Andróginas contra machos
Sin que nadie dijera “agua va”, un día amanecimos más mexicanos que de costumbre y las cosas se pusieron muy raras. De alguna manera se tenía que justificar la gran rebelión. El millón de muertos que causó el numerito del “quítate tú para que me ponga yo” debía servir para algo. Y, para lograr su transmutación en un drama significativo, nada mejor que apelar a la edificación de un “nuevo” nacionalismo, a la creación de los mexicanos que estarían a la altura de la Revolución (con mayúscula, si no es molestia) y al país que estaba a dos cuadras de transformarse en una sucursal del paraíso. En muy poco tiempo, la nueva moda pegó con tubo: los indígenas quedaron obligados a parecerse a los pobladores de los murales; los obreros tenían la consigna de mostrarse como si posaran para un cartel del realismo socialista, y la gente que se autoproclamó revolucionaria con todas las de la ley se disfrazó sin grandes problemas: Diego y sus cuates andaban vestidos de obreros, y Frida se agenció un traje de tehuana con tal de no desentonar con los nuevos tiempos. Es más, si ella acostumbraba ponerse hasta las manitas con coñac, oficialmente nomás bebía tequila.
Contra lo que pudiera suponerse, las cosas no se quedaron de este tamaño, los triunfadores de la gran rebelión tenían que llegar más lejos. Cuando las balaceras comenzaron a sosegarse y se inició la misa negra de los sonorenses, las mujeres que anduvieron en la bola quedaron obligadas a mutar en seres que se ajustaban a los imaginarios. Las soldaderas —descritas por Salvador Novo como una serie de Catalinas de Médici encuadernadas a la rústica— se convirtieron en las adelitas, que presagiaban a las verdaderas mexicanas, a las hembras que sí estaban a la altura de la gesta y de la patria. Las fotografías del Archivo Casasola, cuidadosamente seleccionadas y editadas, dieron paso al nuevo mito: el de la chimiscolera que acompañaba a su Juan y se la rifaba en las balaceras con tal de alcanzar la tierra de la gran promesa. En el mundo creado por los sonorenses y sus empleados más leales, la mujer mexicana fue condenada a descubrir su verdadero y único destino: representar un ejemplo de nacionalismo y asumir que estaba sometida o que, por lo menos, se encontraba en vías de ello. En el cine, por ejemplo, hasta María Félix terminó por agachar las orejas con tal de lograrlo. Las feministas también tenían que alinearse para cuadrar con los sueños mujeriles de los caudillos de la gran rebelión. Lo que de ellas se esperaba era preciso. Según las alzadísimas que participaron en el Primer Congreso Feminista de Yucatán, las revolucionarias tenían que enfrentarse a sus más siniestras enemigas: las mujeres que eran esclavas de la moda, las que hacían versos y leían novelas, las que sólo pintaban y bordaban, pues las verdaderas hijas de la bola sólo tenían por delante una vida “austera, sencilla y honesta”, la cual les permitiría asumir la “responsabilidad de su deber cívico”, por lo menos esto es lo que se lee en los memorables acuerdos que tomaron en Yucatán.
Estas imágenes tenían usos precisos: no sólo justificaban la gesta y el deber ser de los mexicanos, también resultaban exportables y ratificaron que la paz de a deveras había llegado para instalarse. México era el país de la pachanga sin miramientos, de las fiestas con cohetes y tiros al aire, el lugar donde los nacionales podían ser turistas en su tierra y, de pilón, donde los fuereños podían correr aventuras memorables. De este lado de la frontera sí podían emborracharse como Dios manda y tener aventuras con las “lindas señoritas” que —por lo menos en teoría— se pasaban de castas.
A golpe de vista, las cosas funcionaban a todo dar, pero —sin que nadie se diera mucha cuenta— el mal comenzó a asomarse para pervertir a las mexicanas: las mujeres comenzaron a ir al cine y se encontraron con maneras de vivir que apantallaban a la más plantada; en las revistas ¿y los periódicos se publicaban fotos de las damiselas que no posaban como Marías y, para colmo del horror, en los fonógrafos y los primeros tocadiscos sonaron piezas frenéticas y sobradamente calenturientas. Incluso, debido a la malevolencia de esos medios, algunas comenzaron a modificar su cuerpo: las señas de identidad del nacionalismo revolucionario se fueron a la goma; asumieron el ideal de transformarse en algo que rimara con lo decó, con la modernidad que les permitía conducir automóviles, trabajar, hacer ejercicio e ir a las fiestas sin chaperones.
La amenaza a la patria y a las buenas costumbres era real. La tradición y la modernidad no riman ni se arriman. Por lo tanto, algo había que hacer para frenar la degeneración y las costumbres extranjerizantes que se encarnaban en las pelonas, enloquecidas por el shimmy y el jazz; con las trinches viejas que parecían andróginas con los nuevos vestidos, que renegaban de los rebozos, y que —para colmo del horror— se cortaban sus púdicas trenzas para peinarse como chamacos flacuchos que no tenían nada agarrable ni apretujable. Eso de andar con las patas al aire y bailar como epilépticas era cosa de pirujas. Ante tamaño problema, más de tres desenfundaron sus plumas y la emprendieron en contra de estas chifladas que se mostraban como la versión autóctona de las flappers. Algunos médicos señalaron que esas danzas impías provocaban esterilidad, y otros, aún más radicales, sostuvieron que le abrían la puerta a la homosexualidad, pues —a la hora de la hora— el machín mexicanísimo y revolucionario no se podía dar cuenta si se estaba fajoneando con melón o con sandía. Esos médicos y defensores de lo machín a carta cabal no fueron los únicos que escribieron en contra de las pelonas, en los poemas populares también hay augurios de la tormenta que estaba a un chirris de tronar:
Se acabaron las pelonas,
se acabó la pretensión.
