Lee las primeras páginas de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft

Lee las primeras páginas de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft

22 de febrero 2023

Vindicación de los derechos de la mujer

con señalamientos sobre temas políticos y morales

Por Mary Wollstonecraft

Reseña biográfica de la autora

Mary Wollstonecraft nació en 1759. El lugar de su nacimiento es incierto, ya que su padre era un viajero empedernido. Mary suponía que había nacido en Londres o en Epping Forest,* ya que en este último lugar pasó los primeros cinco años de su vida. En su primera juventud mostraba una exquisita sensibilidad, solidez de comprensión y decisión de carácter; pero siendo su padre un tirano en la familia y su madre una de sus súbditas, Mary obtuvo muy pocos beneficios de la formación de ambos. Jamás recibió clases de letras sino únicamente aquellas que se impartían comúnmente en las escuelas. Antes de cumplir dieciséis años conoció al señor Clare, un clérigo, y a la señorita Frances Blood; esta última, dos años mayor que ella, poseyendo buen gusto y conocimiento de las Bellas Artes, al parecer dio el primer impulso a la formación de su carácter. A los diecinueve años Mary dejó a sus padres y residió con una cierta señora Dawson durante dos años; posteriormente regresó a la casa paterna para dar atención a su madre, cuya mala salud hizo necesaria su presencia. A la muerte de su madre, se despidió por última vez de la casa de su padre y se convirtió en la compañera de Frances Blood; con ello su amistad aumentó a la par de un fuerte apego correspondido. En 1783 ambas iniciaron una escuela diurna en Newington Green. En este lugar conoció al doctor Price, por quien sintió un gran apego. La apreciación era mutua.

Se dice que se convirtió en maestra por motivos de benevolencia, o más bien filantropía, y durante el tiempo que ejerció la profesión dio muestras de estar sobrecalificada para cumplir con sus arduos e importantes deberes. Su amiga y colega se casó y se mudó a Lisboa, en Portugal, donde murió de una enfermedad pulmonar cuyos síntomas eran visibles antes de su matrimonio. Tan cierto era el apego de Mary hacia ella, que dejó su escuela al cuidado de otros con la intención de ayudar a Frances en sus últimos momentos. Logró, junto al doctor Young, «sacar de la tumba a Narcissa». Amplió sus conocimientos durante el tiempo que pasó en dicho país, y aunque siempre se había manifestado libre de fanatismos religiosos, recibió algunas lecciones provechosas sobre los males de la superstición.

A su regreso se dio cuenta que la escuela entera había resentido su ausencia, y como decidió anteriormente dedicarse a la literatura, por fin se resolvió a comenzar. En 1787 recibió propuestas de Johnson, un editor de Londres que estaba al tanto de su talento como escritora. Durante los tres años siguientes participó activamente en traducir, resumir y realizar compilaciones, más que en la producción de obras originales. En aquel entonces, Mary trabajó bajo una profunda depresión por la pérdida de su amiga, lo que también pudo haber ocasionado la publicación de una de sus novelas que contenía incidentes y reflexiones relacionados con su intimidad.

Para que su padre no se viera avergonzado, Mary era bastante rígida con sus gastos y pudo resolver con sus ahorros las necesidades de sus hermanas y hermanos. Durante largo tiempo su padre se mantuvo a costa de ella, quien incluso encontró los medios para tomar bajo su protección a un niño huérfano.

Mary había adquirido facilidad en la articulación y expresión de sus pensamientos gracias a su afición como traductora y compiladora, la cual le sería sin duda de gran utilidad en un futuro no muy lejano. El eminente Edmund Burke publicó entonces su célebre Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790). Mary, entusiasmada por sentimientos libertarios e indignada por lo que le resultaba subversivo en ella, tomó la pluma y lanzó el primer ataque a dicha obra. La crítica tuvo un gran éxito y, no obstante lo despectivo del texto, era impetuosamente elocuente. A pesar de que Burke era querido por los ilustrados amantes de la libertad, gran parte de ellos se mostraron insatisfechos y molestos con lo que consideraban una ofensa.

La escritora aún no había adquirido confianza en sus propios poderes; sin embargo, la acogida que tuvo su obra por parte del público le dio oportunidad de pensar al respecto. Poco después comenzó el texto del que nos ocupamos. Sus méritos serán los que estime cada lector, pero baste decir que la autora acometió con audacia en defensa de esa mitad de la raza humana a la que por usos y costumbres de todas las sociedades, salvajes o civilizadas, se le ha impedido alcanzar su legítima dignidad: un rango igualitario como seres racionales. Parecería que la artimaña de colocar grilletes de seda a las mujeres con tal de sobornarlas para soportar e incluso desear la esclavitud, no hizo sino aumentar la oposición de nuestra autora. Quizá se habría mostrado mucho más paciente ante una descortés y brutal opresión que ante una falsa galantería, la cual, dada a considerar a la mujer como el orgullo y el principal ornamento de la creación, la degrada a un juguete, un apéndice, una cifra. La obra fue completamente rechazada y, como era de esperarse, encontró a sus mayores enemigos entre las delicadas criaturas, las hijas mimadas de su propio sexo. Cabe mencionar que Mary escribió el texto en tan solo seis semanas.

En 1792 se mudó a París, donde conoció a Gilbert Imlay, originario de Estados Unidos. De esa relación surgió un gran afecto que unió a ambos sin formalidades legales, a las que ella se opuso a causa de vergüenzas familiares en las que se vería envuelta. Sin embargo, consideraba aquel compromiso de la naturaleza más sagrada, y planearon emigrar a América, donde tendrían libertad para estar juntos. En aquellos días azotaba la crueldad de Robespierre, por lo que Imlay dejó París para ir a El Havre, adonde tiempo después Mary lo siguió. Continuaron residiendo allí hasta que él partió a Londres bajo el pretexto de unos negocios y con la promesa de reunirse pronto en París, objetivo que no cumplió. En 1795 envió por ella a Londres. Para ese entonces Mary estaba por convertirse en madre de una niña, a quien llamó Frances en memoria de su querida amiga.

