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¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?

¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?

Elik G. Troconis

La pregunta no es mía, es de Alicia, la famosísima niña que conoció el País de las Maravillas. Y la formula tan pronto como la primera página del libro de Lewis Carroll. ¡La primera! Así de importante es el cuestionamiento.

Hasta hace muy poco, era común creer que los libros ilustrados son para niños, que los “dibujitos” sirven tan solo para que las áridas páginas resulten más atractivas a los ojos infantiles. Y, así, muchos lectores que se consideraban serios rechazaban ediciones ilustradas e incluso muchos autores se rehusaban a que sus importantísimas páginas fueran contaminadas con los garabatos de algún dibujante. Hoy se valora mucho más el papel fundamental que la ilustración puede jugar en la literatura. Un vistazo a algunos casos emblemáticos nos permitirá comprender mejor el asunto.

Comencemos por decir que ciertamente los libros infantiles y juveniles suelen ser ilustrados, pero las mejores ediciones de estos libros no tienen simples traducciones visuales del texto, sino que agregan contenido que permite a los lectores imaginar mucho mejor las escenas. Mientras escribo esto, tengo a la vista la serie de clásicos ilustrados para niños de la editorial Selector con la que crecí. Con ellos dibujé en mi mente la primera imagen que tuve del Cid campeador, conocí el ojo único del cíclope Polifemo que combatió Odiseo, vi las largas uñas de Drácula, dimensioné el tamaño de Gulliver respecto a los liliputienses. Son dibujos a blanco y negro que, ahora que los miro nuevamente, me parece que tienen un mérito especial: mostrar la reacción de los personajes ante sus circunstancias. Veo en su cara sorpresa, curiosidad, intriga, malicia, paz, amor, ternura. Y pienso que aprender esa emotividad y sus manifestaciones más visibles son parte tan importante de la formación de un ser humano como las peripecias de los personajes que conoce.

Tengo a la vista también algunos ejemplares de la serie de la editorial Trillas que mi papá compró para mi hermano y para mí. Ahí conocimos a Sherlock Holmes y a los Tres Mosqueteros. Yo quedé prendado de Belleza Negra, de Anna Sewell. Ahora que lo pienso, no recuerdo absolutamente nada de su historia, pero estoy seguro que el amor hacia otros seres vivos que se respira en sus capítulos se filtró a mis pulmones. Hojeo también sus páginas, me encuentro con sus colores. En cada par de páginas llega a haber hasta seis ilustraciones. Me transporto a mi niñez y lo pienso mejor: qué entretenido era pasar páginas y páginas viendo los caballos blancos, bayos y azabache, los callejones empedrados, sus esbeltos jinetes, las tabernas donde brindaban, las mujeres con sus largos vestidos. Imaginar es una capacidad innata del ser humano, pero imaginar las palabras que el cerebro va descifrando es una habilidad que debe desarrollarse. Esas imágenes son clave en el crecimiento lector. Y pasa algo más todavía: cuando los lectores damos vuelta a la página, nos encontramos ya con una ilustración que nos adelanta en la historia. ¡Qué forma de causar intriga y obligarnos a leer más rápido para saber qué pasó en medio!

Así que no, esas imágenes son mucho más que simples “dibujitos”: son, primero, el trabajo de un artista; segundo, composiciones que agregan contenido a lo expresado por las palabras; tercero, mecanismos que desarrollan la imaginación y potencian la curiosidad.

Vayamos más allá, pues algunos libros que no están pensados específicamente para niños y jóvenes también tienen ilustraciones. De mi bisabuelo heredé los dos tomos de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha con estampas grabadas por nadie menos que Gustave Doré. Tengo en mente una de las primeras que aparecen, en la que don Quijote está sentado en un cómodo sillón: sostiene con la mano izquierda un libro y con la derecha agita su espada, todo mientras a su alrededor se agolpan caballeros, princesas, villanos y corceles. “Llenósele la fantasía de todo aquello que leía”, se lee debajo de la ilustración. ¡Qué manera tan extraordinaria de retratarnos lo dicho por Cervantes! De nuevo, no es simplemente pasar las palabras a algo visual, sino crear imágenes que expresen más de lo ya dicho por el texto.

