Leer y otras gulas
11 de mayo 2023
Por Itzel Mar
En la taxonomía actual de los que leen, las lectoras ocupan un lugar preponderante. Es posible sorprenderlas en muy diversas posturas corporales y bajo cualquier condición climatológica o anímica, dedicadas a su capricho. Ellas, de distintas edades, ocupaciones, preferencias, orígenes, tallas y religiones, aparentan conducirse con normalidad hasta que un impulso incontrolable las lleva a meter la mano en el librero o en el bolso para dar con el fetiche en turno. Entonces, lo aprehenden con vehemencia y se disponen a gozar, reflexionar o sufrir, según el contenido del texto. Leer anuncios en la calle, notas, menús, oficios, recetas médicas, contratos, informes, etcétera, representa un acto de sobrevivencia. Leer un libro por “puritito gusto” es un acto de libertinaje. Sobre todo si se es mujer. Y es que tradicionalmente la palabra ha sido un asunto de hombres.
Ya en la Antigüedad grecolatina se ponía de manifiesto el imperativo de negarles a las mujeres el acceso a su propia voz y, por supuesto, a la palabra pública y a la lectura. Durante muchos siglos se ejerció una vigilancia estrecha dirigida a que las damas leyeran lo menos posible y solamente textos aprobados por la suspicacia masculina.
La liberación de dicho yugo surge gracias al deseo: una especie de tirón que se corresponde con el entusiasmo. Lo contrario de no padecer curiosidad. Los deseos son así, están hechos de lo que falta. Su materia prima es la insuficiencia, la insatisfacción, eso que nos inquieta y nos vuelve delirantes de tanto no tenerlo todavía. Los hombres se apoderan de territorios y gobiernan los pueblos a través de la voluntad. Las mujeres se emancipan a partir del deseo.
La novela, identificada como una forma literaria con una identidad realmente propia, más osada y provocadora, surge en los albores del siglo XVII y crea un nuevo público que se multiplicará a lo largo del tiempo. La invención de dicho género descubre un potencial económico y sentimental inagotable; también eleva el derecho al disfrute y a la reflexión a niveles nunca antes vistos. Los elementos claves fueron su accesibilidad, el atractivo de la caracterología, la descripción de los espacios y de las pasiones, así como la creación de imaginarios.
Por unanimidad, la primera novela de esta nueva especie fue Robinson Crusoe, de Daniel Defoe (1719). Utilizando la crónica fantástica como eje, el autor logra atrapar la atención de los lectores, en medio de caníbales e intensivas aventuras. A partir de entonces, el formato de la novela alcanza un grado comestible: se crea con la expectativa de ser consumida, engullida en el menor tiempo posible por el mayor número de individuos. Y todo con la finalidad de desatar de nuevo el apetito voraz por más y más relatos. Éste es el inicio de la gula literaria. La enfermedad que se convierte al mismo tiempo en su propia medicina. El pecado capital preferido de los adictos a las historias. Será imposible escapar ya de la isla a la que llega Robinson Crusoe. Naufragamos con él, honorariamente, para siempre, en la desmesura de su travesía. La desesperada inquietud de leer nos ha convertido en entes sospechosos. Adictos que sufren constantemente el síndrome de abstinencia. Caníbales. El deseo no permanece en la mente, ha invadido el cuerpo entero. Se ha convertido en un problema visceral. Dicha glotonería invade Europa en el siglo XVIII. Las mujeres, inevitablemente, terminan sufriendo del contagio y asumen un papel protagónico. En el prólogo de Julia o la nueva Eloísa (1761), un best seller de aquel momento, Jean-Jaques Rousseau sentencia: “Jamás una virgen ha leído novelas”. Resulta suficiente con tomar una novela entre las manos para convertirse en una mujer disoluta. Los libros parecen poseer demoniacamente a quienes se acercan a ellos, y más si se trata de espíritus susceptibles y endebles, como los femeninos.
Antes de la Ilustración, las lectoras eran anónimas. A partir del siglo XVIII se habla de ellas y pasan a formar parte de un colectivo. Se les teme. Han deformado la lectura; la han vuelto defectuosa, enfermiza, sensiblera, irracional. El libro les ha mostrado a las mujeres que la vida también existe afuera, en espacios imaginarios, más allá del corset y la mojigatería. La ficción se vuelve iniciática y proclama el placer. Una persona con un libro en la mano representa la viva imagen de la libertad individual.
Las mujeres tienen la manera de ser del tacto, es decir, de la cercanía. Su relación con el mundo se da a través de la continuidad entre ellas y los objetos. Así, las lectoras se vinculan novedosamente con la realidad a partir de los libros y la lectura. ¿Esto les asusta a los hombres? La ciencia médica del siglo xix, por ejemplo, estaba convencida de que las bicicletas, las máquinas de coser ―especialmente las de doble pedal― y los libros constituían instrumentos perjudiciales para la salud femenina y, de paso, fomentaban la inmoralidad a través del apetito sexual. La velocidad ejercida en los pedales que accionan la rueda de las máquinas de coser provoca una vibración masturbatoria similar a la percibida entre las piernas al permanecer sobre el asiento de la bicicleta cuando ésta acelera. El efecto de las palabras parece producir la misma acción. Condiciones que, por supuesto, según la sensibilidad masculina, afectaban exclusivamente a la mujer.
Así, pues, la novela forma parte del triunfo desmesurado del asombro de las mujeres ante el mundo y de la democratización de la lectura. La gula y la lujuria elevadas a la máxima potencia en la sintaxis, al mismo nivel excitatorio y escandaloso del traqueteo de artilugios diabólicos como la máquina de coser y la bicicleta. +