Antes de migrar a Inglaterra, tenía presentimientos sombríos acerca de que el amor que Imlay sentía por ella se desvanecía, si no es que había acabado ya. Con tristeza, a su llegada confirmó dichos augurios. El trato de Imlay era demasiado formal y limitado para escapar a su agudeza, y aunque él argumentara que su ausencia se debía a sus diversos negocios, Mary se dio cuenta que su afecto por ella había quedado atrás. «Amor, ¡querido engaño! La pura razón me obliga a desistir, y ahora mis expectativas racionales se ven arruinadas justo cuando había logrado sentirme satisfecha con ellas». Intentar retratar el dolor que la habitaba entonces sería inútil. A grandes rasgos puede decirse que había planeado su propia destrucción y que Imlay logró impedirlo.

Concibió la misma idea una segunda vez, y se arrojó al Támesis; permaneció en el agua hasta que la conciencia la abandonó, pero fue rescatada. Después de varios intentos por revivir el amor de Imlay, con diversas explicaciones y declaraciones por parte de él durante el lapso de dos años, decidió finalmente renunciar a toda esperanza de recuperarlo y esforzarse por no pensar más en él. En esto tuvo tanto éxito que un encuentro posterior no le produjo ninguna emoción dolorosa.

En 1796 revivió una relación iniciada años antes con William Godwin, autor de Justicia política (1793) entre otras obras de gran notoriedad. Aunque las primeras impresiones entre ellos no habían sido favorables, ahora se reunían en circunstancias que les permitían una mutua y justa apreciación de su carácter. Su cercanía se incrementó de manera imperceptible. La inclinación entre ellos era, según el biógrafo de Mary, «el más refinado estilo de amor, que creció de igual manera en la mente de cada uno. Habría sido imposible para cualquiera que los viera decidir quién iba antes, o quién después. Ningún sexo era prioritario según la costumbre arraigada, y ninguno traspasaba la delicadeza impuesta con tanta severidad. De ninguna de las dos partes se podía suponer que había sido el agente o el paciente, el cazador o la presa de la relación. Cuando necesitaban develar cualquier tema, no tenían nada que reprocharse uno al otro».

Mary vivió pocos meses después de su matrimonio y murió durante las labores de parto tras haber dado a luz a una hija ahora conocida por el mundo literario como Mary Shelley, la viuda de Percy Bysshe Shelley.

Difícilmente podemos evitar lamentar que uno de tales talentos, de tan elevados sentimientos se marchara, luego de que uno se desarrollara plenamente, y la otra diera con algo en lo que ambos hallaran un bálsamo tras sus penosos y extravagantes esfuerzos por encontrar un sitio donde asentarse… que alguien así fuera arrancado de la vida es algo que no podemos sino lamentar. Apenas podemos murmurar que no nos hubiera sido arrebatada ni que las nubes oscurecieran su horizonte, que Mary presenciara el brillo y la serenidad que pudo haber conseguido. Pero así fue. Es posible atribuir la causa a disposiciones antisociales; no son los individuos sino la sociedad la que debe cambiar, y no se logrará con enmiendas sino con una transformación en la opinión pública.

La autora de Los derechos de la mujer nació en abril de 1759 y murió en septiembre de 1797.

Para despejar cualquier duda sobre su origen, esta reseña fue extraída de las memorias escritas por su afligido esposo, quien, además de todos los comentarios amables que hizo acerca de ella [no se encontraba cegado ante las imperfecciones del carácter de la escritora], dijo que era «De encantadora personalidad y femenina conducta en el mejor y más cautivador sentido».

Para
M. TALLEYRAND-PÉRIGORD, ANTIGUO OBISPO DE AUTUN

Señor:
Leí con gran placer un escrito que usted publicó recientemente sobre la educación nacional y quiero dedicarle este volumen, la primera dedicatoria que he escrito en mi vida, para invitarlo a leerme con atención y porque creo que me entenderá, lo que no creo que suceda con tantos impertinentes que ridiculizan los argumentos que no pueden responder. Pero, señor, es tan grande el respeto que tengo por su juicio que estoy segura de que no dejará de lado mi trabajo y tampoco pensará que estoy equivocada porque no veo el tema de la misma manera que usted. Perdonará mi franqueza, pero debo notar que lo ha abordado de modo demasiado superficial, conformándose con hacerlo como se ha hecho antes al hablar de los derechos del hombre sin tomar en cuenta los de la mujer, pisoteados como si fueran algo fantasioso. Lo invito, pues, a valorar lo que tengo avanzado respecto a los derechos de la mujer y la educación nacional, y lo hago con el tono firme de la humanidad. Mis argumentos, señor, son dictados con espíritu desinteresado: abogo por mi sexo, no en mi propio beneficio. Durante mucho tiempo he considerado la independencia como la gran bendición de la vida, base de toda virtud, y siempre me aseguraré de ser independiente al realizar mi voluntad, aunque para ello deba vivir al margen.

Es, pues, el amor por todo el género humano lo que hace que mi pluma vuele para apoyar lo que creo es la causa de toda virtud, y el mismo motivo me lleva a desear ardientemente ver a toda mujer situada de modo que avance, en lugar de retroceder, el progreso de los gloriosos principios que dan sustento a la moralidad. Mi opinión, en efecto, respecto a los derechos y deberes de la mujer, parece fluir tan naturalmente de estos sencillos principios que lo creo apenas posible, pero algunas de las mentes más brillantes que dieron origen a su admirable declaración estarán de acuerdo conmigo.

