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Compra, aunque sea lo último que hagas

Compra, aunque sea lo último que hagas

18 de enero de 2021

Rodrigo Coronel

Cientos, miles de consumidores esperan ansiosos la apertura de los centros comerciales. Es temprano para filas así, largas y variopintas. Aquí una madre con carriola, allá una adolescente con el ombligo al descubierto, acá un hombre maduro con el pelo entrecano. Entre ellos no hay más que medio metro de distancia. Cansados, miran a su alrededor y descansan su peso en una pierna, luego en otra. Están hablando de ellos y lo saben. Las cámaras de televisión peinan las largas colas que se han ido sedimentando en el acceso restringido de las plazas. Un reportero describe lo que todos miran y su descripción no puede evitar un cierto tufillo conminatorio. ¿Lo sabrán quienes esperan? Desde luego. La mayoría mira inevitablemente sus celulares y en Twitter y Facebook son la diana de las críticas, los enemigos de turno. Más tarde, quién sabe, el rostro y nombre del villano será otro, pero por ahora, ellos son el objeto de las miradas y los odios.

Podrían sentirse aliviados al pensar que no son los únicos. En Francia o en Estados Unidos –el “primer mundo”– otros como ellos hicieron lo mismo. Esperaron por horas la apertura de los centros comerciales y, cuando finalmente abrieron, se lanzaron sobre ropa, artículos de cocina, lo que fuera.

Lo que encontrarán del otro lado de la entrada es un misterio. Ahí, detrás de un extraño tapete negro y un tripié que sostiene algo parecido a un telescopio recortado se encuentra la “nueva normalidad”.

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Parecían imágenes de otro mundo, uno menos incierto. Parecían los “otros” tiempos, en los que el cubrebocas sólo lo utilizaban los enfermos y tomarse de las manos o dar un beso era un acto cotidiano, no un agravio mortal. Pero no. Fue en “estos” tiempos. Esas imágenes fueron un retrato abrumadoramente certero de quiénes somos y lo que hacemos: comprar. Que la primera actividad colectiva haya sido precisamente esa, luego de los miles de muertos e infectados, habla mucho de su importancia social. Tras los duros meses del confinamiento, comprar o, al menos, acudir a las plazas comerciales reafirmó su significación social. Adquirir algún producto era tanto como estar vivo, su manifestación más absoluta. Toda una declaración de principios: “Estoy vivo, por ello compro; entonces, comprar es vivir”.

Las inéditas disyuntivas que trajo a cuento la pandemia aportaron más ejemplos sobre la importancia del consumo para el funcionamiento social. Mientras el mundo miraba el avance de un virus desconocido, los gobiernos se enfrentaron a una decisión crucial: ¿Detener la economía y pedirle a la población que se resguarde en sus casas de manera estricta o permitir la circulación de las personas para que la maquinaria económica siguiera su curso con los graves riesgos sanitarios que esa opción implicaba? En otras palabras: ¿La vida o el negocio? Hasta donde queda claro, al menos porque así lo aseguraron numerosos jefes de Estado, se procuró un cierto equilibrio entre las variables. Las consecuencias de esas acciones y las consideraciones que las orientaron hacia un lado o el otro quedan para la posteridad. Lo relevante, en todo caso, es la equiparación tácita entre la procuración de la salud y el mantenimiento de la maquinaria económica.

El gran rey: el consumo

Las restricciones impuestas a la movilidad tuvieron consecuencias sustanciales, tanto que trastocaron los hábitos de las personas. Por ejemplo, las compras por internet se dispararon. Por ejemplo, en China, epicentro de la pandemia, 78% de la población elevó su consumo a través de la red. Brasil, Alemania, Turquía, Rusia, Suiza y Sudáfrica¹, entre otros países, también registraron un aumento importante en este rubro. El mundo tal y como lo conocíamos se desmoronaba, pero el consumo no perdía impulso; por el contrario, aumentaba en todo el mundo.

Desde luego que las restricciones a la movilidad obligaron a que el acceso a bienes y servicios indispensables fuera posible únicamente a través de Internet. Sin embargo, al margen de ciertos artículos vitales para la vida diaria, el aumento en el consumo de otros bienes quizá podría calificarse de inesperado. Por ejemplo, en buena parte del mundo más de 50% de las compras online fueron de cosméticos, entretenimiento y moda. No hay condena en ello, ni la más mínima. Lo que no deja de llamar la atención es esa vocación casi natural por el consumo.

