Extracto: La química del amor

Extracto: La química del amor

6 de febrero 2023

Te voy a contar mi curiosidad favorita del mundo: la doctora Marie Skłodowska-Curie se plantó en su propia boda vestida con su indumentaria de laboratorio.

En realidad, es una historia bastante bonita: un amigo científico le presentó a Pierre Curie. Ambos confesaron, muertos de vergüenza, haber leído los artículos académicos del otro, flirtearon entre cubetas llenas de uranio líquido, y ese mismo año, él le propuso matrimonio. Sin embargo, Marie había ido a Francia sólo para obtener el título, así que, muy a su pesar, lo rechazó y volvió a Polonia.

¡Vaya chasco!

De pronto, la Universidad de Cracovia, villana y cupido involuntaria de nuestra historia, hizo acto de presencia y denegó a Marie un puesto de docente por ser mujer (vaya elegancia, querida uni). Una guarrada, ya lo sé, pero ocasionó, como afortunado efecto colateral, que ella volviera de nuevo a los brazos amorosos y aún carentes de radioactividad de Pierre. Esos dos maravillosos frikis se casaron en 1895 y Marie, que no es que ganara precisamente un dineral en aquel entonces, se compró un vestido de novia lo bastante cómodo como para ponérselo todos los días en el laboratorio. Una chica de lo más práctica.

Hay que decir que la historia se vuelve considerablemente menos bonita si nos situamos unos diez años más tarde, cuando a Pierre lo atropelló un carruaje y Marie y sus dos hijas se quedaron completamente solas. Si nos acercamos a 1906, descubriremos la auténtica moraleja de esta historia: confiar en que los demás no te dejen tirado es una idea pésima. De un modo u otro, la gente acaba marchándose. Tal vez se resbalen en la Rue Dauphine una mañana lluviosa y un carro de caballos les machaque el cráneo. Puede que los abduzcan los extraterrestres y desaparezcan en la inmensidad del espacio. O quizá se acuesten con tu mejor amiga seis meses antes de tu boda y eso te obligue a cancelarla y a perder el dineral del depósito.

Las posibilidades son infinitas, en serio.

Podría decirse entonces que la uni de Cracovia es una villana de baja estofa. No me malinterpretes me encanta imaginarme a la doctora Curie volviendo a Cracovia en plan Pretty Woman, con su vestido de novia-diagonal-indumentaria-de-laboratorio, sus dos Premios Nobel bajo el brazo y gritando: «Pues metieron la pata. ¡Y cómo! ¡Hasta el fondo!». Pero la auténtica villana, la que hizo llorar a Marie y la tuvo contemplando el techo por las noches es la pérdida. La pena. La fugacidad innata de las relaciones humanas. El auténtico villano es el amor: un isótopo inestable en constante proceso de desintegración nuclear espontánea.

Y sus actos quedarán siempre impunes.

¿Sabes lo que sí es digno de confianza? ¿Lo que nunca, jamás, abandonó a la doctora Curie en toda su vida? Su curiosidad. Sus descubrimientos. Sus logros.

La ciencia. La ciencia es la clave.

Por eso, cuando la NASA me comunica —¡a mí, Bee Königswasser!— que me han elegido como investigadora jefa de BLINK, uno de sus proyectos de investigación en neuroingeniería más prestigiosos, me pongo a chillar. Chillo como una loca en mi minúsculo despacho sin ventanas del campus de Bethesda de los Institutos Nacionales de la Salud. Chillo por la fabulosa tecnología de optimización de rendimiento que voy a poder desarrollar para nada menos que los astronautas de la NASA, y luego recuerdo que las paredes son de papel de fumar y que mi vecino de la izquierda me denunció una vez por escuchar rock alternativo de grupos femeninos de los 90 sin auriculares. De modo que me llevo el dorso de la mano a la boca, hinco los dientes y me pongo a dar saltitos de la forma más silenciosa posible mientras la euforia estalla en mi interior.

Me siento como debió de sentirse la doctora Curie cuando, a finales de 1891, le permitieron inscribirse en la Universidad de París: como si una infinidad de descubrimientos científicos (preferiblemente no radioactivos) se encontrara por fin a mi alcance. Se trata, con diferencia, del día más importante de mi vida y constituye el pistoletazo de salida a un espectacular fin de semana de celebraciones. Los puntos más destacados son:

• Les cuento la noticia a las tres compañeras con las que mejor me llevo y todas nos vamos al bar de siempre, nos chutamos varias rondas de cocteles de limón y nos turnamos para pitorrearnos de aquella vez que Trevor, nuestro horrendo jefe de mediana edad, nos pidió que no nos enamorásemos de él. (Los académicos suelen delirar bastante; excepto Pierre Curie, por supuesto. Pierre jamás se comportaría de forma tan ridícula.)

• Me cambio el pelo de rosa a morado. (Tengo que teñirme en casa, ya que los investigadores con menos experiencia no podemos permitirnos ir a la estética; mi ducha acaba pareciendo una mezcla entre una máquina de algodón de azúcar y un matadero de unicornios, pero tras el incidente del mapache —del que, hazme caso, no quieres saber nada—, no iban a devolverme la fianza de todas formas.)

• Voy a Victoria’s Secret, me compro un conjunto precioso de lencería verde y me prohíbo a mí misma sentirme culpable por el derroche. (Aunque hace años que nadie me ve sin ropa y, si todo va según lo planeado, la cosa seguirá igual durante muchos muchos más.)

• Descargo el plan de entrenamiento Maratón para amantes del sofá que llevo queriendo hacer desde hace tiempo y salgo a correr. (Luego vuelvo a casa cojeando y despotricando contra mi exceso de ambición y cambio el plan a 5 km para amantes del sofá. No puedo creer que haya gente que haga ejercicio todos los días.)

• Horneo unas golosinas para Finneas, el longevo gato de mi igualmente longevo vecino, ya que el animalito pasa a menudo por mi apartamento para la recena. (Me da las gracias destrozándome mi par favorito de Converse. Lo más probable es que la doctora Curie, en su infinita sabiduría, fuera más de perros que de gatos.)

En resumen, me la paso de miedo. Para cuando llega el lunes, ni siquiera estoy triste. El día transcurre igual que siempre —entre experimentos, reuniones de laboratorio y captura de datos frente a la computadora mientras engullo comida precocinada y refrescos de marca libre—, pero con el proyecto de BLINK en el horizonte, incluso las circunstancias de siempre me resultan nuevas y emocionantes.

Seré sincera: he estado superpreocupada. Después de que me rechazaran cuatro solicitudes de beca en menos de seis meses, estaba segura de que mi carrera se había estancado, incluso de que había llegado a su fin. Cada vez que Trevor me llamaba a su despacho, me daba taquicardia y me sudaban las manos, convencida de que iba a decirme que no pensaba renovar mi contrato anual. El último par de años, desde que obtuve el doctorado, no ha sido demasiado divertido que digamos.

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La química del amor, de Ali Hazelwood. En Contraluz.