Sin duda en Francia hay una difusión más general del conocimiento que en cualquier otra parte del mundo europeo, y lo atribuyo en gran medida a las relaciones sociales que desde hace mucho subsisten entre ambos sexos. Es verdad, y expreso mis sentimientos con libertad, que en Francia la esencia misma de la sensualidad ha sido extraída para complacer al hedonista y prevalece una especie de lujuria sentimental, la cual, junto con el sistema hipócrita que enseñan los gobiernos político y civil, ha otorgado al carácter francés una cierta astucia siniestra, apropiadamente llamada sofisticación, además de un refinamiento de los modales que daña lo sustancial al echar a la sinceridad fuera de la sociedad. El más bello atuendo de la virtud, el recato, ha sido groseramente repudiado en Francia más que en Inglaterra, al punto de que las mujeres consideran mojigatería la decencia que los brutos cuidan instintivamente.

La conducta y la moral van tan aparejadas que a menudo se confunden; y aunque la primera debiera ser el reflejo natural de la segunda, cuando por diversas causas se han producido modales fingidos y corruptos, los cuales son detectados muy pronto, la moralidad se convierte en una palabra vacía. La discreción personal, así como el respeto sagrado por la limpieza y la delicadeza en la vida doméstica, situaciones que las mujeres francesas casi desprecian, son los pilares del recato; pero si lejos de despreciarlos, la llama pura del patriotismo toca sus pechos, deben trabajar para mejorar la moralidad de sus conciudadanos, enseñando a los hombres no solo a respetar el pudor de las mujeres, sino guardarlo ellas mismas como la única forma de acreditar su valía.

Al luchar por los derechos de la mujer, mi principal argu- mento se basa en este principio fundamental: si no se la prepara con la educación para que se vuelva la compañera del hombre, detendrá el progreso del conocimiento, pues la verdad debe ser común a todos o su influencia resultará ineficaz en la práctica general. ¿Y cómo podemos esperar que la mujer contribuya a esto a no ser que sepa por qué ser virtuosa, y que la libertad fortalezca su razón hasta que comprenda su deber y vea de qué modo se encuentra conectado con su auténtico bien? Si se tiene que educar a los niños para que entiendan el principio verdadero del patriotismo, su madre debe ser patriota, y el amor al género humano, que produce un gran número de virtudes, solo puede darse si se tienen en consideración la moral y los intereses civiles de la humanidad; pero la educación y la situación de la mujer en el momento presente la dejan fuera de tal posibilidad.

En esta obra presento muchos argumentos contundentes para probar que la noción prevaleciente sobre la índole sexual es contraria a la moral, y sostengo que para hacer más perfectos el cuerpo y la mente humanas, la castidad debe predominar de modo más universal, y que esta no será respetada en el mundo masculino mientras la mujer no deje de ser, por así decirlo, idolatrada mientras escasa virtud o razón la adornen con grandes rasgos de belleza mental, o la interesante simpleza del afecto.

Considere, señor, estas observaciones imparcialmente, pues un destello de su verdad pareció abrirse ante usted cuando observó que «ver a una mitad de la raza humana excluida por la otra de toda participación en el gobierno era un fenómeno político que, según los principios abstractos, era imposible de explicar». Si es así, ¿cuál es la base de su constitución? Si los derechos abstractos del hombre han de resistir su discusión y explicación, los de la mujer, por un razonamiento parejo, deberían pasar el mismo examen; aun así, en este país prevalece una opinión diferente, basada en los mismos argumentos utilizados por ustedes para justificar la opresión de la mujer: la norma.

Tome en cuenta —y me dirijo a usted como legislador— que si los hombres luchan por su libertad y por que se les permi- ta juzgar sobre su propia felicidad, ¿no resulta incongruente e injusto someter a las mujeres, aunque crean firmemente que actúan de la mejor manera para procurarles felicidad? ¿Quién hizo al hombre el juez exclusivo, si la mujer comparte con él el don de la razón?

De este mismo modo argumentan los tiranos de toda clase, desde el rey débil hasta el débil padre de familia; todos están ansiosos por aplastar la razón, y además afirman que toman dicha posición solo para ser útiles. ¿No actúan ustedes de modo similar cuando obligan a todas las mujeres, al negarles derechos políticos y civiles, a permanecer confinadas en sus familias, andando a tientas en la oscuridad? Verdaderamente, señor, ¿se puede afirmar que un deber es obligación cuando no se basa en la razón? Si realmente este fuera su destino, los argumentos para ello se desprenderían de la razón; y con tal sustento, cuanto más entendimiento adquieran las mujeres, más se implicarán con su deber comprendiéndolo, porque si no lo comprenden, si no fijan su moral los mismos principios inmutables que los de los hombres, no hay autoridad que pueda liberarlas de manera virtuosa. Pueden ser esclavas convenientes, pero el efecto constante de la esclavitud degradará al amo y al súbdito.

Sin embargo, si se ha de excluir a las mujeres de participar en los derechos naturales del género humano sin concederles la palabra, compruébese primero que carecen de razón, para evitar acusaciones de injusticia e incongruencia; de otro modo, esta falla en su nueva constitución, la primera fundamentada en la razón, siempre mostrará que el hombre, de alguna forma, debe actuar como un tirano, y la tiranía, en cualquier parte de la sociedad donde se exhiba, debilitará a la moralidad.

Reiteradamente he sostenido que las mujeres no pueden ser segregadas por la fuerza a los asuntos domésticos, y he proporcionado argumentos que me parecen innegables al desprenderse de hechos, pues ellas, por ignorantes que sean, se entrometerán en asuntos más importantes, descuidando las tareas privadas solo para trastornar, con astutos trucos, los elaborados planes de la razón cuya comprensión las supera.

Además, mientras estén educadas solo para alcanzar logros personales, los hombres buscarán el placer en la variedad, y maridos infieles harán esposas infieles; realmente deberá excusarse a estos seres ignorantes cuando, al no haberles enseñado a respetar el bien público o no concederles ningún derecho civil, intenten hacerse justicia por propia mano.

Abierta de esta manera la caja de todos los males en la sociedad, ¿cómo se preservará la virtud privada, única garantía de la libertad pública y la felicidad universal?

