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El engaño de identificarse

El engaño de identificarse

23 de septiembre de 2021

Sofía Grivas

Estamos en un momento crítico de re-construcción de la definición de géneros y roles en nuestra sociedad. Vivimos una intensa búsqueda de la equidad, que nos ha llevado a explorar distintos y necesarios territorios como el lenguaje incluyente. Decir él, ella y ahora elle es situar a una persona en el mundo. Pero, al determinar algo en apariencia tan sencillo, al darle fronteras claras y limitarlo, estamos también vinculándolo con una carga de información construida socialmente.

Desde la lógica de los constructores y programadores de softwares —mercado dominado principalmente por hombres—, lo más sensato es que el nombre y la voz para un asistente virtual sea femenino: Siri, Alexa, Cortana o cualquier voz de asistente virtual programada por default (Google Maps, Waze, etc.). No es casual que la película Her trate de un sistema operativo del cual el protagonista se enamora, y que tiene la muy atractiva voz femenina de Scarlett Johansson.

¿Por qué sucede esto? Porque las mujeres han sido históricamente confinadas al papel de asistente, secretaria y subordinada. Por ello, decidir que la voz principal de los asistentes virtuales sea femenina —esa pequeña y, en apariencia, inofensiva decisión— recrea y perpetúa este estereotipo sobre las mujeres.

¿Resulta necesario que un robot, un programa, una interfaz o un asistente virtual tenga un género definido por defecto? En principio, no. Sin embargo, desde sus orígenes, el robot se planteó no como una máquina abstracta, sino como una máquina humanizada. Por lo tanto, es difícil que la noción de género parezca ajena.

Se trata de un hecho comprobado científicamente: los humanos reaccionamos de manera espontánea al detectar el género de nuestro interlocutor. Por eso algunas personas experimentan como perturbador el hecho de no poder juzgar con seguridad a los no binarios. En cambio, desde otra perspectiva, lo andrógino puede ser visto como una opción de igualdad, pues al no identificar plenamente el género existe una suerte de borramiento de las diferencias.

Una de las primeras prácticas de travestismo o androginia se dio en el teatro. Como sabemos, en siglos pasados las mujeres tenían menos derechos y libertades. Un ejemplo verdaderamente absurdo fue la prohibición de participar en obras de teatro. En la Inglaterra isabelina, los personajes femeninos eran interpretados por hombres —en su mayoría adolescentes— vestidos de mujeres. En un artículo para el diario ABC, Julio Bravo describe una escena insólita de este periodo: “El actor y poeta Thomas Jordan escribió, antes de una representación de Otelo, de Shakespeare, en diciembre de 1660, una advertencia al público: el papel de Desdémona lo iba a interpretar una mujer verdadera”.

Algo similar sucedía en Japón, en el teatro kabuki, para el que también estaba prohibida la intervención de las mujeres, y los onnagata —hombres travestidos— interpretaban los roles femeninos.

En el arte, el encanto de lo sexualmente difuso se encuentra presente de forma perpetua, desde las antiguas representaciones de dioses egipcios o de los ángeles renacentistas hasta los muxes contemporáneos en Juchitán, o La Revolución, obra de Fabián Cháirez, mejor conocida como “el Zapata gay”, exhibida en 2019 en el Palacio de Bellas Artes, que desató una controversia entre las libertades de expresión y sexual y los rincones más polvosos del conservadurismo nacional. La imagen, un Zapata desnudo, feminizado y en tacones, sobre un caballo, provocó manifestaciones, incluso encuentros violentos.

Lo que determina y divide lo femenino de lo masculino ha ido cambiando. Los tacones, por ejemplo, fueron, en principio, exclusivamente para el uso de los hombres: desde los persas del siglo X, que los usaban para sostenerse mejor al estribo de los caballos, hasta el calzado de la aristocracia francesa o las botas de los cowboys. Con el maquillaje pasa algo similar: en el Antiguo Egipto, por ejemplo, era un símbolo de poder, y ¡qué decir de cabello largo! Las referencias y los usos se han adaptado a distintos momentos y contextos que determinan los significados de estos accesorios.

