Minificciones ganadoras del Primer Concurso de Escritura de Minificción “Imaginación Arquitectónico-literaria”
Primer lugar: El día que me convertí en mi ciudad
Autor: Rafael Bores
Eran las doce del día y mi corazón palpitaba. Andaba sin frenos mi auto y el reloj de mi muñeca se fundía cociendo mis carnes con amalgamas de acero hirviendo, y yo , inútil al volante, gemía olvidado. ¡Carajo!, me pasé el semáforo; rozando me salvé de la estampida de una micro; las entrañas del camión me cantaron ¡pendejo! Anduve sin poder despegar el pie del acelerador. Mis pies, cada vez más pesados, se unían a los pedales; sentía la unión furiosa de mis tejidos blandos con el asiento, y mis huesos, como pilares filosos, traspasaban las telas de los asientos. Las ruedas del carro se hacían más grandes, pegándoseles el asfalto y los parches del suelo. Iba ya sin ser hombre ni máquina y sin poder detenerme…
Andaba en mis encuentros estruendosos, pegándome de carnes metálicas lustrosas y cantos al rojo vivo de muchos hombres. Sentí de golpe la expansión de los huesos de mis piernas que, como un freno de mano, me detuvieron en seco; al golpe de un rayo atravesé el suelo con mis dos pies como púas yaciendo en la tierra.
Las raíces de mis cimientos chuparon gota a gota del drenaje de las cloacas, dándoles a mis deformadas patas las formas de nidos. Mis pieles, humectadas por las aguas, daban la apariencia de suaves globos rellenos de líquidos.
Mis brazos se estiraron tomando por ambos lados dos bloques de edificios. Mi cuerpo, como bicho insaciable, empezó a moldearse a imagen de su encuentro citadino del siguiente modo: en su base, dos tubos de hueso macizo se unían a la tierra traspasando y bebiendo del alcantarillado; en su tronco, un camión fusionado con mi rostro y el de muchos otros, además de una espina dorsal en la que, enmedio y a ambos extremos del vehículo, se asomaban postes de luz y un cablerío que me unía a varios edificios. Mi cuerpo como planta eléctrica se iluminó buscando crecer cada vez más, por debajo, a los costados y hacía arriba, y muy a pesar de mi apariencia monstruosa aún conservaba mi consciencia.
Me volvía una estructura continua, sin retorno y rogándole a dios suplicaba por no comerme al sol. Ya era mi ciudad. Y pronto otras ciudades, países y, después, mares. En mi cabeza resonaban las voces de mi mente y las ánimas de mis fusiones.+
Segundo lugar: Ruinas de otro mundo
Autora: Daniela Cuadros Aguilar
El equipo de arqueólogos se preparaba para su mayor descubrimiento. Después de décadas de exploraciones en planetas lejanos, por fin habían encontrado algo: una ciudad alienígena, enterrada bajo capas de polvo y olvido en un mundo sin nombre.
Al aterrizar, se enfrentaron a lo imposible. No eran ruinas, sino estructuras masivas que desafiaban toda lógica. Torres colosales se alzaban hacia un cielo carente de estrellas, conectadas por arcos imposibles, como si la gravedad fuera solo una sugerencia.
—¿Qué clase de civilización pudo construir algo así? —preguntó Gabriela, la líder de la expedición, mientras recorrían lo que parecía una plaza central.
Al centro, una escultura se alzaba imponente: un prisma flotante, suspendido a varios metros del suelo. Giraba lentamente, proyectando destellos de luz que seguían patrones incomprensibles. Ninguno de los científicos entendía su propósito, pero no cabía duda de que era el corazón de aquella ciudad.
Las estructuras carecían de ventanas o puertas tradicionales y, aun así, lograron entrar en uno de los edificios. Dentro, los espacios se abrían y cerraban como si estuvieran vivos. Cada sala era más grande que la anterior, a pesar de que el exterior no parecía cambiar. Los pasillos serpenteaban y desaparecían en ángulos que violaban las leyes de la física, guiando a los exploradores por un laberinto infinito.
—Es como si la arquitectura se construyera desde una lógica ajena a nosotros —murmuró Alejandro, el encargado de cartografiar la zona—. No diseñaron esto para seres tridimensionales.
Al avanzar, los miembros del equipo empezaron a sentir una extraña presión en sus mentes, como si la ciudad misma estuviera observándolos, sondeando sus pensamientos. Uno de los arqueólogos, Tomás, comenzó a perderse en las habitaciones que parecían replicarse sin fin. Desapareció sin dejar rastro.
Cada día, más miembros del equipo empezaron a desaparecer. Gabriela intentó rastrear sus movimientos, pero el espacio mismo se rebelaba contra sus intentos. Las habitaciones cambiaban de lugar, las paredes se desplazaban y lo que antes era una puerta ahora era un vacío insondable.
Finalmente, cuando sólo quedaba Gabriela, entendió lo que la ciudad realmente era: un enigma diseñado para confundir, no para habitar. Una trampa que devoraba a aquellos que osaban entrar en sus confines. No era una ruina, sino un monumento a una civilización que había trascendido el tiempo y el espacio, y que, desde el abismo de otra dimensión, seguía observando, esperando a su siguiente víctima.+
Tercer lugar: Intervención de forma
Autor: Ángel Reyes
En el corazón de la metrópoli, se alza un rascacielos con piel de vidrio, un coloso de acero y cristal que refleja el brillo de la ciudad mientras oculta la penumbra de su interior. Sus pisos están llenos de oficinas, apartamentos y comercios, pero en el subsuelo, un lugar olvidado por la luz, se encuentra el Sótano de las Sombras. Aquí, el espacio se transforma en un laberinto opresivo donde el hacinamiento y la depresión se entrelazan en una danza inquietante.
Las paredes del Sótano de las Sombras están revestidas de un concreto grisáceo, su textura áspera y fría como la indiferencia. En cada rincón, se amontonan los vestigios de una vida olvidada: sillas rotas, mesas desvencijadas, y cajas de cartón que alguna vez contuvieron sueños. El aire es denso, cargado de un silencio que pesa más que el ruido de la ciudad que palpita arriba. La luz, escasa y difusa, proviene de unas lámparas de neón parpadeantes que proyectan sombras alargadas y deformadas, creando una atmósfera de desconcierto y desesperanza.
Aquí, los residentes han sido reducidos a sombras de sí mismos. En las celdas diminutas, los cuerpos están tan apretados que el espacio se siente como un abrazo helado, un confinamiento que engendra una presión constante sobre el alma. Los muros se acercan peligrosamente, y el aire se siente más pesado con cada respiración, como si el propio espacio estuviera tratando de estrangular los sueños de sus ocupantes.
Afuera, la ciudad brilla con su promesa de éxito y libertad, pero en el Sótano de las Sombras, esa promesa parece un eco lejano. Aquí, el hacinamiento no sólo limita el espacio físico, sino que también aprisiona la mente. La gente vive entre los límites estrechos de la desesperanza, donde cada paso resuena con la claustrofobia y la depresión. Los días se deslizan en un mar de monotonía, y el tiempo parece desmoronarse en una interminable espera de algo que nunca llega.
Este lugar, un microcosmos de angustia y confinamiento, es un recordatorio inquietante de cómo el espacio puede ser tan implacable como la más profunda de las penas.+