Si desaparece entonces la coerción social establecida y prevalece la ley simple de la gravedad, los sexos caerán en el lugar que les corresponde. Y ahora que los ciudadanos se forman con leyes más equitativas, el matrimonio se volverá más sagrado; los jóvenes escogerán esposas por motivos de afecto, y las da- mas permitirán que el amor destierre a la vanidad.

El padre de familia no se debilitará ni degradará sus sentimientos visitando a mujeres de la vida galante ni olvidará, por atender sus apetitos, el propósito por el que se casó. Y la madre no descuidará a sus hijos para practicar la coquetería, cuando la razón y el recato le aseguren la amistad de su esposo.

Pero hasta que los hombres no dediquen atención al deber de ser padres, es inútil esperar de las mujeres que ocupen en la crianza el tiempo que, «entendidas en sus cosas», deciden pasar ante el espejo, porque este ejercicio de la astucia es solo un instinto natural que les permite obtener de forma indirecta algo del poder que injustamente se les niega compartir; pues si no se permite a las mujeres disfrutar de derechos legítimos, volverán viciosos a los hombres y a sí mismas para obtener privilegios ilícitos.

Deseo, señor, emprender algunas investigaciones de este tipo en Francia, y si llevan a confirmar mis principios, cuando se revise su constitución debieran respetarse los derechos de la mujer si se prueba plenamente que la razón exige este respeto y demanda en voz alta justicia para la mitad de la raza humana.

Respetuosamente,
M. W.

INTRODUCCIÓN

Veo el paso de la historia y observo expectante el mundo, y con ello las emociones más melancólicas de triste indignación afligen mi espíritu. Suspiro cuando me veo obligada a admitir que la naturaleza ha hecho una enorme diferencia entre un hombre y otro, o que la civilización hasta ahora existente en el mundo ha sido tendenciosa. He leído diversos libros sobre educación y observado pacientemente el comportamiento de los padres y la administración de las escuelas, pero, ¿cuál es el resultado? Una profunda convicción de que la educación descuidada de mis semejantes es la fuente principal del mal que deploro, y que las mujeres en particular se vuelven débiles y desgraciadas por un gran número de causas, derivadas de una conclusión precipitada. El comportamiento y la forma de ser de las mujeres, de hecho, prueba claramente que sus mentes no se encuentran en un estado saludable, pues, como ocurre con las flores plantadas en una tierra demasiado rica, la fortaleza y la utilidad se sacrifican en nombre de la belleza y sus agraciadas hojas se marchitan una vez que han complacido a las miradas impertinentes, desechadas de su tallo mucho antes de llegar a la madurez. Considero una de las causas de esta floración estéril el falso sistema de educación emanado de los libros escritos por hombres que, al considerar a las mujeres más como tales que como criaturas humanas, se han empeñado más en convertirlas en amantes seductoras que en esposas racionales. El entendimiento del sexo femenino se ha confundido tanto por este engañoso homenaje que las mujeres civilizadas de este siglo, salvo algunas excepciones, solo ansían inspirar amor cuando podrían poseer ambiciones más nobles y exigir respeto por sus capacidades y virtudes.

Por lo tanto, en un tratado acerca de los derechos y conductas de la mujer, no se deben pasar por alto las obras escritas para que las mujeres sean mejores, en especial cuando se afirma tal cual que las mentes femeninas son débiles a causa de buscar una falsa perfección; que los libros de instrucción, escritos por hombres de talento, muestran el mismo sesgo de textos más frívolos; y que, en el más puro estilo del mahometanismo, se trata a las mujeres como hembras y no como parte de la especie humana, mientras que se considera exageradamente a la intangible razón como lo que nos distingue de la creación animal, poniendo en esa mano débil un cetro natural.

Aun así, no dejaré que mis lectores supongan que, por el hecho de ser mujer, pretendo agitar con violencia la discusión respecto a la igualdad o inferioridad del sexo: únicamente expondré mi opinión en pocas palabras, pues viene a cuento y no puedo evitarlo sin arriesgarme a que mi razonamiento sea mal entendido. En el reino del mundo físico se puede observar que la hembra es, en general, inferior al macho; este persigue, y la hembra cede. Tal es la ley de la naturaleza y no parece que vaya a suspenderse o anularse en favor de la mujer. No podemos negar esta superioridad física, ¡la cual es algo afortunado! Pero, no contentos con ello, los hombres se empeñan en hundirnos todavía más simplemente para convertirnos en objetos atractivos durante un momento; y las mujeres, cegadas por la entrega que les muestran los hombres bajo la influencia de los sentidos, no tratan de obtener un interés duradero en sus corazones o hacerse amigas de aquellos que buscan su compañía.

Soy consciente de una deducción obvia: en todas partes he oído exclamaciones contra las mujeres masculinas, pero, ¿en qué se basan? Si con esta denominación los hombres se mani- fiestan en contra de la pasión mostrada por ellas hacia la caza, el tiro y el juego, me uniría a las opiniones; pero si es en contra de la imitación de las virtudes masculinas o, mejor dicho, si se oponen a la obtención de talentos y virtudes que ennoblecen el carácter humano y elevan a las mujeres en la escala de los seres animales, llegando a incluirse en lo que abarca el término especie humana, todos aquellos que las observan con una mirada filosófica tendrían que desear junto conmigo que se vuelvan cada día más y más masculinas.

Naturalmente, esta cuestión tendrá que dividirse. En primer lugar, consideraré a grandes rasgos a las mujeres como criaturas humanas que, en común con los hombres, se encuentran en la tierra para desarrollar sus facultades y, posteriormente, habré de resaltar su destino.

