L’Écho de Paris. La exposición de los pintores patibularios

L’Écho de Paris. La exposición de los pintores patibularios

Traducción de José Luis Trueba Lara

Durante siglos, la Academia Real de Pintura y Escultura de Francia, a través del Salón de París, dominó las exhibiciones y la venta de arte en Europa. El arte oficial presentaba escenas históricas, mitológicas y religiosas en un estilo realista, que fascinaba a la aristocracia. A finales del siglo xix, un grupo de artistas que habían sido sistemáticamente rechazados por la academia inauguraron la primera exposición independiente en París. El evento causó revuelo y opiniones de todo tipo. Sin embargo, varios críticos de la época calumniaron el estilo moderno y subjetivo de estas obras como una ofensa al “buen gusto”. Uno de ellos, a manera de insulto, llamó a estos artistas impresionistas, sin adivinar que este mote pasaría a la historia como el movimiento que renovó el arte europeo. Te traemos la recreación de uno de esos artículos ácidos que se publicaron al día siguiente de que se inaugurara la primera exposición impresionista de París.

París, 15 de abril de 1874. Cuando ya estábamos a punto de acostumbrarnos a los poetas que son presa de la locura y la degradación por el ajenjo y el opio, descubrimos que los estragos del hada verde y el vaho del dragón apenas eran un siniestro presagio de los horrores que desde hoy se muestran en el número 35 del Boulevard des Capucines, el sitio donde se encontraban los talleres del fotógrafo Nadar. No se piense que estos pavores son los acostumbrados: los salvajes que traen de África y los seres contrahechos por la naturaleza o el pecado son poca cosa si se comparan con lo que muestra la llamada Sociedad Anónima.

Los rumores de la exposición que ahí se presenta llegaron a la redacción de L’Écho de Paris, y su director —siempre atento a los hechos que hieren la sensibilidad y la moral pública— me encomendó que me asomara a las casi 200 obras que presenta la Sociedad Anónima, cuyos integrantes —según pude enterarme— rentaron el lugar por una cantidad importante: poco más de dos mil francos que, tal vez, tienen un origen inconfesable. Cualquiera que observe a estos supuestos artistas de inmediato se dará cuenta de que tienen una apariencia patibularia, que no puede rimar con una cifra de esa magnitud.

Pasear por el Boulevard des Capucines siempre es un placer, pero todo cambia cuando se entra al lugar de la pretendida exposición de arte. Los 200 cuadros que la integran están colgados sin ton ni son; algunas de las paredes —que fueron revestidas de lana color marrón como si pertenecieran a un museo inglés— se encuentran tan saturadas que difícilmente pueden apreciarse las obras. Éstas, para sorpresa de los visitantes, no fueron elegidas por un jurado ni por los mejores maestros de la academia. Para lograr este batiburrillo, los integrantes de la Sociedad Anónima también gastaron una suma digna de ser mencionada: tres mil 341 francos en la tapicería y 983 en la iluminación de las salas. 

Para desgracia del público, ninguno de esos francos sirvió para gran cosa: la exposición era horrible y lo siguió siendo, aunque los más osados tienen la posibilidad de cooperar con ella adquiriendo el catálogo, que no debería llegar a los hogares decentes. El librillo, apenas encuadernado con papel verde, resulta bastante peor que los cuadernillos que se venden en las calles y contienen historias impúdicas. Entre este texto y la Bibliothèque bleue, que se empastaba con el papel que se usaba para empaquetar el azúcar, no hay diferencia.

Mientras recorría los pisos del taller de Nadar, me enfrentaba a un problema que jamás había tenido: decidir con justicia cuál de todas las pinturas era la más horrenda: las pinturas que reflejan la realidad y se esfuerzan por despertar los sentimientos más nobles no existen en esas paredes. Para explicar esto, basta con tratar de describir una de ellas: Impression, Soleil Levant, de un tal Claude Monet. Se trata de un lienzo embadurnado que intenta mostrar algunas embarcaciones de diferentes tamaños. No utilizo la palabra intenta por casualidad: sus brochazos, lejanos del estudio y la maestría, parecen estar guiados por los arrebatos que nacen del furor que sólo provoca el ajenjo. El sol al que se refiere su título tampoco se queda atrás en su miseria: es un círculo rojo con algunas pinceladas amarillas que tratan de complementarse con una serie de reflejos pésimamente trazados sobre el agua.

Confieso que tuve cierto interés en platicar con el señor Monet, pero no lo logré. Uno de sus secuaces me informó que había salido en ese momento. Sin embargo, este caballero se ofreció —sin que yo se lo pidiera— a explicarme las maravillas de la Impression, Soleil Levant: “Como usted puede apreciar —me dijo con un orgullo innecesario—, ésta es una obra maestra. Monet es un revolucionario, alguien dispuesto a la guerra plástica con tal de defender sus logros”.

Es posible que este propagandista tenga algo de razón: los horrores que se miran en el cuadro sólo pueden compararse con las desgracias de la guerra con Prusia o con los días de sangre y muerte que ocurrieron en tiempos de la Comuna siempre maldita. Pero la anarquía del tal Monet —al igual que la de sus compinches— no se conforma con los brochazos sin ton ni son, él también busca que la anarquía se adueñe del mercado del arte: la exposición de la Sociedad Anónima pretende hacer a un lado a los marchands d’art que resguardan el buen gusto, el valor y la maestría en el arte. Debido a este hecho, los resultados de la exposición resultan predecibles: los compradores enloquecidos adquirirán las obras de los pintores dementes y, por supuesto, afearán sus hogares y perderán su dinero. Perdón que insista, querido lector, pero el virtuosismo que nos mostraba la realidad y despertaba los grandes sentimientos no existe en los delirios de los pintores que se autonombran revolucionarios.

Cuando estaba a punto de volver a la redacción de L’Écho de Paris, descubrí la presencia de un grupo de salvajes —ése es el nombre que merecen los pintores de esta calaña— conversando y haciendo planes para el futuro. Uno de ellos engolaba la voz y le decía a su camarilla —integrada por unos fulanos que obedecen a los nombres de Sisley, Renoir, Degas, Pissarro y Bazille— que su siguiente exposición sería mucho más libre y revolucionaria que ésta.

Nada les dije. Ante personas de este tipo, vale más el silencio. Sin embargo, estoy seguro que esta locura no tendrá un buen final: no temo vaticinar que nada o casi nada venderán estos lunáticos y, si algo de dinero recuperan, sólo será gracias a los céntimos que cuesta la entrada a su exposición y a las limosnas que las almas caritativas les den por su sinestro catálogo. Ellos, al igual que los poetas embrutecidos por el ajenjo y el opio, no tienen absolutamente ningún futuro. Sus lienzos embadurnados quedarán olvidados junto con sus nombres, y los espectadores buscarán nuevas diversiones mucho más interesantes, como la Venus hotentote, que hace años se presentaba desnuda en un circo y sorprendía al público con sus deformidades. +