EL INFINITO DE IRENE VALLEJO
19 de mayo de 2022
Edgar Krauss
Borges el infalible escribió: “a partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es”. Esta declaración bórgica define y ampara la pasión que todos los que amamos los libros experimentamos: el texto es una comunión radica con la otredad y desde épocas muy remotas en la historia humana hemos asociado autor con autoridad: quien escribe libros establece contacto con lo sagrado en cuanto que trascendente, que se comunica a través de esa maravilla que es el texto. Por lo tanto, una de las historias más grandes que podemos narrar es la que cuenta la historia misma de los libros. Es por ello que nosotros los bibliófagos ya entregamos nuestro cariño sin reparos a Irene Vallejo. Además de una narradora excepcional, es dueña de una portentosa erudición sobre el mundo grecolatino, que enlaza amenidad y sabiduría, como Carlos García Gual, Alfonso Reyes o Ernesto de la Peña, aunque ella resulta mucho más entrañable.
Me llena de entusiasmo que, en una época como la nuestra, en la que los bestsellers versan sobre criminales ficticios o reales, seres fantasmagóricos y legendarios, o recetas igualmente mágicas para sobreponerse a la adversidad económica o emocional, un libro tan docto como El infinito en un junco, escrito por una doctora en filología clásica, sea un fenómeno editorial mundial. La historia (mejor dicho, las historias) que nos cuenta soberbiamente Vallejo no forma parte de una novela, pero lo parece: la protagonizan sujetos de pasiones delirantes, como ese conquistador megalómano que destruyó hasta los cimientos numerosas ciudades persas y babilonias, pero construyó otras tantas a las cuales bautizó en honor suyo: Alejandría; también podemos asomarnos a las peripecias de un militar fanfarrón y advenedizo, Ptolomeo, que construyó la biblioteca más grandiosa de la Antigüedad sobre un pantano, con el propósito de rivalizar con su natal Grecia, y quien fuera ancestro de la poderosa y culta Cleopatra (la última de su dinastía), así como también nos empapamos en los empeños de cientos de eruditos y sabios en la biblioteca de la imponente Alejandría por traducir al griego las obras de civilizaciones lejanas y antiguas. Aquí la historia de los libros es la historia de sus autores y patrocinadores. La sorprendente biblioteca de Alejandría es el punto de arranque del apasionante libro de Irene Vallejo, como epicentro del mundo helenístico, cuya herencia fue tomada y transformada por los romanos. La avezada filóloga ilumina esta historia con alta destreza narrativa, con el fin de apasionar (y lo logra) sobre cómo la técnica para producir soportes para escribir a partir del junco del papiro y las expresiones culturales manifestadas en ellos fueron la semilla de la primera globalización de la historia: la del libro en la era ptolemaica, cuando se comenzaron a reproducir, traducir y crear obras literarias y científicas que perduran hasta nuestros días. Los héroes de esta reproducción cultural fueron los copistas y traductores anónimos alejandrinos.
Aunque el subtítulo del libro es hiperbólico —ya que ni los libros, ni la escritura o las bibliotecas se inventaron en Alejandría—, se antoja audaz y provocador. Los papiros egipcios ya existían tres mil años previos a la irrupción de los griegos en ese país. La legendaria biblioteca de Nínive es tres siglos anterior a la de Alejandría, y la de Ebla, dos milenios más antigua. Por su parte, la escritura (junto con el lenguaje) es quizá la mayor tecnología inventada por el ser humano y surgió en varios epicentros distantes y, hasta donde sabemos, inconexos. Produjeron textos literarios, religiosos, administrativos y científicos los chinos, los hebreos, las civilizaciones del Indo, las culturas mesoamericanas y, por supuesto, los sumerios, babilonios y asirios, milenios antes de que se pusiera la primera piedra de Alejandría. Algunos lo hicieron en escritura ideográfica y otros, silábica. El poema de Gilgamesh está considerado la obra literaria —conocida— más antigua de la historia y data del siglo xxvi antes de nuestra era; es decir, más de dos mil años antes de que naciera Aristóteles, el insigne maestro de Alejandro Magno. El poema babilonio “Enuma elish”, que narra el origen del mundo y el diluvio, es algunos siglos más vetusto que la Biblia o las obras de Homero o Anacreonte y los poetas arcaicos griegos. Por otra parte, casi todas las historias del libro escritas por europeos omiten la aportación china a la civilización mundial, con el invento del papel (y su transmisión vía los árabes) o de la imprenta misma, así como pasan de largo respecto de los textos mesopotámicos o de las culturas indígenas americanas, cuyos códices con sus historias y conocimientos fueron destruidos por los monjes españoles, hecho que fue un cataclismo cultural tan grande como las destrucciones de las bibliotecas de Alejandría o Persépolis. Me quedé con ganas de leer todo eso en este libro, pero, por supuesto, ni la gran Irene ni nadie está obligado a complacer las veleidades de sus lectores.
El debate podría enriquecerse cuando nos preguntamos ¿podemos llamarles libros a las tablillas cuneiformes, a los papiros egipcios, a los códices mesoamericanos, al Código de Hammurabi, a los pergaminos en rollo (volúmenes, nos recuerda Irene) de los griegos o a los textos escritos en piedra por culturas arcaicas? Dependerá del enfoque o la metodología, aunque los historiadores del libro tienden a decir que no lo son, hasta que en la Europa medieval surjan los códex, textos manuscritos (algunos ilustrados), encuadernados y cosidos en hojas foliadas escritas por ambas caras: los primeros libros, al menos en cuanto a su forma. Nuestra autora se circunscribe básicamente al mundo helenístico y romano, para contarnos no toda la historia, sino esta parte de la historia de los libros, y la expone —mejor dicho, ilumina— de manera didáctica y afanosa.
Una de las virtudes más sobresalientes de El infinito en un junco está, sin duda, en su amenidad expositiva y la inmejorable maestría con la que Irene Vallejo actualiza los debates de Cicerón o las tentaciones autoritarias de Julio César, con los que establece analogías respecto a la sociedad global de nuestro tiempo.
El libro es muy generoso en fábulas, historias raras, anécdotas, datos curiosos, personajes extraños y entrañables, Para hacerse entender sobre las reacciones del público griego o romano, nos pone de ejemplo Twitter o a Bob Dylan; para hacernos imaginar la espléndida biblioteca de Alejandría, nos recuerda la película De Oliver Stone protagonizada por Anthony Hopkins, y cuando habla de fanatismo e intolerancias destructoras de libros y personas, nos remite a las distopías de Orwell o a las horribles tiranías totalitarias del siglo xx. De Tucídides nos lleva de la mano hasta Churchill, contrasta con elegancia a Platón con Popper y cita a sus autores dilectos, como Safo, Shakespeare, Borges, Rushdie, Louise Glück, Sebald y Rosa Montero. En su Alejandría, pasean la genial Hypatia y el taciturno Cavafis, aunque los separen quince siglos.
Me alegra sobremanera que exista El infinito en un junco. Es uno de los mejores y más estimulantes que he leído sobre la historia de los libros. Viva Irene Vallejo.+