Deseo evitar el error en el que han caído escritores respetables, pues la educación dirigida hasta ahora a las mujeres se ha aplicado más bien a las damas, salvo por pequeños consejos indirectos dispersos en cuentos clásicos para niños. Si al dirigirme a las mujeres con voz firme pongo especial atención en las de clase media, es porque parecen encontrarse en un estado particularmente natural. Es posible que las semillas del falso refinamiento, la inmoralidad y la vanidad hayan sido diseminadas por la nobleza: seres débiles y artificiales situados por encima de los deseos y afectos comunes de su raza, de modo prematuro y antinatural destruyen las bases de la virtud ¡y extienden la corrupción por toda la sociedad! Como parte de la humanidad, ¡merecerían toda nuestra lástima! La educación de los más ricos tiende a hacerlos vanidosos y desvalidos, y la mente en evolución no se ve fortalecida con la práctica de actividades que dignifican el carácter humano. Solo viven para divertirse y, por la misma ley que en la naturaleza provoca unos efectos particulares, pronto se dan cuenta de lo estéril de su diversión.

Pero como mi propósito es abordar por separado los diferentes estratos de la sociedad y el carácter moral de las mujeres en cada uno de ellos, baste con esto por ahora. Únicamente quise aludir al tema porque me parece que la intención de una introducción es proporcionar una explicación superficial del contenido de la obra que se presenta.

Espero que mi propio sexo me disculpe si las trato como criaturas racionales en vez de halagar sus encantos fascinantes y tratarlas como en un estado de eterna infancia, incapaces de valerse por sí mismas. Deseo mostrarles en qué consisten la verdadera dignidad y la felicidad humanas; deseo convencerlas de proponerse ganar fuerza, tanto de mente como de cuerpo, y explicarles que el habla delicada, la sensibilidad de corazón y la fragilidad de sentimientos son prácticamente sinónimos de debilidad, y que quienes son merecedores de piedad y de ese amor que se le parece, después se vuelven objeto de desprecio.

Al rechazar entonces esas lindas frases femeninas que los hombres usan condescendientemente con la intención de dul- cificar nuestra dependencia servil, y despreciar la supuesta elegancia de pensamiento, la exquisita sensibilidad y la docilidad de conducta que se suponen las características sexuales de los seres más débiles, deseo mostrar que la elegancia es inferior a la virtud, que el primer objetivo de una ambición razonable debe ser adquirir condición de ser humano sin distinguir el sexo, y que las observaciones que haré posteriormente están fundamentadas en esto.

Este es de manera general mi planteamiento, y si expreso mi convicción con tanta fuerza cada vez que pienso sobre el tema, algunos lectores apreciarán que surge de la experiencia y la reflexión. Animada por este importante objetivo, no buscaré acotar mis frases y perfeccionar mi estilo. Me propongo ser útil y la sinceridad me hará más natural; ya que deseo convencer con la potencia de mis argumentos en lugar de deslumbrar por la elegancia de mi lenguaje, no perderé el tiempo elaborando remates o construyendo rebuscamientos sobre sentimientos artificiales que, surgidos de la cabeza, jamás pasan por el corazón. ¡Me ocuparé de cosas, y no de las palabras! Deseosa de hacer a las mujeres miembros más respetables de la sociedad, trataré de evitar esa prosa florida que se ha trasladado de los ensayos a las novelas, y de las novelas a las cartas y las conversaciones familiares.

Tal lindura hueca, caricatura de la belleza real de la sensibilidad, soltada sin sentido por la lengua, pervierte el gusto y crea una delicadeza imaginaria alejada de la verdad sencilla y sin adornos, un torrente de falsas sensaciones y sentimientos exagerados que ahogan las emociones naturales del corazón, convirtiendo en algo insípido los placeres domésticos que debieran aligerar los pesados deberes que preparan a un ser racional e inmortal para un espacio de acción mucho más noble.

La educación de las mujeres se ha estudiado mucho más últimamente que en el pasado. Aun así, todavía se las considera un sexo frívolo, y los escritores que intentan contribuir a su mejoramiento con textos satíricos o educativos las ridiculizan o se compadecen de ellas. Se admite que pasan muchos de sus primeros años de vida intentando adquirir talentos básicos mientras sacrifican la fortaleza del cuerpo y la mente en nociones banales de belleza, en el deseo de establecerse de la única forma en que pueden progresar en el mundo: mediante el matrimonio. Y como este deseo las convierte en meros animales, cuando se casan actúan como se espera que hagan los niños: visten, pintan y ponen nombre a las criaturas de Dios. ¡Las frágiles mujeres solo son aptas para recluirse! ¿Puede esperarse que dirijan a una familia o que cuiden de los pobres hijos que traen al mundo?

Si a partir de la conducta actual del sexo femenino, de su afición al placer —que remplaza a la ambición y a pasiones más nobles que engrandecen el alma—, podemos concluir con jus- ticia que hasta ahora la educación que han recibido las mujeres dentro de la sociedad civil solo busca convertirlas en objetos insignificantes del deseo, ¡meras propagadoras de necedades!; y si se prueba que al educarlas sin cultivar su entendimiento se les aleja de lo que les corresponde y se les considera ridículas e inútiles al terminar el breve florecimiento de su belleza,* supongo que los hombres racionales me disculparán por intentar convencerlas para que se hagan más masculinas y respetables.

* Un animoso escritor, cuyo nombre no recuerdo, se pregunta qué pueden ofrecer las mujeres que han cumplido cuarenta años.

En realidad, no hay nada que temer respecto a la palabra masculina ya que no es esperable que las mujeres adquieran demasiada fuerza física o valentía, pues su evidente inferioridad en cuanto a fortaleza corporal las hace en cierto grado dependientes de los hombres en distintos momentos de la vida, pero ¿por qué debería aumentar esta dependencia con prejuicios que adjudican a un sexo la virtud y confunden las verdades simples con ensueños?

De hecho, las mujeres son tan menospreciadas por nociones erróneas acerca de la excelencia femenina que no creo incurrir en una paradoja cuando afirmo que esta debilidad artificial tiene como consecuencia una propensión a tiranizar y da lugar a la malicia, lo contrario de la fortaleza, y que las orilla a adoptar formas infantiles que destruyen la valía aun cuando despierten el deseo. Si tales prejuicios dejan de fomentarse, ellas asumirán por naturaleza su posición subordinada, aunque respetable, en la vida.

