Una extraña ley de la economía
09 de junio de 2021
Alberto Ruy Sánchez
Cuando estaba en la universidad, me tocó ver la fundación y el crecimiento de Gandhi. Tiempo después, también pude conocer muy bien al personaje que fue Mauricio Achar. La súbita aparición de su librería cambió las viejas reglas del juego: instauró una lógica de oferta que no sólo estaba vinculada con el precio, sino también con la virtud de ofrecer muchos libros que podían tocarse y hojearse, algo que en ese momento apenas estaba pensado para las camisetas y otros productos.
Su impacto fue definitivo. La calle donde abrió sus puertas se convirtió en la avenida cultural de la ciudad. Su influjo se extendía desde la Ibero que estaba en la Campestre Churubusco hasta la UNAM y muchos estudiantes caminábamos hacia ella. Además, la invención de Gandhi implicó la creación de un lugar en el que podías pasar el tiempo, en el que había —y hay— más existencias y variedad, y donde, si tenías dinero, también te podías tomar un café, algo que no siempre era mi caso. Así, cuando surgió Gandhi se inició una moda que permitió el surgimiento de otras librerías que seguían sus pasos, como El Ágora o El Juglar, imitaciones de la idea central de Mauricio: ofrecer para aumentar la demanda y transformar los muebles en grandes recomendadores de libros.
Estoy convencido de que el mercado del libro depende de la oferta, no de la demanda, como se piensa de manera tradicional. Hasta antes de la llegada de Mauricio, esta extraña ley de la economía aún no funcionaba en México: la gran mayoría de las librerías eran muy pequeñas y esperaban la temporada del libro de texto para hacer negocios que valieran la pena; estaban subordinadas a lo que pidieran los maestros y vivían de una temporada precisa. Las librerías que tenían otras ofertas —o marcadamente literarias— eran muy escasas, como las de la UNAM, que no se destacaban por su actividad con los lectores, o la Librería del Prado, la cual aún conservaba cierto encanto. Ahí siempre estaban Juan Rulfo, José Agustín y otros escritores.
Por esta razón, la existencia de Gandhi como algo innovador está vinculada con la idea de recuperar la naturaleza y la vocación de las librerías: aquella de los libreros que te ofrecían las cosas que a ti te interesaban —capaces de ofrecerme mucho más de lo que podía llevarme—. Gandhi siempre lograba que algo más me interesara. No es un asunto de precio ni de baratura, sino algo que tiene que ver con la sustancia del libro: la creación de una comunidad de cómplices. Mauricio fue un tejedor de complicidades.
Al regresar de París, empecé a trabajar en Promexa, la editorial de René Solís y Rafael Iturbe. A pesar de que era editor, redondeaba mi presupuesto vendiendo libros. Obviamente, mi mejor cliente era Mauricio, y gracias a esto nos conocimos. Lo recuerdo como un gran conversador; le encantaba el teatro y, por supuesto, patrocinaba obras, como las de Tony Sultán, quien —junto con un exiliado— fundó un Gandhi en Buenos Aires.
Unos años más tarde, mi relación con Mauricio y con Gandhi cambió por completo. Aunque seguía comprando mis libros, dejé de venderle los que publicaba Promexa. Esto ocurrió cuando iniciamos el proyecto de Artes de México y no teníamos un centavo en la chequera. Para Maggie y para mí todo estaba por comenzar. Por esta razón, una de las primeras cosas que hicimos fue ir con Mauricio y contarle nuestro proyecto.
—Necesito que me compres revistas —le dije—, pero quiero que lo hagas para tener una buena existencia. Nuestra oferta tiene que verse, sin esto no llegarán los lectores.
Mauricio casi asintió y seguí adelante.
—También quiero que no des un mejor precio que las otras librerías. Las pequeñas deben poder venderla en las mismas condiciones que Gandhi. Mis palabras no le gustaron mucho.
—Con eso me quitas ventas —me interrumpió.
—No —le respondí—, el negocio va a estar en que tendrás el mejor servicio. Te vamos a atender antes que a los demás.
Al cabo de un rato, Mauricio aceptó. Este acuerdo, que ocurrió hace casi cuarenta años, fue el primer ejercicio de precio único en México. En ese momento, como hacía poco que había vuelto de Francia, tenía clara la importancia de esta medida: la pequeña librería tenía la misma ventaja que la grande y la competencia se daba en el servicio y en la oferta.
—También necesito otra cosa —le dije.
—¿Qué? —me contestó Mauricio.
—Que me pagues luego luego, ¿puedes liquidarme las ventas cada ocho días?
—¿Estás loco? ¿Qué te pasa?
Con esa petición había llegado demasiado lejos, pero la necesidad de liquidez que teníamos en Artes de México me obligaba a hacerla. Mauricio aceptó y decidió apoyarnos como proyecto cultural. Ésa fue nuestra gran complicidad. +