La piedra y la palabra
4 de octubre 2022.
Por Edgar Krauss
Se ha dicho que toda la historia de la filosofía occidental no es más que una nota al pie de página de La República de Platón. Y quizá uno de los escritores que mejor lo corroboran es el francés Paul Valéry, quien redactó un asombroso diálogo “platónico”, titulado Eupalinos o el arquitecto. En él, Sócrates y Fedro conversan sobre lo que hace singular a la arquitectura, comparada con la pintura, la música, la danza y otras expresiones del arte, en un esfuerzo por racionalizarla. Nuestros personajes emprenden un paseo filosófico para comprenderla en el sitio que ocupa entre los saberes meramente útiles o de los placeres solamente intelectuales. No deja de resultar paradójico que quien recurre al método platónico para encomiar a la arquitectura sea precisamente un poeta.
Una de las más portentosas formas de hacer y pensar el arte ha sido a través del propio cuerpo y su extensión simbólica: el mundo de la técnica, esa unidad última de la que parte y hacia donde se dirige la inteligencia y también el poder. No pocos artistas y pensadores (dos maneras de hacer lo mismo) se han ocupado de esta relación. Si, como dice el griego en El Banquete, la belleza, la inteligencia y el placer representan modos inseparables de concebir lo mismo: lo esencial, parece complicado inferir la clara división proclamada entre el cuerpo (lo orgánico) y el pensamiento (el espíritu), que en ocasiones se ha convertido en verdadera oposición. El cuerpo social se puede comprender también por los espacios y la manera en que se habitan: la arquitectura.
Durante milenios se creyó que la naturaleza constituía una realidad opuesta al ser humano y éste aplicó su ingenio e instrumentos (sus manos extracorporales) para combatirla. Al hacerlo, buscaba inscribirse en el tiempo, en la memoria. Se articula así una relación múltiple entre humanidad y naturaleza, mediada por la técnica. Esta bifurcación entre lo material y lo subjetivo no es inocente: de ella se han nutrido también el arte y la filosofía. Para Heidegger, la técnica es un medio y el ser humano desea tenerla en sus manos porque revela el modo de hacer salir lo esencial de lo oculto, y ahí reside una importante posibilidad de libertad, pero también de peligro. El riesgo consiste en malinterpretar lo obtenido y en la inmediatez de la petición. El no trascender. Hemos sido testigos de que una de las expresiones más rotundas, en la que el poderío económico y político se hace patente, es la arquitectura misma. Esto puede sonar cruelmente aristotélico, en su peor dimensión. De cualquier modo, resulta ineludible advertir que el artesano ha sido reemplazado por la fábrica china. Toda pretensión de endogamia intelectual o cultural estará condenada de antemano a la banalidad. No hay fanatismo sin ciertas formas de trastorno mental.
Pero si la arquitectura significa belleza y utilidad al mismo tiempo, también implica una cosmovisión detrás de las piedras y las palabras. La arquitectura es arte porque trasciende a su creador y enriquece nuestro entendimiento del mundo, aunque esta relación nunca resulta fácil y me parece que jamás dirá su última palabra. La arquitectura ha consistido también en un vehículo de aquellas supersticiones de felicidad social que sólo saben provocar mayor mortandad, como lo fueron toda clase de utopías. Frank Lloyd Wright podría ser un moderno John Locke. Gaudí llevó al límite el surrealismo. Alvar Aalto representó un ave fénix de la arquitectura en el siglo xx. Agustín de Hipona, quien fue un consumado erotómano y aficionado a distintas formas de intoxicación antes de volverse un santo, escribió: ama y haz lo que quieras. El portentoso Calatrava ha amado la forma tanto como la belleza y ha hecho lo que ha querido.
Aunque para el casi célibe Borges los espejos y la cópula se revelen abominables, ya que reproducen el número de personas hasta el infinito, la arquitectura funcionalista de los condominios modernos se empeña en darles cobijo. Albert Speer fue el arquitecto que imaginó una Berlín como la nueva Roma: una capital fundada en el genocidio, como se temía Walter Benjamin cuando escribía sobre la filosofía de la historia. Le Corbusier era más optimista e hizo bello lo urgente de la saturación moderna. Por su parte, la obra de Barragán es tan poderosa como la de Frida Kahlo o Juan Rulfo, tres excelentes embajadores de la cultura mexicana en el mundo.
En un emocionante texto en defensa de la haraganería, Robert Louis Stevenson escribió que la gente que ha sufrido más por obtener algo suele despreciar a quienes no luchan por las mismas causas. El filósofo de lo cotidiano Alejandro Rossi, en su formidable Manual del distraído, escribió que no es posible vivir en una sociedad en la que todos seamos creadores; no sólo requerimos artistas, también se necesitan reproductores, especialmente con fines prácticos y utilitarios. La arquitectura es, de las bellas artes, una de las más urgentes formas de felicidad, como quería el Eupalinos de Paul Valéry.