Es casi innecesario decir que me refiero al sexo femenino en general. Muchas mujeres son más razonables que sus contrapartes masculinas y, como nada predomina donde hay una lucha constante por el equilibrio sin que posea más peso de manera natural, algunas someten a sus maridos sin degradarse, porque el intelecto siempre prevalecerá.

CAPÍTULO 1
Consideración sobre los derechos y deberes que conciernen al género humano

Actualmente en la sociedad parece necesario regresar a los principios básicos en busca de las verdades más simples, y de ese modo disputar terreno a algunos prejuicios predominantes. Así pues, permítaseme hacer unas preguntas sencillas, cuyas respuestas serán probablemente tan indudables como los pre- ceptos en los que se basa el razonamiento; no obstante, cuando se enredan con diversos motivos de conducta, se ven en expresa contradicción, ya sea por las palabras o por el proceder de los hombres.

¿En qué radica la ventaja del hombre sobre la creación animal? La respuesta es tan clara como que una mitad es menos que el todo: en la Razón.

¿Qué cualidad sitúa a un ser por encima de otro? La Virtud, replicamos con espontaneidad.

¿Con qué propósito existen las pasiones? Para que el hombre, al luchar contra ellas, pueda obtener cierto conocimiento que es negado a los animales, susurra la Experiencia.

En consecuencia, la perfección de nuestra naturaleza y la capacidad de ser felices deben valorarse por el grado de razón, virtud y conocimiento que distinguen al individuo, y dirigen las leyes que comprometen a la sociedad. Considerando al género humano en su conjunto, tampoco se puede negar que el conocimiento y la virtud emanan del ejercicio de la razón de manera natural.

Al simplificar de este modo los derechos y deberes del hombre, parece casi impertinente tratar de ilustrar verdades tan indiscutibles, pero los prejuicios tan profundamente enraizados nublan la razón y cualidades que no son legítimas ahora parecen virtudes; es por eso que resulta necesario perseguir la senda de la razón, que ha sido confundida y se ha mezclado con el error por varias circunstancias, comparándose los postulados sencillos con desviaciones casuales.

En general, parece que los hombres emplean la razón para justificar los prejuicios que han asimilado, en lugar de deshacerse de ellos. La mente que forma sus propios principios debe ser fuerte y valiente, ya que predomina una especie de cobardía intelectual que hace que muchos hombres se hagan pequeños frente a la tarea o que solo la cumplan a medias. Sin embargo, las conclusiones imperfectas muchas veces son creíbles porque se basan en una experiencia parcial o en opiniones justas, aunque limitadas.

Regresando a los principios fundamentales, los vicios, con toda su deformidad innata, rehúyen la investigación minucio- sa; sin embargo, quienes razonen superficialmente dirán que sus argumentos dan pruebas de sobra, y tal medida, corrompida de origen, quizá se adopte sin más. Es por eso que tal presteza se contrapone continuamente a los principios básicos, hasta que la verdad se pierde en una maraña de palabras, la virtud en las formas y el conocimiento en una nada sonora, a causa de los prejuicios engañosos que usurpan sus nombres.

Para todo ser pensante es tan irresistible la idea de que la sociedad está conformada de un modo bastante sabio y que se basa en la naturaleza del hombre, que hasta parece un atrevimiento intentar comprobarlo; sin embargo, deben brindarse pruebas, o de otra manera la razón nunca será suficiente frente al fuerte arraigo de tal precepto. Además, presentar un precepto como argumento para justificar que se despoje de sus derechos naturales a los hombres (o a las mujeres) es uno de los absurdos engaños que insultan a diario el sentido común.

La civilización en la mayor parte de los pueblos europeos es bastante incompleta; cabría preguntarse si a cambio de la inocencia han obtenido virtudes equivalentes al dolor producido por los vicios que encubren la ignorancia insoportable, y la libertad que han intercambiado por una esclavitud espléndida. El deseo de deslumbrar a causa de las riquezas —el privilegio más grande que un hombre puede obtener—, el placer de mandar sobre aduladores y tantos otros efectos propios de una egolatría excesiva, abruman en conjunto a la masa del género humano y convierten a la libertad en una palabra útil al falso patriotismo. Clases y títulos se consideran de la mayor importancia, y ante ellos el Genio «debe esconder su reducida cabeza», lo que, salvo ciertos casos, resulta muy desafortunado para una nación, mientras que un hombre dotado, sin rango ni propiedad, debe propulsarse para alcanzar renombre. ¡Ah! ¡Cuánta miseria han de sufrir miles para que un oscuro intrigante adquiera un capelo cardenalicio solo para codearse con príncipes o se enseñoree sobre ellos al adueñarse del papado!

Tanta ha sido la maldad derivada de la monarquía, las riquezas y los honores hereditarios, que hombres de gran sensibilidad se han visto a punto de blasfemar para justificar los planes de la Providencia. El hombre ha sido puesto como indepen- diente del poder que lo creó, o como un planeta sin ley salido de su órbita para robar el fuego celestial de la razón; y la venganza del Cielo, oculta en la sutil llama, ha castigado suficientemente tal temeridad al dejar entrar la maldad en el mundo.

Rousseau acabó enamorado de la soledad, impresionado al ver la calamidad y el desorden que invadían a la sociedad y cansado de chocar con bobos superficiales; siendo también un optimista, discurrió con una elocuencia poco común para probar que el hombre era por naturaleza un animal solitario. Equivocado por su respeto a la bondad divina, que ciertamente —¡qué hombre entendido y con sentimientos puede dudarlo!— dio la vida para manifestar la dicha, considera el mal como algo positivo, y obra del hombre, sin tener en cuenta que exalta un atributo en detrimento del otro, siendo ambos necesarios en la perfección de Dios.

