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El culticidio

El culticidio

07 de mayo de 2021

José Luis Trueba Lara

Cualquiera podría asegurar que ese edificio es una universidad: sobre sus entradas están los letreros que así lo dicen. Este plantel no es único: la gente las ha visto multiplicarse. A golpe de vista, sus cifras podrían ser una buena noticia: cada día, un mayor número de personas tienen acceso a la educación y esto implicaría que mejoran sus condiciones de vida. Sin embargo, las evaluaciones nos dicen lo contrario. The National Bureau of Economic Research tiene una visión desencantada de los resultados de la educación universitaria en Latinoamérica: los conocimientos que adquieren los estudiantes son de muy baja estofa y apenas pueden compararse con los de África subsahariana.

En México, según una encuesta de consumo cultural, 18% de los estudiantes de licenciatura nunca ha entrado a una librería, 23% no lee ningún tipo de libros, 40% no se asoma a los periódicos, 48% no abre las revistas y 7% logra la ignorancia perfecta: no lee libros, ni periódicos, ni revistas. Estamos frente a una antinomia: mientras más alto es el nivel de estudios, la lectura parece importar menos. Aunque estas cifras no pueden generalizarse, el culticidio amenaza con imponerse. En las universidades de Estados Unidos y Europa, las viejas ideas y los clásicos perdieron su valor y fueron sustituidos por “subalfabetismos y antialfabetismos artificiosos”. El panorama es desolador: los alumnos consideran que “Sófocles, Dante o Shakespeare están mancillados por una mentalidad imperialista”, y por ello deben suprimirse, aunque también pueden ser erradicados por una razón mucho más simple: son muy aburridos. Por su parte, la poesía y la novela occidentales —desde Cervantes hasta Proust— deben desecharse por “machismo”.

Además de esto, el culticidio se nutre de la corrección política: los docentes no deben abordar temas que les desagradan a sus alumnos y, sobre todo, tienen que aceptar la inclusión de los asuntos más lejanos al saber científico y humanista. En las nuevas universidades, lo políticamente correcto se lleva al extremo para transformarse en lo políticamente abyecto. El culticidio tiene una explicación sencilla: los alumnos son clientes de la empresa. En consecuencia, los inversionistas asumen el dictum más primitivo del mercado: si el cliente sabe lo que quiere y siempre tiene razón, los jóvenes que pagan sus estudios también saben lo que quieren y tienen razón en sus exigencias. Si Adam Smith cede su espacio a las fábulas empresariales, con toda seguridad se está en el rumbo adecuado. Ningún inversionista está dispuesto a perder dinero por llevarle la contra a sus clientes.

Los supuestos alumnos siempre tienen una manera de ser escuchados y hacer valer la razón de la sinrazón: ellos evalúan a sus docentes y determinan la posibilidad de que conserven el trabajo, al tiempo que pueden desprestigiar a la universidad diciendo que se aburren o se les exigen un esfuerzo y una concentración hartantes. Gracias a esto, el problema se resuelve fácilmente: démosles gusto y convenzámoslos de que son los mejores, que tienen derecho a todo y triunfarán en la vida. La idea de “vales mil” llegó para quedarse.

El acceso al conocimiento suponía tiempo y esfuerzo, pero los clientes no están dispuestos a emprender este viaje: ellos saben lo que quieren y sus entendederas les dicen que lo más importante son la diversión, la sencillez y la velocidad. La apuesta tecnológica permite crear la ilusión de que se puede adquirir todo el conocimiento con un clic. Gracias a los motores de búsqueda, los alumnos encuentran lo que necesitan y pueden librarse de las penosas actividades académicas, que les impedirían vivir placenteramente. Las páginas web que venden trabajos escolares, la maravilla del copy-paste y la posibilidad de terminar en un santiamén son costumbres que pueden agradecerse a los inversionistas y a los profesores que, con tal de conservar su empleo, aceptarán estos trabajos.

Los problemas de esta apuesta no se reducen al culticidio y al proceso copy-paste, pues alguien podría contrargumentar diciendo que existen páginas con trabajos de gran calidad y a disposición de los alumnos; esta idea no puede objetarse. Pero, al revisar los temas y las páginas más visitados, se descubrirá que se encuentran lejanísimos de esta posibilidad. Esto me permite suponer que la gran mayoría de los universitarios no busca el conocimiento, pues ello supondría mirar hacia arriba, hacia las personas y las instituciones que no están dispuestas al culticidio; ellos prefieren encontrarse con sus iguales, con los espejos que los reflejarán sin máculas y compartirán sus inclinaciones y deseos. No están interesados en el conocimiento, sino en confirmar que el cliente sabe lo que quiere y tiene razón.

Además de esto, el saber está amenazado por una paradoja: el afán de novedades impide la posibilidad de comprender, justo como lo señala Carlos Pereda: “En el afán de novedades, la atención nunca se concentra, nunca encuentra el objeto frente al cual quiere detenerse para indagar. No hay calma. Tenemos miedo de quedarnos ‘al margen de la historia’, de empeñarnos en esfuerzos que en los ‘centros del mundo’ ya se han declarado ‘obsoletos’. […] Nos aterra no estar in”. Es cierto, la banalización, la superficialidad, los semialfabetismos y los pseudoalfabetismos ganaron la partida.

En las nuevas universidades se sustituyó el conocimiento con una sabiduría de quincalla que convence a los alumnos de que serán los nuevos capitanes de empresa, los grandes líderes y los individuos que, con muy poco esfuerzo, despertarán al gigante que vive en su interior. Como el conocimiento está fuera de ellos, lo mejor es que se asomen dentro de sí mismos para encontrar la sabiduría. Obviamente esta sabiduría no se parece a la de las Meditaciones de Marco Aurelio o el Dhammapada; es idéntica a los libros de autoayuda, a las páginas web dedicadas a la superación personal, al culticidio y a las ideas políticamente correctas que convierten todo conflicto en una receta que cualquiera puede seguir.