La que quiera ser pelona,
pagará contribución. […]
Las muchachas de mi tierra
son flojas pa’l metate,
quieren andar pelonas
con sombrero de petate.
Se acabaron las pizcas, se acabó el algodón,
ya andan las pelonas de purito vacilón.
El banderazo que dieron este poema y los primeros textos en contra de esas mujerujas le soltó la rienda a la caballería antipelona. Desde ese momento, las cosas quedaron claras: ante la androginación de estas mujeres, no había de otra más que tomar medidas ejemplares que pasaran a la historia, con tal de condenarlas por el resto de la eternidad. En los murales de la Secretaría de Educación Pública, Diego Rivera las retrató como las pirujas arrepentidas que reciben de las revolucionarias las escobas que las redimieron; la prensa las denunció por sus conductas anómalas e inmorales y, para coronar esta cruzada a favor de la patria, los estudiantes también la emprendieron en contra de ellas.
El 21 de julio de 1924, un grupo de alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria tomó cartas en el asunto y rapó a una de esas zorras. El castigo a las ofensoras de las verdaderas mujeres mexicanas estaba justificado y, en un descuido, capaz que hasta se los festejaron en sus casas. La noticia corrió como reguero de pólvora y, al día siguiente, se sumaron a sus esfuerzos los estudiantes de la Escuela de Medicina. Juntos insultaron, empaparon y simularon rapes con todas las flappers que se les atravesaron. Al final de la jornada, uno de ellos le concedió una entrevista a El Universal para dejar claras las pretensiones de tan patriótico movimiento: “No estamos conformes con que las mujeres se pelen; pero mucho menos lo estamos con las feas. ¡Duro contra las feas que estén pelonas! No les toleraremos las pelucas. ¡O rapadas al cero o con trenzas como se ha usado desde los tiempos más remotos”. La duda es imposible: según este chamaco, las feas se veían más feas si eran pelonas, y las guapas perdían sus atractivos si se sumaban a la moda. Incluso, según se decía en los periódicos, estos muchachos cultos y nacionalistas arrastraron a dos de esas mujerzuelas a las regaderas de su escuela para lavarlas y trasquilarlas. Sus pelos, sus ropas y sus coloretes eran un insulto a la nación y a las familias. Ellas no podían cometer el pecado de lo extranjerizante y lo sicalíptico; su destino era beber del cáliz que las purificaría y las llevaría a la tierra prometida gracias a una tuzada de las buenas. Ellas —lo juro por mi santa madrecita— tenían la sagrada obligación de parecerse a las pobladoras de los murales que adornaban los edificios públicos y, de pilón, debían sumarse a las campañas de ingeniería social que emprendió el Estado desde los años veinte.
La posibilidad de ser pelona estaba cancelada: este camino sólo lo podían tomar las envilecidas extranjerizantes que perpetraban delitos contra la raza y la patria. Las flappers, debido a su dudosísima moral, seguramente contraerían enfermedades inconfesables, y su descendencia —al igual que la de las pirujas y las borrachas— quedaría marcada por la degeneración provocada por la sífilis o, al menos, caería en las garras del abominable alcoholismo, que era perseguido por los revolucionarios más radicales. Si las familias de las pelonas tenían otra idea, a nadie le importaba, no por casualidad el padre de una de ellas le dijo a un reportero de El Universal: “Vi a una de mis hijas, que también trabaja, pues somos pobres, que trataban de cortarle el pelo, que lleva a la moda actual, en uso de su perfecto derecho”, un derecho que —obviamente— valía menos que un papel mojado. Cuando la sangre estaba a nada de llegar al río, a las autoridades no les quedó más remedio que meter las manos: amenazaron a los cazapelonas con expulsarlos de sus escuelas si seguían haciendo de las suyas. Obviamente, a ninguno lo corrieron de la escuela; ellos nomás estaban protegiendo a la patria y las mexicanas de a deveras. “Nomás fue una muchachada sin consecuencias”, seguramente dijeron sus defensores.
Por fortuna, algunos salieron a dar la cara por las flappers: en una de sus funciones, Esperanza Iris se aventó un discurso que, nomás con el título, anunciaba de qué lado iba a mascar la iguana: “El derecho de cortarse la melena, dedicado especialmente a las pelonas”. El periodista Jacobo Dalevuelta no se quedó atrás y, con ganas de venganza, propuso que “por cada pelona que sea rapada, se cortará el pelo a una trenzuda”. Incluso, algunos trabajadores se sumaron a las agredidas: en la avenida Niño Perdido, los camioneros pintaron letreros en sus vehículos en los que se afirmaba “¡Arriba las pelonas! ¡Les cobramos la mitad!” y algo parecido hicieron los cadetes del Colegio Militar, que retaron a duelo a los estudiantes de medicina. Los futuros médicos no levantaron el guante y nos quedamos con ganas de ver una campal de bisturís contra sables. Ni modo, así es la vida.
Al final, las cosas se tranquilizaron, las pelonas se ganaron su lugar, y la historia le dio la razón a Julio Torri: “La antipatía por las pelonas revela sólo espíritu de pesadez. Aún combatidas nos distraen de la fealdad de la vida pública corriente […]. Oponerse a la tiranía de una moda femenina es el único acto de rebelión que carece de belleza y de cordura”. +