Sus argumentos en favor del estado de naturaleza son loables, pero erróneos, ya que se fundamentan en una hipótesis falsa; porque afirmar que el estado de naturaleza es preferible a la civilización, en toda su perfección posible, es, en otras palabras, poner a juicio la sabiduría suprema; y la exclamación paradójica de que Dios ha creado todas las cosas para bien y que el error ha sido introducido por la criatura que Él mismo formó, sabiendo lo que hacía, es tan impía como poco filosófica.

Cuando el Ser sabio que nos creó y puso en este mundo imaginó dicho plan, quiso que las pasiones mejoraran nuestra razón, porque vio que el mal presente produciría el bien futuro. ¿Podría la indefensa criatura a la que sacó de la nada apartarse de su mandato y aprender osadamente a discernir el bien mediante la práctica del mal sin su permiso? No. ¿Cómo pudo ese enérgico abogado de la inmortalidad argumentar de modo tan inconsistente? Si la humanidad hubiera permanecido por siempre en el brutal estado de naturaleza, que ni siquiera su mágica pluma puede pintar como un estado en el que echara raíz una sola virtud, habría resultado evidente, aunque no para las personas impresionables y poco reflexivas, que el hombre nació para recorrer el círculo de la vida y la muerte y adornar el jardín de Dios con algún propósito difícil de atribuir a sus cualidades.

Quizá, como cereza del pastel, tenían que existir criaturas racionales a las que se les permitiera acrecentar su excelencia mediante el ejercicio de poderes implantados para ese fin. Si la bondad misma dio existencia a una criatura que podía pensar y perfeccionarse por encima de las bestias, si el hombre fue creado para tener la capacidad de salir del estado en que las sensaciones producen un alivio animal, ¿por qué llamaríamos a este don una maldición? Se le podría considerar tal si toda nuestra existencia dependiera de permanecer en este mundo: ¿por qué la alta fuente de la vida nos daría pasiones, y el poder de reflexionar, solo para amargar nuestros días y darnos impresiones erróneas de la dignidad? ¿Por qué habría de llevarnos del amor a nosotros mismos a las emociones sublimes que despierta el descubrir su sabiduría y bondad, si estos sentimientos no se pusieran en acción para perfeccionar nuestra naturaleza, de la que forman parte, y nos permiten disfrutar de una porción más divina de la dicha? Estoy firmemente convencida de que no existe mal en el mundo que Dios no haya dispuesto, y fundo mi creencia en Su perfección.

Rousseau se esfuerza en probar que en el pasado todo estaba bien, y un gran número de autores en que actualmente todo está bien; yo, en que todo estará bien.

Pero, fiel a su primera intención, además del estado de naturaleza, Rousseau celebra la barbarie y, apelando a la rectitud del romano Fabricio, olvida que, al conquistar el mundo, los romanos nunca soñaron con establecer su propia libertad sobre una base firme o con extender el reino de la virtud. Ansioso por sustentar su sistema, desacredita como vicioso todo esfuerzo del genio; y para defender las virtudes salvajes, exalta las de los semidioses, escasamente humanos: como los brutales espartanos que, a despecho de la justicia y la gratitud, sacrificaron a sangre fría a los esclavos que ayudaron a quienes los oprimían.

Asqueado de los modales y virtudes artificiales, Rousseau, en lugar de tratar el tema de modo apropiado, echó todo por la borda, sin averiguar si los males que su alma rechazaba indignada eran consecuencia de la civilización o restos de la barbarie. Veía al vicio aplastar la virtud y a la apariencia de bondad suplantar la realidad; veía el talento de muchos plegarse al poder con siniestros propósitos y nunca pensó en seguir el rastro del gigantesco mal hasta el poder arbitrario, hasta las distinciones hereditarias opuestas a la superioridad mental, que eleva de modo natural a un hombre sobre sus semejantes. No percibió que el poder real, en unas cuantas generaciones, provoca el idiotismo en la nobleza y con sus tentaciones hace que miles más se vuelvan insensibles y viciosos.

Nada puede ser más despreciable en la realeza que los múltiples delitos que elevan a los hombres a la dignidad suprema. Intrigas viles, crímenes contra natura y todo vicio que de-rada nuestra naturaleza han sido los pasos a tan distinguida eminencia; y aun así, millones de hombres han permitido sumisos que la infame descendencia de individuos rapaces ocupen tranquilamente sus tronos ensangrentados.

¿No es sino un vapor pestilente lo que se cierne sobre la sociedad cuando su jefe máximo solo se educa para cometer crímenes, o para una estúpida rutina de infantiles ceremonias? ¿Acaso nunca serán inteligentes los hombres, nunca dejarán de soñar con encontrar cosas donde no las hay?

Aun en las mejores circunstancias, a ningún hombre le resulta posible obtener el conocimiento y la fortaleza mental necesarios para cumplir con los deberes de un rey dotado de un poder incontrolado; ¡qué afrenta el que su ascensión misma sea una barrera insuperable para conseguir sabiduría o virtud, el que todos los sentimientos de un hombre sean ahogados por la adulación y el placer extinga la reflexión! Es una locura indudable dejar que el destino de miles dependa de los caprichos de alguien tan débil, cuya misma posición lo hunde por debajo del más ruin de sus súbditos. Pero no hay que acabar con un poder para exaltar otro, porque todo poder embriaga al hombre que es débil, y su abuso comprueba que mientras más igualdad exista entre los hombres, mayor virtud y felicidad reinarán en la sociedad. No obstante, esta regla y cualquier otra extraída de la razón provocarán protestas: la Iglesia, o el Estado, se encuentran en peligro si se pierde la fe en la sabiduría de los tiempos antiguos; y aquellos que, encendidos por los males humanos, se atreven a atacar a la autoridad, son tachados de despreciar a Dios y ser enemigos del hombre. Estas amargas calumnias han alcanzado incluso a uno de los mejores hombres —el doctor Price—, cuyas cenizas todavía predican paz y cuya memoria exige una pausa respetuosa cuando se tratan temas tan cercanos a su corazón.