Hay autores que tienen tanta visión que desde que escriben el texto ya están pensando en los elementos gráficos que lo acompañarán. Antes de que Michael Ende terminara de escribir La historia sin fin, ya había tratado el asunto de la ilustración con su editor. Su primera edición tiene letras en diferentes colores e imágenes que acentúan que hay un libro dentro del libro que los lectores tenemos en nuestras manos. Incluso las letras capitulares —aquellas con las que comienza cada capítulo— tienen un diseño único. Todo ello fue trabajo de la ilustradora y más tarde también escritora Roswitha Quadflieg.

Mención aparte merecen los autores cuyos dedos tienen capacidad no solo para las letras sino también para los trazos. Hace algunos años, cuando fui a la librería para conseguir El principito, me llamó la atención que una de las ediciones que encontré anunciaba en grande: “Con las acuarelas del autor”. Creí que tales pinturas serían un agregado posterior de Antoine de Saint-Exupéry, pero me bastó leer las primeras páginas para entender que las acuarelas eran parte del libro original, que sin dibujos como el de la boa que se traga un elefante —y que los adultos confunden con un sombrero— el libro no sería el mismo.

El propio Lewis Carroll —a quien mencionamos desde el inicio de este texto— tenía cierto talento para dibujar. Su manuscrito de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, incluía 27 ilustraciones, que, si bien no fueron publicadas en la primera edición, le sirvieron de base a John Tenniel, quien hizo cobrar vida a los personajes que darían la vuelta al mundo.

Por mi parte, reconozco que mis capacidades gráficas son inversamente proporcionales a las literarias. Cuando en el proceso de edición de mis libros mi editor me pregunta si tengo alguna idea para la portada, siempre me arranco con una serie de propuestas que seguramente suenan —por decir lo menos— extrañas. Más tarde, cuando me muestran el trabajo del ilustrador —que no tiene nada que ver con lo que sugerí—, me alegro de que no me hayan hecho caso. 

Gracias a esas y otras experiencias, he tenido la oportunidad de conversar con distintos ilustradores y asomarme a sus procesos creativos. He podido apreciar mejor cuando se proponen usar técnicas tradicionales para preservarlas en esta era digital. He entendido su forma de crear, de llenar las lagunas del texto, de ofrecer toda una atmósfera al lector. Particularmente con una de mis novelas, me ha ocurrido algo singular. He compartido varias de las presentaciones con su ilustrador y en cada una de ellas he descubierto algo nuevo de las imágenes que creó. Detalles en los que no había reparado, composiciones mucho más complejas de lo que parecen a simple vista, simbolismos que dan mayor significado a cada capítulo.

Verdaderamente pienso que los libros ilustrados son una joya. Y lo son doblemente si pensamos en lo mucho que esa característica aumenta los costos: no es nada barato pagar a un ilustrador y usar las tintas y el papel correctos para que las imágenes causen el efecto que buscan.

Así que yo estoy convencido de lo mismo que Alicia. Si bien hay libros extraordinarios sin un solo dibujo ni diálogo, los libros que sí los tienen ofrecen algo más al lector. Y, como leer es una experiencia en la que todo cuenta —desde la textura de las páginas hasta los aspectos gráficos—, a mí un libro ilustrado me causa un enorme placer y admiro a los ilustradores, autores y editores que están detrás de él. +

Elik G. Troconis. Historiador y escritor, pero sobre todo lector. Le encanta entender los libros y los autores dentro de su contexto para conocer su trascendencia. Ganador del Premio Fenal-Norma por su novela La joya robada. @elikgtroconis