Como resultado de esto, los planes de estudio incluyen una serie de materias que, si bien tienen nombres rimbombantes, sólo ofrecen la posibilidad de acceder a la sabiduría de quincalla: los estudiantes asisten a clases de presentación profesional, en las que aprenden los secretos de la moda y de ser asertivos; a cursos de creatividad, en los cuales se sostiene que si utilizan uno de sus hemisferios cerebrales desbancarán a los sabios; a las materias donde se les enseña a escribir su curriculum vitae y en las que aprenden cómo ser emprendedores y desarrollar las fuerzas ocultas en su personalidad, ya de por sí magnética. Lo curioso de este asunto es que las materias destinadas a la sabiduría de quincalla tienen el mismo valor curricular que las dedicadas a los conocimientos.

A lo largo de su formación, los alumnos aprenden que la mediocridad es el peor de los insultos, la más deleznable forma de vida. Según ellos, el mundo no pertenece a los mediocres, sino a los hombres que despertaron a su gigante interior. Por esta causa, algunas instituciones —además de asegurar que sus estudiantes se convertirán en los líderes, en los “empoderados emprendedores” y los superhombres del mañana— venden la ilusión del estatus: en nuestros planteles no estudian mediocres ni pobres, nos dicen, de manera velada, sus anuncios.

La repulsión a la mediocridad —como señala Gabriel Zaid— nos revela un nuevo momento en la percepción de la medianía, que primero “fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora [es] tabú”. La raíz indoeuropea medhyo dio al griego, al latín y al germánico una serie de términos neutrales que simplemente se referían a lo que estaba en medio. Tal es el caso del latín mediocris, que describe una posición de mediana altura en un monte. Debido a esto, en la Antigüedad clásica, la idea del justo medio, de la mediocridad lograda a fuerza de templanza, se transformó en fuente de elogios y virtudes para los hombres que veían con desconfianza el exceso y la poquedad.

A pesar de esta apuesta virtuosa, lo positivo de la mediocridad terminó en el cesto de basura con la llegada del barroco y su amor al exceso, y sólo encontró su punto culminante en el Tercer Reich y los regímenes socialistas, cuando la banalización de la idea del superhombre se convirtió en una justificación de la dictadura y el genocidio. La manifestación culminante del combate a lo mediocre resultó siniestra; por ello valía más transformarla en un tabú que resolvería las antinomias de lo superior y lo democrático, del hombre común y el superhombre. Así, “ante el fracaso del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria por el hombre común, no puede haber mediocres: sólo etapas en el camino de la superación personal”.

Como la posibilidad de la mediocridad no les agrada a los alumnos, resulta necesario crear la ilusión de que son superhombres. ¿De qué manera? Basta con acercar la meta a una distancia que cualquiera pueda alcanzar. Si todos los alumnos se convierten en líderes —uno de los dogmas de fe de las nuevas universidades—, en muy poco tiempo no quedarán masas para liderar; por esta razón, los programas de estudio y los profesores que bebieron el cáliz de la ignorancia solucionan el problema con un apotegma curioso: “Si no eres líder de los demás, puedes serlo de ti mismo”. Con metas al alcance de todos, la sabiduría de quincalla funciona sin problemas: todos son líderes, todos son sabios, todos son superhombres.

Si los alumnos se conformaran con las metas infinitesimales, el problema no sería muy grave y los gigantes enanos vivirían sin causar graves estropicios. Pero la sabiduría de quincalla está unida al culticidio. Por esta causa, la inteligencia fracasa irremediablemente. Como los alumnos son lejanos y ajenos al conocimiento y están convencidos de su superioridad, no tardan en convertirse en ejemplos de la razón arrogante, interesada únicamente en exhibir y exaltar una supuesta excelencia que siempre cree en las jerarquías.

La razón arrogante y el tabú de la mediocridad permiten que el adormecimiento ético se enquiste en los estudiantes: ellos están dispuestos a despreciar a los mediocres, a los que no dan el 110% de esfuerzo, a los que no creen en la sabiduría de quincalla y a los que se niegan a aceptar su superioridad y las jerarquías indubitables. Ellos, debido a esto, bien podrán convertirse en los verdugos voluntarios de “los mediocres”.

Pero, ¿quiénes son realmente los mediocres? Este cuestionamiento tiene una respuesta desesperanzada: si los superhombres enanos son los herederos del culticidio y la razón arrogante, los mediocres son los nerds y los que se niegan a seguir sus pasos. La mayoría no resiste la diferencia y está dispuesta a ejercer violencia con tal de garantizar su primacía y supervivencia. Por esta razón, las víctimas más frecuentes del acoso escolar son los estudiantes que apuestan al conocimiento, y no a la sabiduría de quincalla y los subalfabetismos.

Estamos ante un fenómeno que ya fue analizado por Konrad Lorenz: aunque los seres humanos no siempre nacen marcados por el mal y el odio, existen algunos que no son lo suficientemente aptos para enfrentar las exigencias de la vida moderna y tienen que encauzar sus impulsos de violencia de una manera aceptable. Y nada más aceptable que la ilusión del éxito, la soberbia convertida en supuestos esfuerzos, la avaricia transformada en espíritu ahorrativo, la gula transmutada en consumo desenfrenado y la ignorancia revestida de razón arrogante. +