Las paradojas de la felicidad “¿Qué es el ser humano?”, pregunta un maduro profesor universitario de saco oscuro y camisa blanca, sin corbata. Nerviosos, sus estudiantes se miran unos a otros. Buscan, sin encontrarla, una mano levantada, milagrosa, que los ayude a salir del vergonzoso silencio que ha caído sobre la clase. “¿Nadie?”. Silencio. Discretamente desesperado, el profesor se aclara la garganta y dice: “El ser humano es un consumidor. El ser humano es, eminentemente, un consumidor”. El profesor no es otro más que Gilles Lipovetsky y sus pasmados alumnos somos todos nosotros. En La felicidad paradójica (Anagrama) se resume una de las ideas centrales en el pensamiento del sociólogo francés. Las gestas colectivas han terminado; los grandes proyectos colectivos del siglo xx degeneraron en dictaduras abominables. Sin utopías en el horizonte, el futuro ha perdido encanto y el pasado parece un mal sueño. Somos puro presente, un momento que nos consume y arrebata.

Habla Lipovetsky: La vida en presente ha reemplazado a las expectativas del futuro histórico y el hedonismo a las militancias políticas; la fiebre del confort ha sustituido a las pasiones nacionalistas y las diversiones a la revolución. […] El vivir mejor se ha convertido en una pasión de masas, en el objetivo supremo de las sociedades democráticas, en un ideal proclamado a los cuatro vientos. 

En ese presente continuo, alcanzar, por encima de cualquier consideración material o moral, la satisfacción más absoluta es tarea del consumo. Su estatuto ha logrado una naturaleza central para la vida social y económica. En la medida en que la economía se desplazó de la oferta a la demanda, el consumo o, mejor dicho, su expansión, el hiperconsumo. Todo cambió. Antes que ciudadanos –la identidad colectiva que nos heredó la Ilustración y sus actualizaciones– ahora somos hiperconsumidores. Los bienes y servicios a nuestra disposición son vastos y accesibles, pero bien podrían resumirse en uno solo: felicidad. Pero la felicidad que nos ofrecen, empaquetada y producida en serie, se antoja diluida y débil, empañada por su fugacidad. Es la “felicidad paradójica”, un fruto de nuestros tiempos.

Otra vez Lipovetsky: La inmensa mayoría se declara feliz, a pesar de lo cual la tristeza y la tensión, las depresiones y la ansiedad forman un río que crece de manera inquietante. […] Nos curan cada vez mejor, pero eso no impide que el individuo se esté convirtiendo en una especie de hipocondríaco crónico. Los cuerpos son libres, la infelicidad sexual persiste. Las incitaciones al hedonismo están por todas partes: las inquietudes, las decepciones, las inseguridades sociales y personales aumentan.

Los antiguos códigos referenciales del materialismo los tenemos claros: un amor enfermizo por las joyas, la ansiedad por ir siempre a la moda, etcétera, son viejos conocidos del ideal consumista. Ahora, el mercado se ha desplazado, pero antes que hacia productos tangibles, el hiperconsumo ha logrado mercantilizar las experiencias, más específicamente las experiencias espirituales. Éstas, antes un antídoto ante la vacuidad o superficialidad, son ahora terreno propicio para el mercadeo. No son gratuitos el alud de discursos sobre el desarrollo personal, el emprendedurismo o la emergente popularidad de las religiones orientales que, al llegar a Occidente, arriban diluidas o como francos sucedáneos de las reales.

¿Hay salidas?

Aunque sombrío, el diagnóstico de Lipovetsky también rezuma optimismo, pero uno cauto y, si se quiere, maduro. No hay ingenuidad en su planteamiento. Ni siquiera condena: “Contra la postura hipócrita de gran parte de la crítica del consumo, es preciso reconocer los elementos positivos que trae la superficialidad consumista”. El cambio, si se da, hacia estadios mejores, más conscientes sobre la idoneidad de consumos responsables y sostenibles, será gradual. La época de los grandes rompimientos ha terminado; para Lipovetsky, más allá de revoluciones, lo que nos espera es un proceso de “reestabilización de la cultura consumista y el de la reinvención permanente del consumo y los estilos de vida”.

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Al momento de terminar estas líneas, hace apenas unas horas que la Ciudad de México volvió al confinamiento de los primeros días de la pandemia. A las puertas de los centros comerciales se han arremolinado multitudes. Son “compras de pánico”. En breve ya no se podrá comprar más. Este será el último acto de masas del 2020. Y otra vez se tratará de comprar. Aunque siempre se puede hacer desde el celular. +