 1781
POBLACIÓN: 2089
Atravesamos la ciudad mientras el sol asoma detrás del letrero. Es tan encantador, que me sorprende que la mierda no brille. Miro al frente justo cuando algo se interpone frente al auto –un animal borroso– un zorro. Un grito. Mi mamá coloca su brazo delante de mi pecho por instinto, para formar un cinturón de seguridad con su cuerpo como si no estuviera ya usando uno. Los frenos chillan mientras el coche se tambalea hasta prácticamente el final de la calle mojada. Espero que mis latidos se apacigüen mientras entiendo que estamos bien. Estamos bien. Miro a través del parabrisas, veo que el zorro huye, exhalo.
–Mierda.
Ella aparta el brazo y no corrige mi lenguaje. Mis padres siempre me dijeron que había palabras mucho peores que las groserías: cosas que lastiman a los demás, maneras en que puedes hacer que alguien se sienta menos. Esas fueron las que me enseñaron a nunca decir.
–Estamos bien –afirma incluso mientras sus manos tiemblan.
–No lo arroyamos. Escapó. –Ambas odiamos ver animales muertos, cuerpos ensangrentados pegados al pavimento después de haber encontrado un final desafortunado ante un vehículo.
–Me sorprendió. –Mamá respira bajo y lento, uno de sus trucos. A veces ayuda.
–Sé que estamos cerca, pero ¿podemos bajar un minuto? –No espero a que acepte. Me duelen las piernas; necesito mover el cuerpo y sé que ella hará lo mismo. La tranquilizará. Me pongo los zapatos y ella me sigue fuera del coche, frotando sus brazos.
Salimos de un motel junto a la carretera muy temprano, apenas unas horas atrás, pero las dos nos estiramos cuando bajamos del auto. Ella coloca su abrigo sobre una camiseta de Nirvana original (nunca ha renunciado a su amor profundo y eterno por Kurt Cobain) mientras yo sostengo mi teléfono en alto, intentando obtener señal. ¿Podría hacer que el servicio sea menos desastroso? Ha estado fallando los últimos treinta minutos. Pero al parecer es parte del encanto que Rosemont parezca pertenecer a otra época.
Guardo el teléfono en el bolsillo y observo a nuestro alrededor.
Aunque mi mamá me preparó a medias, e hice una búsqueda rápida en Google, no esperaba que las afueras del pueblo estuvieran tan vacías y solo llenas de árboles. Nos rodean, y a nuestra derecha, el bosque es más espeso, más salvaje, vasto e interminable. Sigo la línea de árboles altos hasta el cielo luminoso, cuando algo llama mi atención, una bandada de pájaros.
Mi mamá hace silencio cuando las aves empiezan a trinar, porque de todo lo que podía aparecer… ¿tenía que ser justo eso?
–Mamá. –Señalo los pájaros volando, con la voz apretada–. Estorninos.
Starling. Nuestro apellido. Pero aún más. Observamos el movimiento de la bandada, cada vez más ruidosa, volando en formación por el cielo acuarelado, subiendo y bajando. Nuestros ojos se encuentran y noto que el corazón de mamá está atravesado como el mío. Sé en qué está pensando, lo que ambas estamos recordando: ese día caluroso en agosto. Los estorninos no bailaron en el aire esa vez. Se posaron en las ramas y lloraron.