Después de atacar la sagrada dignidad de los reyes, seguramente no sorprenderé a nadie al añadir mi firme convicción de que toda profesión cuya autoridad se base en una gran subordinación es muy perjudicial para la moralidad.

Un ejército permanente, por ejemplo, es incompatible con la libertad, porque la subordinación y el rigor son lo que sostiene la disciplina militar, y la tiranía es necesaria para llevar a cabo los planes dirigidos por una sola voluntad. Solo unos cuantos oficiales encuentran inspiración en nociones románticas del honor, una especie de moralidad basada en las modas de la época, mientras que el cuerpo general debe ser movido mediante órdenes, como las olas del mar; porque el fuerte viento de la autoridad empuja adelante con furia temeraria a la muchedumbre de subalternos, poco o nada preocupados en saber las razones.

Además, nada puede ser tan dañino para la moral de los habitantes de las poblaciones del campo como la estadía temporal de un grupo de jóvenes perezosos y superficiales, preocupados solo por galantear y cuyos modales educados los vuelven aún más peligrosos al ocultar su deformidad bajo vistosos uniformes. Su aire elegante, que no es más que un símbolo de esclavitud que prueba que el alma no tiene un carácter individual fuerte, impresiona a la sencilla gente rural y los mueve a imitar sus vicios cuando no pueden identificar los engaños y trucos de la cortesía. Toda tropa es una cadena de déspotas que, al someter y tiranizar sin utilizar la razón, se convierten en una carga de vicio e insensatez para la comunidad. Un hombre de importancia y fortuna, seguro de su ascenso por sus rentas, no tiene otra cosa que hacer sino perseguir algún capricho excéntrico, mientras que el caballero necesitado, que tiene que ascender, como dice la frase, por su mérito, se vuelve un parásito servil o un vil alcahuete.

De la misma forma podría describir a los marinos, excepto porque sus vicios adquieren un aspecto diferente y más grosero. Son completamente apáticos cuando no participan en las ceremonias de su puesto, mientras que el insignificante revoloteo de los soldados podría llamarse apatía activa. Al pasar menos tiempo en compañía de los hombres, los marinos tienen cierta tendencia al humor y a las bromas maliciosas, mientras que los soldados, al coincidir habitualmente con mujeres bien educadas, adoptan una inclinación sentimental. Pero el entendimiento queda por igual fuera de la discusión, ya sea que se entreguen a soltar carcajadas o a las sonrisitas corteses.

¿Podría seguir el ejemplo con otra profesión en la que, con seguridad, se hallará mayor entendimiento? En el caso del clero, con mejores oportunidades para perfeccionarse, la obediencia limita de la misma forma sus facultades. La ciega sumisión impuesta en el seminario para formar la fe sirve de noviciado al cura, que debe respetar obsequiosamente la opinión de su rector o superior si quiere ascender en su profesión. Quizá no pueda darse un contraste más obvio que el existente entre el talante servil y dependiente de un pobre cura y el porte cortesano de un obispo. Y el respeto y desprecio que inspiran hacen igualmente inútil el cumplimiento de sus distintas funciones.

Es importante notar que el carácter de todo hombre se halla formado, en cierta medida, por su profesión. Un hombre pensante puede presentar una fachada que desaparezca cuando sondeemos su individualidad, mientras que un hombre común y débil rara vez poseerá otro carácter que no sea el que le da una corporación; todas sus opiniones han desaparecido a tal punto bajo el influjo de la autoridad, que no podrá notarse lo que nace de él.

Es por eso que la sociedad, mientras más ilustrada, debe ser muy cuidadosa en no establecer corporaciones de hombres que inevitablemente se hagan viciosos o necios por las características propias de su profesión.

En los albores de la sociedad, cuando los hombres salían apenas de la barbarie, los jefes y los sacerdotes se hicieron de poder ilimitado al recurrir a los resortes más poderosos de la conducta salvaje: la esperanza y el temor. La aristocracia, sin duda, es naturalmente la primera forma de gobierno. Pero el equilibrio entre intereses opuestos se pierde pronto, de la confusión de luchas motivadas por la ambición surgen las monarquías y jerarquías, y los cimientos de ambas se aseguran mediante las posesiones feudales. Esto parece ser el origen del poder de la monarquía y el clero, y el nacimiento de la civilización. Pero estos elementos inflamables no pueden contenerse largo tiempo, y al encontrar salida en las guerras internacionales y en rebeliones internas, el pueblo adquirió poder en el tumulto, lo que obligó a sus gobernantes a dar a su opresión un aspecto de legalidad. Así, conforme las guerras, la agricultura, el comercio y la literatura expanden el entendimiento, los tiranos se ven obligados a hacer que la corrupción encubierta consiga pronto el poder que en el pasado se arrebataba por la fuerza.* Así pues, esta gangrena latente se extiende con rapidez mediante el lujo y la superstición, escorias de la ambición. El títere impasible de una corte al inicio se vuelve un monstruo ostentoso o un hedonista fastidioso, y luego utiliza el contagio derivado de su estado an- tinatural como el instrumento de su tiranía.

* Los hombres capaces esparcen semillas que crecen, y tienen una gran influencia en la formación de opiniones; una vez que la opinión pública predomina, mediante el ejercicio de la razón, el derrocamiento del poder arbitrario no está muy lejano.

Es esta pestilencia la que convierte el progreso de la civilización en una maldición y deforma el entendimiento al punto de que los hombres sensibles dudan si la expansión del intelecto produce mayor felicidad o desdicha. Pero la naturaleza del veneno revela su antídoto; y si Rousseau hubiese remontado un escalón más en su investigación, o su mirada hubiera traspasado la atmósfera neblinosa que casi no se dignaba respirar, su mente activa se habría lanzado hacia adelante para contemplar la perfección del hombre al establecer la civilización verdadera en lugar de escapar ferozmente hacia el pasado, a la noche de ignorancia de los sentidos.