Tomemos un par de muestras de la pintura prerrafaelita (1848). En el cuadro La Esperanza consolando al Amor cautivo, de Sidney Harold Meteyard, el Amor posee un rostro que podría ser de hombre o de mujer; no lleva el pelo ni largo ni corto; sostiene una corona de flores; tiene un cuerpo delgado, similar al de un adolescente, pero las ataduras o vendajes que cubren la zona púbica y el pecho preservan el secreto de su sexualidad. Y la obra El sueño del día, de Dante Gabriel Rossetti, presenta una ambigua figura con rasgos inciertos, sentada en un jardín. Todo parece contradictorio: el ambiente, la pose y la ropa son extremadamente femeninos; aun así, hay rasgos masculinos, como las manos, delicadas pero fuertes y grandes; los pies, en una zapatilla suave pero de tamaño exagerado, y el cuerpo, ancho y voluminoso. El rostro, aunque muy bello, no parece definirse tampoco. La imagen resulta sugerente y desconcertante.

El tercer ejemplo que tomaré de los prerrafaelitas es la obra de Simeon Solomon. Condenado al olvido y a la soledad por sus contemporáneos, Solomon vivió en una época en la que la homosexualidad todavía se consideraba un delito y existían límites asfixiantes en lo moralmente permitido. Solomon quedó al margen de las exposiciones y de la vida cultural después de haber sido arrestado en un baño público, acusado de exhibición indecente y “tentativa de comisión de sodomía”. En su obra Noche, presenta un rostro difuso, con ojos cerrados y de perfil, puede pertenecer a un hombre o a una mujer. En rigor, esto no tiene importancia; la misma técnica que construye esta imagen la hace borrosa, y juega simbólicamente con el borramiento de género.

Definir el género, tanto en la vida real como en una pintura, nos reduce a una construcción social cargada de prejuicios. ¿Será que no hay nada más liberador que lo no binario?

Según la Real Academia Española, andrógino es un adjetivo que se refiere a una persona cuyos rasgos no corresponden de manera definida con los propios de su sexo. Actualmente, la androginia no debe ser vista como una indeterminación de género, sino como una identidad en sí misma. Lo ambiguo, lo indefinible, lo neutro rompen barreras; representan la libertad de existir sin definición.

Decirse andrógino significa asumir un estado híbrido, embrionario, como el del axolote. Por esto, se debe tener en cuenta la importancia de lo singénero, sobre todo en las nuevas tecnologías de la Inteligencia Artificial. Regresemos a los asistentes virtuales. Kaitlyn Barclay, en un artículo para Fast Company, reflexiona al respecto: “Una encuesta reciente de AppDynamics encontró que 84% de los millennials usan asistentes activados por voz para administrar su vida diaria. Entonces, ¿cómo dirigimos la tecnología hacia un futuro que desentrañe los prejuicios inconscientes, en lugar de reforzarlos? Siri, Alexa y Cortana pueden ser las feministas más impactantes de nuestro tiempo, si tan sólo se deshacen de un rasgo programado: el género”.

¿Cómo no perpetuar los estereotipos cuando estos asistentes virtuales se utilizan masivamente en la cotidianidad? A principios de 2019, Amazon anunció que llevaba vendidos más de 100 millones de dispositivos con tecnología Alexa. La industria de los speakers inteligentes se encuentra en gran crecimiento; para 2021, se prevén más de 163 millones de usuarios. ¿Qué implicaciones tiene que un gigante tecnológico utilice este nombre? Según el South China Morning Post, muchísimas niñas y jóvenes llamadas Alexa se han convertido en blanco de burlas, bullying y hasta acoso sexual. Muchos de los padres se replantean seriamente cambiarles el nombre a sus hijas, y algunos ya lo han hecho, según reportes de la BBC. Para Lauren Johnson, madre de una de las niñas con este nombre, el problema reside en que Amazon cambió para siempre el significado del nombre Alexa, convirtiéndolo en sinónimo de “sirvienta”.

En 2016, fue presentado el robot humanoide llamado Sophia, construido con identidad de género. Lo que más llama la atención es que este mecanismo haya recibido en 2017 la ciudadanía saudita. El hecho resulta polémico, no sólo por tratarse del primer robot en tener este honor, sino porque hasta hace muy poco los derechos de las mujeres en Arabia Saudita seguían siendo obtusamente limitados. Un robot que aparenta ser una mujer tiene más libertades que una mujer real. Sophia no necesita usar velo o abaya, vestimenta impuesta a las mujeres en la ley islámica; tampoco requiere un tutor o guardián, y como ciudadana puede tener un pasaporte y viajar libremente, lo cual no es accesible para todas las mujeres sauditas.

¿Puede un nombre o un pronombre personal cambiar nuestra relación con el mundo? +